Me llamo Eusebio, y a pesar de la
bondad etimológica de mi nombre, no soy nada piadoso. Hijo de una familia
católica, educado como todos los niños de mi época: misa todos los domingos,
obediencia ciega a mis padres, fe carbonera en un Dios creador y bondadoso,
respetuoso con los mayores y aplicado en mis deberes. Pero, con los años,
pronto me alejé de aquellas obligaciones y creencias. Estoy casado. Cuarenta y
cinco años. Dos hijos. Trabajo de contable en una conservera de frutas.
Tengo ahora en mis manos
Silencio y vacío, un libro que Marina ha sacado de la biblioteca municipal.
Mi mujer y una amiga suya van a un centro de Yoga. Marina no está en casa,
tiene turno de mañana. Es enfermera de la Virgen del Camino, el hospital de
Tazoya que está dos calles más arriba. Acabo de salir del trabajo. Caliento la
comida en el microondas. No me gusta comer solo. Enciendo la tele. Pero no
funciona. Un fusible, el panel de circuitos, el cable de alimentación...¿quién
sabe? No entiendo mucho de electrónica, se me resisten los misterios, la fe,
todo aquello que no palpan mis ojos. Abro el libro por la primera página y lo
pongo cual comensal convidado delante del plato de arroz. Ajeno a los
ingredientes de guisantes, pedacitos de pimiento rojo y menudillo de gambas,
aderezados la noche antes por Marina, me llevo la cuchara a la boca, más atento
a las palabras del autor del libro, un tal Otoko Kana, profesor de la
Universidad de Nara (Japón). Este profesor, partiendo de una frase de Hans Küng -Dios en la Biblia aparece no como
predicado, sino como sujeto-, desarrolla la idea de Dios desde una
perspectiva filosófica oriental en un párrafo que no entiendo. Termino de
comer, me siento en el sofá, y vuelvo a leer con mayor atención, pero sin
acabar tampoco de comprender lo que Otoko dice en su libro:
... Dios no es sujeto, sólo
silencio, ni siquiera predicado, sino Dios como “Nichts” (Nada). Dios como
Nichts, es la base sin base de la relación yo-TU entre uno mismo y el Dios
personal...
Me pregunto por qué Dios siempre
aparece escrito con mayúsculas. Más cerca de Dios yo estaría, si lo viera en
minúsculas, un dios ordinario, el dios de las pequeñas cosas. ¿Sabe una flor
cuando llega la tarde y el ocaso apaga su aroma y la noche destrona de su
cabeza su coronada realeza de colores? Después de comer, a mi cabeza le cuesta
pensar. Y lo poco que pienso, resulta descabellado. Me pasa lo que a la flor,
ignoro muchas cosas, pero no por eso mi existencia es menos feliz. El hombre se
corrompe con el uso exagerado de la razón y ventila su saber con la ignorancia.
Se me hace tarde. Debo volver al trabajo. Lasi se coloca a mis pies, levanta la
trompa suplicándome que la acaricie, que le pase mi mano melosa por su cabeza.
¿Sabrá esta perra que tendrá que morirse? Y recuerdo aquella Navidad que
sorprendí a mis hijos con el regalo de Lasi. Los animales y las plantas están
menos apegados a la vida, viven más libres, y puede que sean más felices, tal
vez porque no presienten la muerte.
Por la tarde, Marina me dice que
se va a dormir a casa de su madre.
Mira, Eu, mi madre lleva varias semanas haciendo lo
que no puede. Está cansada. Como mañana es mi día libre, me quedaré con ella.
Carmen vive a unos veinte
kilómetros de su hija, en Valdeseda.
Vale, nos vamos los dos, y esta noche dormimos allí.
