Revista de creación literaria en busca de creadores del mundo
martes, 28 de febrero de 2017
lunes, 27 de febrero de 2017
El cuento de Ramón y sus retales
Sentado
en su silla de anea, que apoyaba en los
adobes calientes del horno, por donde manaba el aroma dulzón, blando, suave y
sedoso de los dulces navideños cociéndose con la leña de olivo seca, Ramón —El Nene
el Pañero, que así se apodaba— sintió como se desplomaba lentamente. Sus
brazos, como marionetas dependiendo de un sutil hilo, se desmoronaron; su
cuerpo se desvaneció moviendo las patas de la silla hacia ambos lados, para
después caer la silla al lado del cuerpo sin vida de Ramón, el cual, en sus
últimos momentos llegaban a sus oídos como cantos celestiales, las panderetas y
zambombas, cantando villancicos por las sendas de la huerta.
─No son fechas muy apropias para morirse —se dijo cuando estaba llamando a las puertas
del Cielo.
Ramón
tenía cincuenta años, había vivido en un mundo sencillo: sin preocupaciones,
sin riquezas, sin familia, pero..., tampoco echó nunca nada en falta. El
trabajo y su burro abisinio le bastaron para sentirse feliz. Su padre le enseñó
el oficio de pañero y este le bastó para no aprender ningún otro. Nómada por
vocación, recorría Murcia y provincia desde su infancia. En verano, dos piezas
de percal encima del pobre abisinio eran más que suficientes para venderlas en
los pueblos y caseríos más inhóspitos y lejanos de la provincia. En invierno,
otras dos piezas de paño negro hacían toda su mercancía. Cuando se le acababan
o, en fiestas muy señaladas como Navidades, retornaba a su barraca — una
barraca herencia de sus abuelos y reliquia para el bonachón Ramón. Él, se
henchía con dignidad y modestia del
patrimonio transmitido. Unas veces
encalando el horno, otras cubriendo de sisca nueva el sombrerillo de su
barraca. En su habita guardaba sus solemnes enseres: las piezas de género,
alguna olla, plato, cuchara y el burro abisinio trasportador de su
subsistencia. El horno moruno creado con atobas –adobes— era su jactancia, su
calidez de invierno, de él y de todo el vecindario amasando y horneando el pan
que guardaba en el arca y duraba meses y
meses. Los vecinos tenían el horno por suyo diciendo que era el mejor que había
por aquellos contornos. Tan orgulloso estaba Ramón de su obra, que a todos hacía partícipes de cómo él solo
hacía la masa del barro y la paja para revocar aquellos fragmentos que
guardaban tanto calor. Así que no era raro verle, siempre que estaba en su
barraca, apoyado a la pared de aquel cóncavo castillo en donde había puesto
toda su sapiencia.
Llamó
repetidas veces a la puerta que tenía delante de él sin ningún resultado. — No estarán —pensó— sin más, se sentó en una nube que pasaba por allí y que parecía tan cómoda como
su silla de anea. Así estuvo no sabía
cuánto rato hasta que oyó unos pasos lentos, cansados y lánguidos al otro lado
de la solemne puerta. Se levantó de la nube, se arregló la chaqueta de pana,
con los dedos se atusó el pelo esperando que franqueasen la entrada.
─Buenos días. Dijo San Pedro, sin poder darle
la mano por el gran paquete de llaves que llevaba.
─Güenos los tenga —respondió Ramón perplejo
ante tanta majencia.
─¿Quién eres tú? No tenía noticias que subiera
nadie para el Cielo.
─Oiga..., ¿esto es el Cielo? Despense
pero... yo no sabía onde venia.
─Déjale entrar a la antesala. Dijo una voz
suave y fraternal que se oía desde adentro.
─Señor, no lo tengo apuntado, posiblemente
será un error.
─Po..., si es un derror u denquivoco yo me
guervo pa mi güerta ¡eh!
