Aún
recuerdo la voz de mamá aquel día en que nos dijo –No quiero que vayan a jugar
a esa parte del parque
−¿
por qué?− le preguntamos
−porque
no− volvió a responder ella
−pero…
¿por qué no?− retrucamos
−está
ese árbol allí…que no me gusta
−¿Qué
tiene? Es una palmera como cualquier otra
−Puede ser…pero
a mí no me gusta…dicen que se come a los chicos, si no pregúntenle a Doña
Magdalena
Nosotros
no le preguntamos a doña Magdalena porque sinceramente no gustábamos de la
mujer. Una italiana chismosa que vivía espiándonos y se sabía la vida de todo
el vecindario. Tampoco obedecimos a mamá y continuamos yendo a jugar a esa
parte del parque donde estaba la palmera.
Todas las
mañanas desde mi ventana lo veía llegar. Se sentaba en el banco que estaba
frente a la palmera. Permanecía hasta el
anochecer y algunas veces hasta la madrugada.
Los vecinos lo
llamaban “el loco de la palmera”. Para mí él no estaba loco, siempre pensé que
tenía una imaginación demasiado activa, pero loco…lo que se dice loco para mí
no era.
Un
día lo vi llegar y crucé la calle,
caminé hasta el banco donde estaba sentado. Me senté a su lado en silencio, sin atreverme a hablar. Decidí esperar que él
lo hiciera.
En
un momento dado me dijo –yo siempre vengo aquí a visitarla, a hacerle compañía
para que no se sienta sola−
Dudando
le pregunté −… ¿a quién…a la palmera?
−sí,
ella es algo más que una simple palmera
Titubeando dije
−Cuando
éramos chicos mi mamá no quería que viniésemos a jugar donde estaba la palmera,
decía que se comía a los chicos
No
me dejó terminar la frase empezó a gritar
–¡Mentira!... ¡Es todo mentira…Una gran
mentira!
Tratando
de tranquilizarlo le respondí
– claro que es todo mentira. Mira si una
palmera se va a tragar chicos… lo que pasa que mi mamá desde otro lado del
parque nos podía ver por la ventana y
desde aquí no. Mentí. Indudablemente el loco de la palmera consiguió asustarme.
Lo dejé con la
excusa que tenía que preparar la comida. Él no dijo nada, asintió con la
cabeza. Yo me fui tan silenciosa como llegué.
Durante
varios días lo seguí observando desde mi ventana. Un día lo vi hacer ademanes. Los vecinos tenían razón, su
obsesión por el árbol lo dejó alucinado, lleno de fervor.
Pasaba días y
noches allí. No sé si comía o bebía…porque se lo veía desprovisto de viandas y
cantimploras. Tampoco llevaba abrigo ni mantas, pero yo sabía que él pasaba las
noches allí, hasta que un día se quedó para
siempre. Permanecía al lado de la
palmera día y noche. Los vecinos preocupados comenzaron a dejarle comida y
cobertores, también llegaban allí al anochecer para encenderle un fuego, cosa
que él, en su contemplación, no hacía.
Una
de esas noches me crucé con un plato de sopa caliente y pan. Me senté a su
lado, silenciosa como había hecho la primera vez. Hubo un espacio mudo y
agónico entre los dos, hasta que dijo
−nadie
entiende porque estoy aquí
−es
verdad−agregué
−no pueden
entender porque quiero permanecer al lado de ella día y noche… que no me
interesa nadie más. No soy el único que piensa y siente así. Antes de mí hubo
otras personas, ellas vienen a veces, cuando pueden, cuando sus otras
obligaciones les permiten venir. Yo en cambio, decidí consagrar mi vida a ella,
a partir de aquel día.
−¿a
partir de qué día?
Inclinándose hacia mí, en un tono confidente, comenzó a
contarme
–Yo era muy
alocado, era un chico que no paraba. Un día vine aquí escapando de mi casa. Me
había peleado con mis padres y decidí pasar la noche en este banco. Era una noche cerrada y fría… sentía escalofríos. Estaba casi adormecido
cuando los vi. Llegaron en grupo, se movían con una velocidad fugaz… casi
efímera. Andaban en círculos…tenían la mirada fulgurante... las manos trémulas.
