Amanece un intenso día de frío y
nieve en Montni, un pueblecito del norte con apenas unos cien habitantes.
Las cortas y empinadas calles del
lugar se hallan vacías. Un gélido aire
penetra en los caseríos por entre las rendijas
de los fuertes ventanales de madera
y traspasa el quicio de los férreos portones. En el interior, los leños rojos arden en el lar
expandiendo calor por todo el amplio habitáculo.
Julio, octogenario anciano, se
levanta portando sobre sus espaldas una manta recia para contrarrestar las
avenidas de intrusos aires fríos.
Reaviva el fuego de la chimenea agitando el mangual, acción cotidiana
previa a la preparación del antiguo puchero con café, último vestigio del ajuar
de su lejanísima boda, que calentará su estómago, primero, y el de su esposa,
enferma, que permanece aún en la cama. La mujer, día a día, ha ido
perdiendo salud y su organismo se ha
negado a vivir con el frío que le calaba hasta los huesos, por la angustiosa
soledad y, principalmente, por la pérdida del único hijo que Dios le había concedido. Era toda su ilusión
y el motivo que alentaba su existencia. Desde su venida al mundo, al pequeño
nunca le faltó cariño, apoyo, entrega y todos los bienes materiales que precisaba, sin escatimar en nada.
El destino le jugó una maldita
pasada el día en que salió a dar pasto a
sus animales al campo, extensas praderas rodeadas de altas montañas nevadas. Un
repentino alud, provocado por un fuerte vendaval, enterró su cuerpo haciéndole desaparecer como si se lo hubiera
tragado la nívea montaña. Vanos fueron los intentos que se hicieron por
encontrarlo. Alejandro, tal era su nombre, dejó en sus padres un hueco
irreemplazable. Adela y Julio, con la pérdida del hijo, con la falta de salud y
cargados de años intentaron sobrevivir muertos en vida y angustiados por la
ausencia de su ser más querido.
2
En Perpignan, al sur de
Francia, vivía un matrimonio joven de
clase acomodada. Habitaban una vivienda de bella estructura que habían
adquirido con mucho sacrificio. La mujer, Lidia, trabajaba de enfermera en el hospital de la ciudad. Su marido,
Sergio, consiguió en el mismo centro sanitario el puesto de conserje. La vida
les sonreía a la pareja. Sergio, al que
le gustaban mucho los niños, deseaba ser
padre, y transmitió a Lidia su deseo.
Ambos decidieron ampliar la familia. Lidia quedó pronto embarazada. Todo
era ilusión y alegría esperando la
llegada del retoño. Pero un desgraciado día el director del hospital citó a
Sergio a su despacho para comunicarle que, sintiéndolo mucho, debía cesar en su
trabajo, debido a ciertos recortes originados
necesariamente por la falta de ingresos. Él era de los últimos en
entrar, por tanto, le tocaba ser de los primeros en salir. Se fue desolado.
Cuando llegó su mujer lo encontró llorando y hundido. Al contarle lo que había
sucedido en el trabajo, se quedó helada. No esperaba tan triste noticia.
—¿Qué haremos ahora? –preguntó—.
Con mi sueldo no podremos darle lo necesario al bebé que esperamos ni podemos
afrontar los pagos de la costosa hipoteca.
Sergio se rehízo.
—No te preocupes, cariño, pues a
partir de mañana me dedicaré a buscar trabajo como un loco. Confía en
que algo saldrá.
Pero toda esperanza quedó
fallida. Ni al día siguiente ni en
muchos más pudo conseguir trabajo. Pasaron varios meses y las reservas y
recursos se agotaron. Cada vez iba más
en aumento el desaliento y la tristeza de la joven pareja. Lidia se deshacía en
llanto. En su estado de buena esperanza apenas podía alimentarse como debía, el
banco les había amenazado con quitarles su confortable vivienda si no hacían
efectivas las tres mensualidades pendientes de pago, dándoles un mes de plazo
para proceder al desahucio.
—Los bancos no tienen corazón
–comentó a su marido.
Los días siguientes todavía
fueron peores. Sergio seguía sin trabajo
pese a sus denodados esfuerzos por encontrarlo y por su mente pasaban pensamientos atroces. El sufrimiento
abrumó tanto a Lidia que tuvo una amenaza de aborto, teniendo que ingresar en
el hospital con la orden del médico de que guardara absoluto reposo hasta que
él le ordenara otra cosa.