─Venga, que haya paz, trataremos de darle la
mejor solución posible al descuido —contestó Dios acercándose donde estaban San
Pedro y Ramón.
Ramón,
si ya estaba perplejo ante San Pedro y todo aquel poderío, se quedó sin
racionamiento al ver la luz que emanaba de aquel Ser vestido de blanco y de
modales tan suaves. Sus ojos suministraban la paz, su boca anunciaba una
sonrisa tranquilizadora para el atolondrado Ramón, el cual ya no temía ni le
asustaba nada.
─Primero tienes que presentarte —dijo Dios,
dirigiéndose a Ramón.
─Güeno..., güeno si, despensen ostés ha sio tó
tan precepitao que...,
─No te preocupes, lo comprendemos ¿verdad
Pedro? Dijo Dios guiñándole un ojo a San Pedro.
─Si, si claro, —dijo este encogiéndose de
hombros como no discerniendo nada de lo que allí estaba pasando.
─Me
llamo Ramón —er Nene er Pañero m´apodan— soy e la güerta murciana onde nací y
por lo que veo tamién m´he muerto y…, por lo que paice he venio par Cielo.
─Bueno de eso hablaremos después, ahora tengo
que explicarte cómo y dónde vas a estar.
─Oste dirá, —contestó Ramón serenamente.
─Mira hijo, San Pedro no sabía que venias,
porque tú tenías que haber subido para el purgatorio, alguna distracción debe
de haber que enseguida aclararemos.
─Señor
desculpe, yo siempre juy gueno,
no hice daño a naide en toa mi vida. No juy..., muncho a misa, eso sí. Sólo cuando allegaba arbun puel—lo
y´arepicaban las campanas y, eso no era mu a menuo.
─No te preocupes no tienes faltas graves pero,
algunos retales sí que tienes.
─¡Retales! ¿Es que Osté conoce mi oficio?
─Claro hombre, yo lo sé todo. Sé que cuando te
pedían una vara de tela siempre sisabas algún palmo, y eso no está bien.
─
Pero..., yo no tengo la curpa de que las mujeres alleven las fardas más cortas,
ni que los zagales alleven los pantalones más ajustaos, —dijo Ramón a modo de
disculpa.
─No, tú no tienes la culpa, aunque, pensándolo
bien algo habéis contribuido todos los comerciantes ¿no crees?
─Señor con dos piezas e tela yo no pueo hacer milagros, —contestó ya con los nervios un poco desconcertados.
─No se trata de hacer milagros, se trata de no
hacer esos pequeños descuidos. Tú sabes, que de retales sale una pieza. Bueno,
ahora cálmate, ya verás cómo un tiempo en el purgatorio te hace purgar y reflexionar
tus faltas. Y levantando la mano, apareció un ángel con cara de cansancio, las
alas caídas y casi desplumadas.
─¿Qué quieres, Dios? ─Le dijo el querubín sin
ganas ni de verse él mismo.
─Quiero que acompañes a Ramón al purgatorio, y
yo te diré el tiempo que tiene que estar
allí.
Ramón miraba,
pero ni se atrevía a respirar del miedo
que le estaba entrando.
─Pero Señor, ─dijo el Ángel─ como no lo
mandéis al infierno, no sé otra cosa, en el purgatorio no cabe un alma más.
Los dedos de Dios, se meneaban nerviosos como
manojos de mariposas revoloteando sobre una nube muy larga que llegaba hasta un
recodo que hacía el Cielo, y exclamó.
─¡Pues nada hijo! Que te vuelves para tu
huerta. Tampoco es cosa de meterte al infierno. Así que aprovecha el tiempo que
estés en la tierra y cuando subas otra vez, a ver si hay algún lugar en donde
puedas encajar en consecuencia con tus hechos.
Ramón daba
saltos de alegría ante aquel acontecimiento tan inesperado. Y en una exhalación
volvió a sentir las panderetas y los villancicos que iban cantando por la
huerta.