La noche dio más vuelta que un
molino. Dos muñidas colchonetas extendidas en el suelo. La casa de la Carmen es
pequeña. En la sala-comedor, junto a la habitación de la abuela, Marina y yo
pasamos la noche. Años antes, un palmo escaso valía para compartir lecho. La
luz de la farola de la calle, hasta las tantas encendida delante de mis
narices. Me despierto todo condolido. Me levanto. Procuro no despertar a
Marina. El espejo del cuarto de baño me muestra un leve derrame en el ojo
izquierdo. Cuando algo me sale mal, todo mi cuerpo, también mi carácter, se
resiente. Sin embargo, hoy en la empresa me ha ido bien. El jefe de oficinas me
promete un aumento en la nómina. Por la tarde, nada más salir del trabajo, me
paso por Centrocompra, una calle salón
que se abre en un abanico de escaparates que desemboca en una coqueta plaza.
Pequeñas tiendas: joyería, perfumería, alimentos naturales, zapatería,
electrodomésticos... todo un surtido de ofertas donde prima más la presentación
que la calidad. No tengo prisa. Con llegar a la hora de cenar a casa de mi
suegra, es suficiente.
En el frente espacioso de esta
iluminada plaza, la terraza de una cafetería. Sobre el abrillantado suelo,
losetas bien alicatadas configuran una gran estrella en blanco y negro. Aquí
encargo unos dulces para después de la cena.
Mientras los preparan, me acomodo junto a una mesa. Pido un carajillo.
La noche será larga y no temo que el café me quite el sueño. De donde estoy,
veo el rótulo de neón azul de la Librería Nobel, la que regenta Josema, un
pariente de Marina. Termino el café, y me acerco a saludar al librero. Antes de
entrar, leo en los estantes algunos de los títulos a través del gran ventanal
acristalado: Ironías y humor en cuentos de la mili de un tal Ramón
Ayerra, La décima revelación de Redfield, El arte de guardar besos en
una cajita...
Josema, desde el interior se da
cuenta. Y sale a estrecharme afectuosamente la mano:
Qué tal,
primo, ¿tú por aquí?
Haciendo
tiempo. Voy a Valdeseda a recoger a Marina.
Pasa, hombre.
¡Trabajando como estás tan cerca, y sólo nos vemos de uvas a peras!
Es que
vamos de culo. Y más ahora que la madre de tu prima está enferma. A propósito,
Josema, ¿no tendrás algún libro de cocina?
No creo que Marina necesite lecciones de guisos.
Tengo entendido que siempre fue buena cocinera.
Sí, pero
ahora, con lo de su madre, pasa más tiempo con ella que conmigo. Las recetas en
este caso serían para mí.
Algo
tendré, pasa.
La librería de Josema no es muy
grande, pero acogedora. Entro. Él se adelanta, me ofrece un taburete para que
tome asiento.
Lo que yo
no sabía era lo de tu suegra. Recuerdo que hace años estuvo muy mal, pero pensaba que todo aquello
ya había pasado.
Así es,
pero parece que volvemos a las andadas, un cáncer, no tiene cura.
Siempre tuve a Josema por un
estrafalario, aficionado a cosas que ya a nadie interesan. La prueba está en
los libros que vende. Pero, esta tarde la sensación que tengo es distinta. Tal
vez Josema siempre fue abierto y afable, y no como yo creía: huraño y un poco
oscurantista. Y es que pocas veces me paré a charlar con este librero de
plateada cabellera que cuelga por los hombros, disimulando sabiduría y
comprensión.
Siento lo
de tu suegra. En mi familia le tenemos mucho aprecio.
Gracias,
Josema.
Mira, Eu, -al
oír que me llama como Marina, pienso que mi indiferencia hacia este hombre
nunca estuvo justificada-, no sé el interés que sientes por tu suegra, pero
si me lo permites, te sugiero un remedio.
Hombre,
supongo que nadie desea la muerte de otro, y más si en este caso se trata de la
madre de mi mujer. ¡Cómo voy a querer yo que la abuela de mis hijos....!