Un nuevo problema se añadió a los
ya existentes cuando los regentes del hospital aprovecharon los días de baja
para cesarla en su empleo por reajuste
de personal, según indicaba la carta certificada que recibió Sergio en su
domicilio. Sergio quedó petrificado, la sangre se le paralizó en el cuerpo, no
podía respirar, tenía grandes dolores de
pecho, la cabeza estaba a punto de estallarle. Como pudo, se dejó caer en la
cama desvanecido. No supo cuánto tiempo
permaneció en ese estado. Al recuperarse, no sabía qué había sucedido, no podía creer que fuera
cierta tanta desgracia. Y ¿cómo se lo diría a su mujer? ¡Qué tragedia! Deseó
morirse. Era la única solución que atisbó.
3
Adela y Julio permanecían
sentados junto al fuego de la chimenea en cómodas mecedoras. Se sentían
protegidos en su hermosa casa, hablaban de lo bien que les iba la vida
económicamente pues eran dueños de inmensos terrenos de cultivo cuyo arrendamiento
les proporciona muy buenos beneficios. En definitiva, era un matrimonio muy
bien acomodado y habían ahorrado mucho dinero con la ilusión de que a su hijo
no le faltara de nada, pero el destino
truncó sus ilusiones. Se lamentaban de su soledad mientras veían la
televisión, la única distracción de que
disponían. En una de las cadenas estaban pasando un programa en el que los
contertulios hablaban de lo mal que lo
estaban atravesando muchas familias por la falta de trabajo, familias sin techo donde albergarse con sus hijos, sin
comida que echarse a las bocas. Todo eran lamentaciones, llantos y desesperación.
La visualización de tanto
padecimiento impactó a Julio y Adela
tocando las fibras de sus corazones marchitos por el dolor, diciéndose uno a
otra que aquellas personas vivían en situación extrema, en tanto que
ellos no carecían de nada.
Adela propuso a su esposo acoger
a una de esas familias. Solventarían sus muchos problemas, tendrían alimento y
alojamiento y, ya de paso, les harían compañía en su vejez.
—Nuestra casa es amplia —decía—.
Nos sobran habitaciones. Además, nos
ayudarán en las faenas caseras. Lo que pensábamos dar a nuestros nietos, bien
pueden recibirlo otros niños desamparados.
Julio movió la cabeza mostrando
cierto desconcierto.
—¿Y si nos traen muchos
problemas? –comentó—. No lo podríamos soportar.
Adela insistió.
—Tenemos que correr el riesgo. En
todas las decisiones nos podemos equivocar y nos exponemos a que todo salga de
forma distinta como nos gustaría. Piensa que haríamos una buena obra de
caridad. Somos cristianos y Dios nos ayudará para que todo salga bien. Ahora
llega Navidad y podríamos pasarla
acompañados y hacer feliz a una familia. Así que mañana llamaremos a ese
programa para decir que queremos acoger a una familia.
4
Sergio, todavía aturdido, se
encaminó al hospital a ver a su mujer Lidia, como todos los días. No sabía cómo
presentarse ante ella para que no se percatara de su desesperación.
—¿Cómo estás hoy? –le dijo
dándole un beso.
—Un poco mejor —contestó la doliente—.
El futuro es lo que más me preocupa.
Sergio permaneció en
silencio, serio y con la cara demacrada.
—¿Qué te sucede, cariño? Tienes
mala cara y te veo muy pensativo. ¿Hay novedades?
—De momento, no –mintió—. Estoy
cansado, pero no te preocupes. Presiento que algo bueno nos va a ocurrir y
verás como todo se arregla. Tú piensa sólo en recuperarte del todo.
Salió del hospital con el corazón
encogido por haber mentido, por no haber
tenido valor para decirle la verdad. Claro que no era otro el motivo que el de
no hacerle padecer aún más de lo que padecía. Entró en su casa como un
autómata. Se echó en el sofá cuan largo era y no paraba de preguntarse por el
incierto seguro de su mujer y de su hijo que estaba al llegar.
Encendió el televisor porque la
cabeza quería estallarle y por ver si
podía ahuyentar, al menos durante un tiempo, los fantasmas de su cerebro.
El destino y la Divina Providencia,
que tantas veces nos ayudan, quisieron
que en ese momento estuvieran pasando un debate sobre los desahucios de
viviendas, la alta tasa de parados y de cómo podían solucionarse con la acogida de familias en
casas de matrimonios que vivían solos. Había abierta una línea telefónica para
que entrasen las personas que ofrecían
su casa y los que la necesitaban. En ese
momento llamó Adela que ya se había puesto de acuerdo con el programa. Sergio
creyó que se le presentaba el milagro que le podía salvar. Llamó inmediatamente
al programa y se puso en contacto con Adela que lo trató muy cariñosamente diciéndole que cuando quisieran podían tomar posesión de su
casa situada en Montni, en los Pirineos. Tendrían espacio suficiente. Tan
pronto como Sergio oyó el nombre del pueblo sufrió un vuelco todo su cuerpo,
pues le recordaba algún hecho importante en su vida. No hizo, sin embargo,
mucho caso, porque la alegría de la solución a sus problemas
era mucho mayor.