Sentía
dolor de cuerpo y de cabeza mientras se
levantaba del suelo, los ojos los tenía húmedos, dos riachuelos de suspiros y
lágrimas surcaban como nubes mareadas por sus flácidas mejillas. Cogió la silla
a la que al caer, se le había roto una
pata y Ramón se metió dentro de su barraca pensando, ¿Qué le había ocurrido?
¿Confundía los sueños con la realidad…, o solamente fue un sueño? Ya dentro de su barraca, se miró en
un trozo de espejo que había pegado en
la pared y se asustó. Su cara tenía la semejanza de un sepulturero sombrío y
desencajado; se sintió tan trastornado
que se tumbó en un catre pequeño al fondo de la barraca, el cual le hacía de
dormitorio.
Los
años pasaban rápidos para Ramón, que desde aquella Navidad parecía
ser otra persona; hablaba mucho del Cielo, de los Ángeles y hasta de San
Pedro, aunque este no le había resultado muy simpático; le pareció más bien, un
poco despistado en su oficio, la verdad.
Ramón,
hombre de pocas palabras, reservado y meditabundo toda su vida, sólo se había
limitado a cortar retazos de tela, ahora daba agrado oírle hablar, principalmente
comprarle algún palmo de su mercancía.
Quien compraba una vara de género, él le ponía un palmo de regalo, esto le hizo
popular hasta en los más recónditos y lejanos pueblos de la provincia de
Murcia.
Aunque
viejo y cansado, con su burro abisinio por compañero, ajetreado y también viejo como él, comenzó la
temporada de invierno un año que aventuraba iba a ser frío. Hacía rutas
cercanas a su huerta como cada año por estas fechas, con la esperanza de
despachar tan pronto como pudiese, las dos piezas de paño como cada temporada.
Viendo que se acercaban las Navidades y le quedaba una pieza de género, pensó
salir ruta a Bullas y todos aquellos pequeños pueblos donde poder vender la
mercancía. Sin pensárselo dos veces cogió sus aperos y se puso en marcha como
lo había hecho otras veces.
Iba
vendiendo bien el género, saltaba de contento pensando en venderlo pronto para
regresar a su huerta y descansar. A mitad del camino comenzaron a caer unos
copos de nieve poniéndose blancos todos los senderos del campo por donde circulaba. Esto le impidió
llegar tan pronto como soñaba. Lo pensó mejor y se resguardo en una casa en
ruinas que se encontraba próxima. Acurrucado sobre su manta mulera, y junto a
su burro abisinio, decidió volverse a su barraca en cuanto dejase de nevar.
Pero el sueño le venció y pasó allí la noche. A la mañana siguiente, cuando se
despertó, vio que había dejado de nevar. Hacía un frío que helaba hasta el
pensamiento, decidió recogerlo todo y llegar antes que se hiciese de noche.
Tampoco le importó no haber vendido todo el paño.
Ya
tenía su burro cargado y casi en marcha cuando cerca de la ruinosa casa vio venir
un niño, de unos siete u ocho años; se quedó parado y perplejo pensando el frío
que estaba pasando la criatura.
─Zagal
¿onde vas con este frío? ─Le preguntó Ramón.
─Voy
hacia mi casa. —Le contestó el niño haciendo ademanes de tener mucho frío.
─¿Y vives mu lenjos? —Le dijo Ramón cogiéndole
las manos para calentárselas
─No, no vivo lejos. Mi casa está cerca,
pero..., tengo que llegar.
─Probe crío, ven pacá onde está el burro ¡y no t´asustes qu´er
burro no hace ná! Y cogiendo al niño lo metió al trozo de casa donde ellos, el
burro y él, habían pasado la noche. Lo
tapó con la manta que le había servido
de abrigo e intentaba que entrase en calor.
El niño tenía la piel morena como si se hubiese tostado por un sol
sedoso y brillante, unos ojos oscuros y
profundos le miraba sin decir palabra.
