(I)
No entiendo a la poesía,
pero ella sí me entiende:
Arde en sus pupilas la comprensión
iluminando unos ojos muy pequeños,
en comparación con la gran masa
que se extiende sin límite alguno:
Su cuerpo
reblandecido por la melancolía del aire
y cincelado por la soledad del hombre;
desfigurado por horas incandescentes
en las interminables lenguas del fuego,
prestas a convertir el furor del magma
en dóciles y bien aventuradas palabras
que alivien la suerte del desventurado.
(II)
Los poemas vuelan con sus alas rotas;
vienen de la luz para morir en el barro,
como si quisieran abrazar al aire.
Y su dulce canción se desnuda
en el agua tibia de los ojos;
devuelven el brillo a la mirada
y la simiente a la tierra fértil.
Vuelven con su música antigua,
en copiosas lluvias tempranas
que caen por valles y montañas,
abriéndose paso como los besos.
Llevan la confusión del mar
al cuerpo desnudo en el espejo,
que todavía recuerda un rostro.
(III)
Se abren las flores entre los párpados,
cuando entra su luz en el corazón.
La ilusión del tiempo es en la mirada
la perfección; una mampara de agua.
Es la rosa olvidada la ilusión del poema.
(IV)
Veo estambres crepitando en la vela
que gotea hacia arriba
las pausas e intermitentes gemidos
de animales fosilizados en tejidos.
(Los electrones iluminan la fracción cuántica de luz,
irradiada por el iris del ojo retorcido en un poema).
Veo cómo se deslizan los nutrientes
a través de los intestinos,
y cómo la sangre irradia su luz a los órganos
que palpitan al unísono
cuando las manos descansan en mi vientre.
Siento en mi lengua la corriente de la saliva,
y cómo las palabras irradian su luz en mis ojos
cuando escribo este poema.
(V)
Queda un manto de alfileres;
un deslumbrante mosaico
en los charcos de la sangre.
Qué densidad tan fría
en los fluidos.
Cuánto pesa el cuerpo
soñado por el alma.
(VI)
Ya la aguja incandescente atravesó mi lengua.
Ahora supura el azufre por el tejido epitelial,
cuando los ojos alcanzan a ser los senos
pero la boca aún se nutre, en la necesidad.
En la carne clavó su aguijón la poesía;
ella no comprende límites.
Raúl Muñóz González