En el instante que los estaba
observando, vi que ella… la palmera extendía sus raíces hacia mí. De un modo
rudo y suave comenzó a recorrerme. Con un roce agradable llegó a mis piernas, se detuvo en mis entrañas y ciñó
mi cintura, nos fundimos en un abrazo hasta ser uno solo. Luego me recorrió la
espalda. Tomó mi nuca, el contacto fue
infinito… único… sellamos un pacto sigiloso. Desde entonces, todas las noches
nos encontramos y repetimos el rito. Los demás vienen aquí creo que por la
misma causa, nunca hablamos y nadie contempla a nadie.
Después de la
confesión volvió a adoptar el mismo aire ausente. Desde ese día no volví a
verlo. Supe por los vecinos que la familia lo había llevado lejos de allí, con
la ilusión de sacarlo de la enajenación.
Una noche no
podía dormir y crucé al parque. Me senté en aquel banco frente a la palmera. La
miré fijo y le dije
–No pretenderás hacer conmigo lo que has hecho
con aquel desdichado.
Entonces vi sus raíces extenderse hacia a mí,
subyugante, me acarició con las puntas como dedos sedosos. Recorrió mis vísceras cadenciosamente… me oí exhalar un gemido
agónico… la sentí recorrer mi nuca. Sellamos
un pacto de apego donde nadie sabría sobre ello. Después las dos nos
desabotonamos. Yo me quedé en el banco y ella en su raigón.
Súbitamente los vi, tenían la mirada fija y brillante. Andaban como almas errantes. No emitían palabras, apenas un jadeo extinguido emanaba de sus
bocas.
En
ese momento comprendí todo, ella no era un árbol cualquier. Ella tomaba y
mudaba la vida de quien se atreviese a observarla. No vi al loco de la palmera.
Sin duda su familia había conseguido desprenderlo del embrujo de ella.
Querida Mamá
Mientras te revelo este, mi secreto,
recuerdo tus palabras aquel día. Creo que tenías razón…
En este preciso
instante escucho pasos en el corredor. Se detienen frente a mi puerta. Alguien
mueve el picaporte… Me sobresalto. Turbada me digo a misma que debo ser
valiente… Entretanto la puerta se abre…una mujer vestida de blanco sonriente
extiende sus brazos hacia mí y me dice
─ Es la hora de
su medicina. ¿Cómo se siente la señora hoy?
Nora Ibarra
Aún
recuerdo la voz de mamá aquel día en que nos dijo –No quiero que vayan a jugar
a esa parte del parque
−¿
por qué?− le preguntamos
−porque
no− volvió a responder ella
−pero…
¿por qué no?− retrucamos
−está
ese árbol allí…que no me gusta
−¿Qué
tiene? Es una palmera como cualquier otra
−Puede ser…pero
a mí no me gusta…dicen que se come a los chicos, si no pregúntenle a Doña
Magdalena
Nosotros
no le preguntamos a doña Magdalena porque sinceramente no gustábamos de la
mujer. Una italiana chismosa que vivía espiándonos y se sabía la vida de todo
el vecindario. Tampoco obedecimos a mamá y continuamos yendo a jugar a esa
parte del parque donde estaba la palmera.
Todas las
mañanas desde mi ventana lo veía llegar. Se sentaba en el banco que estaba
frente a la palmera. Permanecía hasta el
anochecer y algunas veces hasta la madrugada.
Los vecinos lo
llamaban “el loco de la palmera”. Para mí él no estaba loco, siempre pensé que
tenía una imaginación demasiado activa, pero loco…lo que se dice loco para mí
no era.
Un
día lo vi llegar y crucé la calle,
caminé hasta el banco donde estaba sentado. Me senté a su lado en silencio, sin atreverme a hablar. Decidí esperar que él
lo hiciera.
En
un momento dado me dijo –yo siempre vengo aquí a visitarla, a hacerle compañía
para que no se sienta sola−
Dudando
le pregunté −… ¿a quién…a la palmera?
−sí,
ella es algo más que una simple palmera
Titubeando dije
−Cuando
éramos chicos mi mamá no quería que viniésemos a jugar donde estaba la palmera,
decía que se comía a los chicos
No
me dejó terminar la frase empezó a gritar
–¡Mentira!... ¡Es todo mentira…Una gran
mentira!
Tratando
de tranquilizarlo le respondí
– claro que es todo mentira. Mira si una
palmera se va a tragar chicos… lo que pasa que mi mamá desde otro lado del
parque nos podía ver por la ventana y
desde aquí no. Mentí. Indudablemente el loco de la palmera consiguió asustarme.