Ramón sacó la pieza de paño comenzó a
tirar de ella. Cuando hubo terminado levantó a la criatura y comenzando a
cubrir su cuerpecito con tanta habilidad como lo hubiese hecho un sastre; le
tapó hasta las piernas sin dejar ni una pequeña abertura por donde le pudiese
pasar el frío.
─¿Estas
calentico? —Preguntó Ramón orgulloso de su obra.
─Sí,
estoy muy caliente, Dios se lo pague, —dijo el niño con una sonrisa que le
iluminó el semblante.
─Anda, allega prontico a tu casa que yo me
güervo tamién pa la mía. Y cogiendo a su burro comenzó a andar. Dándole un sobresalto, se paró y miró al niño
que también había seguido su camino. Oye
zagal ¿cómo te llamas?
─Me
llamo Jesús, y tú te llamas Ramón ¿verdad?, —el niño siguió andando vereda
adelante.
─Jodios
críos, lo despabilaos que son, que to lu saben abora —se quedó pensando durante
todo el camino Ramón.
Al
llegar a su barraca vio que de su horno salía humo, y por la huerta sonaban las panderetas y los villancicos.
Pensó que era Navidad, y que él estaba otra vez en su huerta. No había pensado
que el camino se le hiciese tan corto. Sin embargo allí estaba de vuelta sin
saber ni cómo había llegado. Ató el burro y deshizo el escueto equipaje que
traía. Se sintió satisfecho pensando que el paño le había venido justo. Cogió
la manta mulera de la noche anterior, la dobló, la puso al lado del horno y se
sentó en ella. Entre el calor que despedían los adobes y los últimos rayos de
sol dándole de pleno, se quedó dormido.
En este
momento sintió que una mano pequeña y cálida se apoyaba en la suya; quiso abrir
los ojos, pero no pudo, los rayos de un
sol cegador se lo impedían. Sintió que dos finas hebras doradas acariciaban su
cuerpo y abrió los ojos. En ese momento vio al niño que esa misma mañana había vestido con el paño que le quedaba. El
Niño lo cogió de la mano y le hizo mover sus piernas hacia los dorados hilos
que bajaban del Cielo. Él se dejó llevar al sentir que su cansancio había
desaparecido, sentía paz y alivio, descubría que cada vez podía abrir mejor los
ojos. Ya no le cegaba nada. Su cuerpo se mecía como en un lecho mullido, se
dejó transportar guiado por la ensoñación.
De
nuevo se dio cuenta que estaba delante
de aquella puerta que, hacía años también había estado: llamó y miró para ver
si pasaba alguna nube cerca para poder sentarse como la otra vez, pero no le
hizo falta, la puerta se abrió enseguida y San Pedro, como siempre cargado sus
pesados llavines, le recibió.
─¡Hola
Ramón! —Le dijo muy amable San Pedro.
─Güenas
San Pedro, —contestó éste casi en voz baja y atolondrada.
─¿Con
quién hablas, Pedro? —Se oyó una voz desde dentro del Cielo.
─Con
Ramón, ese hombre que vino hace años…,
que hablaba, según me dijo Usted, en panocho y que era de la huerta de
Murcia ¿no se acuerda de él Señor? —Dijo no queriendo dar más explicaciones San Pedro.
Entonces el Señor apareció en la puerta y le tendió
la mano para que pasase dentro.
─Güeno
po..., abora sí que me paice que s´acaba aquí er cuento, porque a mí no me quea
mas tela, —dijo Ramón, sin saber ni para dónde dirigirse.
─No te preocupes, contestó Dios con una risa
que San Pedro tuvo que reír también.
─Y..., ¿onde me allevaran abora? ¿Ar
purgatorio u ar infierno? Dijo Ramón casi temblado.
─No Ramón, ahora te quedas aquí conmigo en el
Cielo. Te dije en una ocasión que el Cielo no quiere retales, y tú has sabido
hacer piezas enteras. Cuando te quedó un retal lo empleaste en vestir a Jesús,
ese Jesús que nace desnudo cada
Navidad, para que personas como tú lo
vistan. Así que pasa y te enseñaré lo que es Navidad todos los días del año.