Al día siguiente, cuando fue a
ver a Lidia, su cara resplandeciente denotaba un estado de ánimo fenomenal, lo que sorprendió enormemente a su
esposa, acostumbrada a ver en su cara una tristeza desconsoladora.
—No puedo creer que vengas tan
radiante de felicidad –le dijo Lidia.
—Pues créetelo –respondió Sergio
besándola con manifiesta ternura. Tengo que darte una gran noticia que
solucionará todos nuestros problemas. ¿Estás preparada?
—Para lo bueno siempre estoy
dispuesta.
—Pues ahí va. He encontrado
trabajo, casa y familia. Es como un milagro, un gran golpe de suerte. Tendremos
que cambiar de pueblo, pero no importa
si estamos juntos y se nos ofrece todo lo que nuestro hijo va a
necesitar.
La cara de Lidia iba adquiriendo
nuevos aires de tranquila felicidad.
—Yo también tengo novedades para
ti— dijo Lidia—. El doctor me ha dado el alta y dice que nuestro bebé está en
perfectas condiciones y que nacerá sin problemas.
Un río de cariño apretó sus
cuerpos fundidos en inacabable abrazo. Las lágrimas brotaron al instante y
fueron evaporándose entre caricias, arrumacos y susurros de tierno amor.
Regresaron a su casa y empezaron
los preparativos para iniciar un viaje ilusionado, ilusión que se cebó,
igualmente en Julio y Adela que les
esperaban como el maná. Los dos ancianos prepararon la casa con esmero para que
no les faltara de nada.
Iniciaron el viaje por el
itinerario que se les había anunciado.
Según iba avanzando el coche por las
inmensas praderas de verde pasto rodeadas de altas montañas nevadas, Sergio,
que no quitaba el ojo a paisaje tan bucólico, quiso recordar que ya antes lo
había recorrido. Más aún, creía que
volvía a la casa donde pasara su niñez y juventud. Así se lo comunicó a Lidia.
—Todo esto es muy extraño. Es
como si de pronto recordara estos hermosos lugares.
Lidia lo estrechó en sus brazos.
Sergio quedó paralizado al observar tanta montaña nevada y su corazón latía
arrítmicamente. Notaba cómo le faltaba la respiración, sentía temblar de temor,
se ahogaba. Continuaban los dos cuerpos fundidos en tierno abrazo.
—¿Qué te ocurre, cariño?
–Lidia le acarició la cabeza—. Ni que
hubieras visto un fantasma.
—Esto es increíble –musitó el
marido.
El cerebro de Sergio ardía. A
punto de desmayarse, acudió a su mente el aluvión de nieve en el que se vio envuelto rodando montaña
abajo, asfixiándose y perdiendo la conciencia hasta que unos alpinistas lo
rescataron inmóvil, paralizado por el
frío. De camino al hospital, abrió los ojos. No conocía a nadie de los que le
conducían al centro de salud donde fue atendido durante varios meses. La
amnesia bloqueó su mente, borrando toda su historia. Como un neonato, en el
hospital empezaron a llamarle Sergio y
éste fue el nombre que empezó a pronunciar cuando encontró el primer trabajo y
al iniciar su relación amorosa con Lidia.
Lidia estaba absorta escuchando
el relato de Sergio. Le parecía demasiado casual el giro que podían tomar sus
vidas.
—Me llegan los recuerdos en
cadena –pronunció Sergio— Yo no estoy solo en el mundo. Mis padres se llamaban
Julio y Adela a los que vamos a ver. Su bondad y solidaridad con el mundo
pueden alcanzar, ya lo creo, a la generosidad de compartir su casa y bienes con
una familia desfondada como la nuestra.
No sé cómo van a reaccionar cuando me eche a sus brazos, pues ellos, aunque
nunca me hayan olvidado, no saben nada de mí, salvo que desaparecí asfixiado
bajo la ingente montaña. Y más aún,Lidia, debo confesarte. Yo no soy Sergio, mi
nombre de pila es Alejandro, por eso no esperan a su hijo, sino a una familia
que sufre. Cuando me vean, deberemos actuar con mucho tacto, no sea que el
reencuentro les cause alguna reacción deplorable. La sorpresa que van a recibir
puede afectarles negativamente para su
salud, por su longevidad.
A duras penas, Lidia podía
mantener la agitación.
5
Embargados de emoción se plantan
delante de la bella casa que presenta una fachada digna de la más distinguida
nobleza.