Lo dejé con la
excusa que tenía que preparar la comida. Él no dijo nada, asintió con la
cabeza. Yo me fui tan silenciosa como llegué.
Durante
varios días lo seguí observando desde mi ventana. Un día lo vi hacer ademanes. Los vecinos tenían razón, su
obsesión por el árbol lo dejó alucinado, lleno de fervor.
Pasaba días y
noches allí. No sé si comía o bebía…porque se lo veía desprovisto de viandas y
cantimploras. Tampoco llevaba abrigo ni mantas, pero yo sabía que él pasaba las
noches allí, hasta que un día se quedó para
siempre. Permanecía al lado de la
palmera día y noche. Los vecinos preocupados comenzaron a dejarle comida y
cobertores, también llegaban allí al anochecer para encenderle un fuego, cosa
que él, en su contemplación, no hacía.
Una
de esas noches me crucé con un plato de sopa caliente y pan. Me senté a su
lado, silenciosa como había hecho la primera vez. Hubo un espacio mudo y
agónico entre los dos, hasta que dijo
−nadie
entiende porque estoy aquí
−es
verdad−agregué
−no pueden
entender porque quiero permanecer al lado de ella día y noche… que no me
interesa nadie más. No soy el único que piensa y siente así. Antes de mí hubo
otras personas, ellas vienen a veces, cuando pueden, cuando sus otras
obligaciones les permiten venir. Yo en cambio, decidí consagrar mi vida a ella,
a partir de aquel día.
−¿a
partir de qué día?
Inclinándose hacia mí, en un tono confidente, comenzó a
contarme
–Yo era muy
alocado, era un chico que no paraba. Un día vine aquí escapando de mi casa. Me
había peleado con mis padres y decidí pasar la noche en este banco. Era una noche cerrada y fría… sentía escalofríos. Estaba casi adormecido
cuando los vi. Llegaron en grupo, se movían con una velocidad fugaz… casi
efímera. Andaban en círculos…tenían la mirada fulgurante... las manos trémulas.
En el instante que los estaba
observando, vi que ella… la palmera extendía sus raíces hacia mí. De un modo
rudo y suave comenzó a recorrerme. Con un roce agradable llegó a mis piernas, se detuvo en mis entrañas y ciñó
mi cintura, nos fundimos en un abrazo hasta ser uno solo. Luego me recorrió la
espalda. Tomó mi nuca, el contacto fue
infinito… único… sellamos un pacto sigiloso. Desde entonces, todas las noches
nos encontramos y repetimos el rito. Los demás vienen aquí creo que por la
misma causa, nunca hablamos y nadie contempla a nadie.
Después de la
confesión volvió a adoptar el mismo aire ausente. Desde ese día no volví a
verlo. Supe por los vecinos que la familia lo había llevado lejos de allí, con
la ilusión de sacarlo de la enajenación.
Una noche no
podía dormir y crucé al parque. Me senté en aquel banco frente a la palmera. La
miré fijo y le dije
–No pretenderás hacer conmigo lo que has hecho
con aquel desdichado.
Entonces vi sus raíces extenderse hacia a mí,
subyugante, me acarició con las puntas como dedos sedosos. Recorrió mis vísceras cadenciosamente… me oí exhalar un gemido
agónico… la sentí recorrer mi nuca. Sellamos
un pacto de apego donde nadie sabría sobre ello. Después las dos nos
desabotonamos. Yo me quedé en el banco y ella en su raigón.
Súbitamente los vi, tenían la mirada fija y brillante. Andaban como almas errantes. No emitían palabras, apenas un jadeo extinguido emanaba de sus
bocas.
En
ese momento comprendí todo, ella no era un árbol cualquier. Ella tomaba y
mudaba la vida de quien se atreviese a observarla. No vi al loco de la palmera.
Sin duda su familia había conseguido desprenderlo del embrujo de ella.
Querida Mamá
Mientras te revelo este, mi secreto,
recuerdo tus palabras aquel día. Creo que tenías razón…
En este preciso
instante escucho pasos en el corredor. Se detienen frente a mi puerta. Alguien
mueve el picaporte… Me sobresalto. Turbada me digo a misma que debo ser
valiente… Entretanto la puerta se abre…una mujer vestida de blanco sonriente
extiende sus brazos hacia mí y me dice
─ Es la hora de
su medicina. ¿Cómo se siente la señora hoy?
Nora Ibarra