Ramón
ufano y contento, vio como San Pedro cerraba tras ellos las puertas del
Cielo.
Teresa Hernández Martínez
viernes, 24 de febrero de 2017
Ojerosa y pintada, de Agustín Yáñez (Reseña nº 803)
Ojerosa y pintada
Drácena Ediciones, 2016
La vida en un táxi por la ciudad de México DF para descubrirla, o redescubrirla, tal vez eso ya justifique la reedición de esta novela.
No nos dará mucho tiempo el autor para conocerla, no sólo a la ciudad, sino a los personajes, marginales, transversales, altos, bajos, poderosos, descastados, ... que pululan a lo largo de esas horas por ella, y que utilizan el servicio del taxi.
Conversaciones, monólogos, pocas veces escucharemos al taxista hablar, ya que él no es el protagonista, sino que lo es el táxi-ciudad, y, dentro de él-ella, toda esa jauría de personajes que nos muestran las miles de facetas que tiene la ciudad que recorremos sin detenernos.
Un castellano diferente, enriquecido en las letras del autor, en las voces de unos ficticios personajes que parecen tan reales como cada momento, cada parada, cada nuevo precio de la carrera.
Ojerosa y pintada es una novela coral de una urbe que hoy cuenta con millones de habitantes.
Francisco Javier Illán Vivas
jueves, 23 de febrero de 2017
Selección poética de Ivory
I
EL AMOR DE MI VIDA
El cuerpo me pesa
y los sentimientos
en el corazón
se me amontonan
por ti,
mi amor,
te aseguro que no voy a ser capaz
de continuar mi camino
cuando el día de mañana
te ausentes
y no te vuelva a ver,
y no vuelva a recibir abrazos
de esos tan mágicos
que me fortalecen
como sólo los que tú me das.
Nuestros ojos no se habían visto
cuando tú ya habías empezado
a quererme con todo tu ser,
eres esa persona
que siempre ha estado
y que siempre estará.
No soporto verte mal,
no soporto que la cruel vida
te consuma poco a poco,
que cada día te hundas más,
no lo soporto,
porque aunque no lo sepas
me preocupo por ti,
más de lo que imaginas,
y te quiero mucho más
de lo que crees.
Es por eso que estos versos
van dedicados a ti,
porque tú eres y serás
siempre
el gran amor de mi vida,
pase lo que pase,
sabes que aquí tienes
a tu hija poeta
capaz de hacerte sonreír
con cualquier tontería
de esas de las mías.
Te quiero mamá.
II
QUIÉREME
Abrázame
todo el tiempo que sea necesario
para que te des cuenta
que aquí estaré
a pesar de todo.
Bésame
cuando el silencio nos inunde
y no tengamos nada que decir.
Arrópame
en esas noches
en las que sólo se escucha
el viento feroz
que sin piedad
arrasa allá por donde va.
Quiéreme
con todos los pros y contras
que pueda tener.
Nadie nace perfecto
al igual que tú y
al igual que yo.
Sólo pido que me quieras
como yo te quiero a ti,
siendo una persona
tan perfectamente
imperfecta.
III
HAY QUIEN DICE
Hay quien dice
que soy como la luna
con todos sus adjetivos,
grande y misteriosa,
risueña y bailarina,
a veces hasta cantante.
Hay quien dice
que soy como un lobo
y su aullido con la luna llena,
un reflejo
en el mar transparente,
una ensoñación
de muchos niños,
la inspiración
de los grandes poetas,
la guía del camino
en pleno bosque oscuro.
Hay quien dice
que soy como la luna
con todos sus adjetivos,
pero no tienen ni idea,
yo sólo soy luna.
IV
IDIOTAS
Me dueles tanto
y a la vez tan poco
que pensar en ti
me produce escalofríos.