Josema despliega sus huesudas
manos por la frente, recoge con gesto habitual su melena con un elástico rojo
sobre a la nuca. Cierra los ojos para concentrarse en lo que va a decir; pero
en este momento la campanilla de la entrada tintinea. Un joven entra y pide Noticias
de un secuestro de García Márquez. Espero que Josema termine de despachar
al último cliente de la tarde. Luego, el librero, antes de volver junto a mí,
echa el pasador de la puerta.
Así mejor. Nadie nos importunará. No vendo nada en
todo el día, y cuando es la hora de cerrar, todos se ponen de acuerdo. Mira,
querido Eusebio, quizá te tomes a risa lo que te voy a decir. Puedes reírte si
quieres. Tómatelo más bien sentido figurado.
Josema se sienta, coge una cajita
roja de la torre del ordenador. Abre la tapa. Dentro, bombones. No dice nada.
Se acomoda y pone los brazos encima del calado de un velillo blanco que cae
sobre las faldas azul cobalto de la mesa. Me mira atentamente a los ojos como
si yo fuera un telescopio. Y tras una larga y profunda respiración empieza a
hablar:
El agua de un estanque se torna del color del
ambiente que lo circunda. Si violeta es el amanecer, amoratadas serán sus olas;
si la tarde se pinta de verde, sus aguas reirán esperanzadas; si grana es el
ocaso, rojo será el caldo de sus aguas. Con nuestra sangre pasa algo parecido.
Todos decimos que es roja, pero rojo sólo es el pigmento que la colorea.
Nuestra sangre se enciende o se apaga según sea el contenido de su transporte.
Y así, si andamos encolerizados, resentidos o envidiosos, amarillenta como la
bilis será su tinta. Nuestro corazón, en cambio, salta de azul pletórico, si
estamos contentos. Negra como el betún será la sangre, cuando pesimista cae el
ánimo.
Hago un esfuerzo por entender la
parábola de Josema. A un hombre como yo, acostumbrado al realismo contable de
mi trabajo, en el que sólo importan los kilos de melocotones que exportamos
cada temporada a Europa, le cuesta captar el sentido poético de las palabras de
este librero. Pestañeo un par de veces como señal de incredulidad. Josema,
mientras tanto carraspea como esforzándose para que sus palabras sean más
claras e inteligibles. Y continúa:
En un cuento anónimo y lejano se describe la
historia de dos enamorados. Uno de ellos está tocado de muerte. Una plaga
mortal ha puesto en peligro su vida. Su amante acude a magos, adivinos,
curanderos. Nadie remedia la enfermedad. El enamorado sentado junto al enfermo,
se pone al azar a escribir en una libreta, como quien hace un crucigrama para
calmar su ansiedad o matar así el tiempo. Y conforme la tinta azul de su pluma
dibuja regueros de trazos regulares sobre el blanco papel, el amante comprueba
que su amigo abre los ojos, se siente mejor. Por el contrario, cada vez que el
amigo escritor se desentiende de la escritura, la cabeza del enfermo se inclina
triste como una margarita deshojada. La tinta regeneradora de su cálamo,
trascendiendo la palabra escrita, se introduce por las venas del agonizante con
la misma fuerza que un motor bombea los artilugios de una máquina, con la
soltura de un fuelle sobre el rescoldo de un fuego apagado.
Una vez que Josema termina de
hablar, con su mano da dos golpes suaves sobre mi rodilla como esperando mi
impresión a su relato. Y entre cortés y escéptico, le contesto:
Muy bonita,
Josema, esta historia. ¡Cómo para ser creída!
Antes de irme, le recuerdo a
Josema lo del libro de cocina. Ya lo tiene preparado: Secretos culinarios de
Arzak. Además, me entrega un cuaderno de Actas en blanco, con tapas azules
de cartón duro y con el lomo forrado con una tira de piel sepia.
Ahí tienes, Eusebio, por si te vale. Te lo regalo. Y
recuerda, primo, -me dice con dulce retranca-, Dios
puede que sea el silencio, pero lo que escribas en esta libreta puede ser
sangre de vida para la Carmen.
Juan Serrano
No hay comentarios:
Publicar un comentario