—Es preciosa, Alejandro, –afirma Lidia—
Me gusta tu nuevo nombre.
—Bien sabes que no es nuevo
–sonríe él—. Sergio ya no existe.
—El interior debe estar muy bien
decorado —Lidia se enjuga las lágrimas de la cara y esgrime una bonita sonrisa
encantadora.
Cada momento Alejandro percibe
que los nervios se apoderan de todo su ser.
—Mis padres han sido, y supongo
que seguirán siendo, ricos hacendados. Querían proporcionarme un futuro
halagüeño. Cuando estaba en casa nada que deseara permitían que me faltara. Han
debido sufrir mucho desde mi desaparición. Ahora les toca reencontrar la
felicidad, pues se la merecen.
Lidia propuso a su esposo pasar primeramente para preparar el terreno.
Golpeó la puerta tres veces seguidas
asiendo el llamador broncíneo que representaba la cabeza de un águila perdicera
en pleno vuelo. No tardó ni un minuto en abrirse la puerta y asomar el
sonriente rostro del viejo Julio que abrazó con efusiva emoción a la chica. Dos
pasos atrás, Adela pedía la vez para llenar de besos la cara de la recién
llegada. La miró de arriba abajo con digna curiosidad y se emocionó al palpar
el prominente vientre.
—¡Qué gran alegría, querida!
–expresó con la voz entrecortada por la inesperada sorpresa—. Esa criatura
colmará esta triste casa en otra mucho más alegre. Y seguro que podrá aminorar
nuestra pena por la pérdida de nuestro hijo. Será el vigoroso báculo de nuestra
vejez, ¿verdad, Julio?
El viejo Julio asintió
sollozando.
Lidia estaba que no cabía de gozo
por el magnífico recibimiento recibido. Jamás hubiera soñado algo así.
—No sabemos lo que el destino nos
tiene reservado, madre, —anunció Lidia—. ¿Me permite que le considere mi madre?
—Claro, hija, ¿qué más podría yo
desear?
—¿Cree usted, madre, en los
milagros?
—Sí, hija, pero el que yo
quisiera que se produjese es imposible. Hace ya tanto tiempo… que he perdido
toda esperanza. Por cierto, con tanto hablar se me ha olvidado preguntarte por
tu marido. Habrá venido contigo, ¿no? Estoy deseando conocerlo y abriros las
puertas de mi casa. Seréis los nuevos hijos que Dios me manda y nos daréis un
nieto que rejuvenecerá nuestras vidas.
No había terminado la última
frase Adela cuando apareció la figura de un joven alto y bien parecido con una
amplia y calurosa sonrisa. En un ambiente emocional, cruzaron las miradas el
hijo y sus padres incapaces de
pronunciar palabra alguna. Julio y Adela no daban crédito a lo que estaba
sucediendo, sus cansados ojos le
estarían jugando una mala pasada y les parecía imposible tanto parecido del muchacho con su
desaparecido hijo.
Alejandro se lanzó a los brazos
de sus padres. Los tres formaban una piña, un racimo de amor, palabras
cariñosas que brotaban de sus corazones revolucionados.
—¡Soy vuestro hijo! –dijo con la
voz quebrada por la emoción—. Jamás pude sospechar que tendría esta sorpresa,
aunque al traspasar las montañas nevadas mi corazón se agitó revolucionando mi
mente que me anunciaba algún presagio embriagador.
Julio y Adela sólo acertaban a
decir reiteradamente ¡no puede ser! ¡no puede ser!
—Ahora sí creo en los milagros
–dijo Adela.
Lidia se unió al trío y abrió sus
brazos para enlazarse con él.
—Esta Navidad –anunció Adela—
será la más feliz de nuestra vida. Dios nos ha concedido dos hijos y un futuro
nieto que llenará de felicidad nuestras vidas, ¿verdad, Julio?
El viejo no pudo contestar.
Asintió con la cabeza y seguía llenando su cara de lágrimas de emoción.
Rufina López Hernández, nacida en Molina de Segura, puericultora, ha sido directora de Escuela Infantil hasta su jubilación. Ha publicado en diferentes medios de comunicación escrita, tanto prosa como poesía.
Otras aficiones que han jalonado su vida laboral son: uso de las nuevas tecnologías, amor y cuidado intensivo de los niños, lectura de autores clásicos y modernos, el cine, la música y algunos programas de la televisión, especialmente los que se relacionan con la sanidad, la educación y la cultura musical.
Con este relato ha querido contribuir al homenaje a una de las personas que han dedicado su vida al ejercicio y práctica de los valores de entrega a la familia, amor al prójimo y entereza en el fiel cumplimiento de las obligaciones cívicas.