Qué quieres que haga yo
si mi único pecado
fue pensarte
día sí y día también.
Qué quieres que te diga
si lo único que quiero
es no obligarte a nada
y que seas feliz.
Ninguno de los dos
ha cometido ningún fallo,
aunque puede
que nuestro único delito
sea el de habernos querido
durante tantos días.
Y ahora,
mírate
y mírame.
Los dos sufriendo
como un buen par
de idiotas.
EL AMOR DE MI VIDA
El cuerpo me pesa
y los sentimientos
en el corazón
se me amontonan
por ti,
mi amor,
te aseguro que no voy a ser capaz
de continuar mi camino
cuando el día de mañana
te ausentes
y no te vuelva a ver,
y no vuelva a recibir abrazos
de esos tan mágicos
que me fortalecen
como sólo los que tú me das.
Nuestros ojos no se habían visto
cuando tú ya habías empezado
a quererme con todo tu ser,
eres esa persona
que siempre ha estado
y que siempre estará.
No soporto verte mal,
no soporto que la cruel vida
te consuma poco a poco,
que cada día te hundas más,
no lo soporto,
porque aunque no lo sepas
me preocupo por ti,
más de lo que imaginas,
y te quiero mucho más
de lo que crees.
Es por eso que estos versos
van dedicados a ti,
porque tú eres y serás
siempre
el gran amor de mi vida,
pase lo que pase,
sabes que aquí tienes
a tu hija poeta
capaz de hacerte sonreír
con cualquier tontería
de esas de las mías.
Te quiero mamá.
II
QUIÉREME
Abrázame
todo el tiempo que sea necesario
para que te des cuenta
que aquí estaré
a pesar de todo.
Bésame
cuando el silencio nos inunde
y no tengamos nada que decir.
Arrópame
en esas noches
en las que sólo se escucha
el viento feroz
que sin piedad
arrasa allá por donde va.
Quiéreme
con todos los pros y contras
que pueda tener.
Nadie nace perfecto
al igual que tú y
al igual que yo.
Sólo pido que me quieras
como yo te quiero a ti,
siendo una persona
tan perfectamente
imperfecta.
III
HAY QUIEN DICE
Hay quien dice
que soy como la luna
con todos sus adjetivos,
grande y misteriosa,
risueña y bailarina,
a veces hasta cantante.
Hay quien dice
que soy como un lobo
y su aullido con la luna llena,
un reflejo
en el mar transparente,
una ensoñación
de muchos niños,
la inspiración
de los grandes poetas,
la guía del camino
en pleno bosque oscuro.
Hay quien dice
que soy como la luna
con todos sus adjetivos,
pero no tienen ni idea,
yo sólo soy luna.
IV
IDIOTAS
Me dueles tanto
y a la vez tan poco
que pensar en ti
me produce escalofríos.
Qué quieres que haga yo
si mi único pecado
fue pensarte
día sí y día también.
Qué quieres que te diga
si lo único que quiero
es no obligarte a nada
y que seas feliz.
Ninguno de los dos
ha cometido ningún fallo,
aunque puede
que nuestro único delito
sea el de habernos querido
durante tantos días.
Y ahora,
mírate
y mírame.
Los dos sufriendo
como un buen par
de idiotas.
Tania Fernández (Ivory) nace en Madrid en 1999, aunque se considera zamorana, más concretamente de la Comarca de Aliste, en donde afirma que medio corazón se encuentra alli. El otro medio está en San Pedro del Pinatar, Murcia, lugar donde vive actualmente cursando 1º bachillerato de humanidades.
Pese al continuo agobio y estrés de los estudios, esta poeta saca tiempo de donde sea para escribir unos versos, no siempre a la misma hora, puesto que, según ella, nunca se sabe cuándo le hacen su visita las Musas.
Pese al continuo agobio y estrés de los estudios, esta poeta saca tiempo de donde sea para escribir unos versos, no siempre a la misma hora, puesto que, según ella, nunca se sabe cuándo le hacen su visita las Musas.
miércoles, 22 de febrero de 2017
IV Premio internacional de poesía Covibar-Ciudad de Rivas
IV PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA COVIBAR-CIUDAD DE RIVAS
La Cooperativa Covibar y
Ediciones Vitruvio convocan el «IV Premio internacional de poesía
Covibar-Ciudad de Rivas», con la organización de la Asociación Cultural «Letras
Vivas» y la colaboración de la Asociación de Escritores de Rivas.
BASES
1. Podrán participar poetas de
cualquier nacionalidad y edad. La participación en esta convocatoria implica la
total aceptación de sus bases.
2. Los originales presentados
serán inéditos, entendiendo como tal que estén libres de derechos y que la
mayor parte de sus poemas no hayan sido publicados. Deberán estar escritos en
lengua española y tener una extensión apropiada para conformar un libro de
poesía, no deseando la organización imponer un número estricto de versos mínimo
ni máximo.
3. Los originales se presentarán
por triplicado acorde a los siguientes requisitos: cosidos o encuadernados y
mecanografiados en letra de cómoda lectura (recomendado: Arial o Times New
Roman).
4. El Premio internacional de poesía
Covibar-Ciudad de Rivas se adjudicará mediante el sistema de plica cerrada. Los
originales, en cuya portada aparecerá sólo el título de la obra, deberán ir
acompañados de un sobre cerrado opaco en cuyo anverso se encuentre ese mismo
título y que contendrá los datos del autor: nombre, apellidos, edad, dirección
(tanto física como electrónica) y teléfono, así como una breve reseña
biográfica literaria. Dado que el premio se caracteriza por su absoluto rigor y
limpieza, los originales no deberán mostrar elemento alguno en su forma o
contenido que permita averiguar la identidad del concursante, lo que implicaría
la descalificación inmediata.
5. El plazo de admisión de
originales comenzará el 03 de marzo de 2017 y terminará el 30 de abril de 2017.
Se considerarán válidos los matasellos dentro de la fecha límite. Las obras
pueden ser remitidas por correo, o en persona, a una de las siguientes direcciones:
CENTRO SOCIAL COVIBAR, Avenida del Deporte s/n. 28523. Covibar-Pablo Iglesias.
Rivas Vaciamadrid. Madrid; o EDICIONES VITRUVIO, Calle Menorca, 44. 28009.
Madrid. En el sobre siempre deberá indicarse: "Para el IV Premio
internacional de poesía Covibar-Ciudad de Rivas".
6. Ediciones Vitruvio designará
un jurado formado por especialistas de reconocido prestigio. El fallo, que será
inapelable, se hará público entre los meses de mayo y junio: se dará a conocer
a los medios de comunicación y, con anterioridad, al autor galardonado.
7. Se establece un premio único
consistente en la publicación del libro por parte de Ediciones Vitruvio en su
colección Baños del Carmen.
8. Los originales no serán
devueltos y serán inmediatamente destruidos tras el fallo. No se mantendrá
comunicación ninguna con los autores.
martes, 21 de febrero de 2017
lunes, 20 de febrero de 2017
Una Navidad en blanco y negro
Cuando flaqueaba, cerraba los
ojos y pensaba en el arco iris.
Cómo si fuera una orden, los tres
niños imitaron el gesto que hacía su abuelo. Bajo los párpados, intermitentes
luces de colores provocaron la risa del que se sentaba en el centro.
―¡Lo veo abuelo! ¡Veo el arco
iris!
―Calla tonto― dijo el hermano que
le seguía en edad y se sentaba a su lado en el suelo dándole un codazo― Son las
luces del árbol de navidad. Por la noche no hay arco iris ¿verdad Manuel?
Manuel les miró. Los pequeños
siempre acudían a él cuando no se ponían de acuerdo para que en su sabiduría de
hermano mayor, zanjara en uno u otro sentido la disputa, algo que a sus doce
años le llenaba de orgullo.
―Claro que no enano, el arco iris
necesita agua de lluvia y rayos de sol― repuso él con la paciencia de quien
enseña al que no sabe, bien por ignorante, como su hermano Paco, o por
pequeñajo, como Miguel.
―Pues ahí estás equivocado
Manuel― la boca de los hermanos se abrió en un círculo perfecto por la
sorpresa.
―Pero abuelo…
Manipuló la pipa con dedos
hábiles, llenó la cazoleta, prensó el tabaco… pero no la encendió. Hacía varios
años que dejara de fumar y no lo echaba de menos. No señor. Más no ocurría lo
mismo con el suave aroma que dejaba el tabaco en la habitación. Ninguna vela
aromatizada podía igualar el olor dulzón que desprendía.
>> No detenía el paso―
continuó con la historia, sin atender la protesta de su nieto― pues la
distancia es siempre relativa, y aunque en algunos tramos la lejanía era
evidente, en otros, sentía en su cogote el cálido aliento del maligno, que
ocultaba bajo piel de cordero, su negra entraña.
Lo había prometido. ¡Y albricias
que lo cumpliría! Aún sabiendo, como de cierto sabía, que era muy probable que
jamás regresara a su hogar.
Añoró la casa que cercana al río,
quedó llorando su ausencia. Se vio de niño ayudando a su padre a construirla,
el hueco excavado junto al sauce y a Pigmalión, el mastín de la familia,
llorando sobre la tumba… La recordó a ella, perdida en medio del bosque, su
confusión al verla, la creencia de encontrarse frente a un hada, de esas que su
madre dibujaba con hermosas frases, mientras le conducía por la vereda del
sueño…
No fue sino al acercarse cuando
se hicieron evidentes los rasguños que las ramas provocaban en su piel al
agitarse. Protegía el rostro con mechones de cabello y con los brazos. Brazos
enrojecidos por la sangre que empezaba a coagularse.
Ordenó que se detuvieran.
Árboles, arbustos e incluso pequeñas flores que mordían sus tobillos, lo
hicieron en el acto. Sólo el almendro ignoró el mandato y lanzó un puñado de
frutos que alcanzaron en algunos puntos el cuerpo agazapado.
Repitió la orden, acompañando las
palabras con una mirada firme. El último acto de rebeldía por parte del
almendro, un único fruto que cayó a escasos centímetros de su pie.
La ayudó a incorporarse, no era
ni tan hermosa, ni tan joven, adolecía también de esas alas brillantes que
suponía a las de su género; pero tenía la mirada limpia y gratitud en los
labios. No necesitó nada más para abrirle las puertas de su casa y ofrecerle
hospitalidad.
Curó sus heridas con ungüentos
tradicionales que el boca a boca había ido dejando en herencia a los
descendientes de su familia. Pero la mejoría era demasiado lenta, adormecida la
mayor parte del tiempo poco más podía hacer que deslizar por sus resecos labios
un paño mojado en agua clara y hacerla ingerir pequeñas cantidades de frutas
machacadas cuando por escasos minutos parecía recobrar la consciencia.
Los días se iban sucediendo. El
bosque cerraba filas en torno a la cabaña, las ramas de los árboles más
cercanos golpeaban con furia los cristales. La hiedra, se colaba entre el
quicio de la ventanas. Nunca la naturaleza se había ceñido de manera tan férrea
al pequeño reducto de terreno en que se ubicaba su hogar. Aquella desconocida
que descansaba en la cama debía ser pieza importante en aquella manera de
actuar. Confirmando sus pensamientos, el naranjo mandó una horda de frutos
sobre el tejado colándose uno de ellos en el interior.
Los días pasaban en aquel
duermevela de las horas que parece no avanzar ni retroceder. Pero el tiempo
seguía su curso. La tímida luz se colaba por los escasos resquicios que
encontraba entre la vegetación y fue la encargada de avisarle. Se levantó con
trabajo de la silla que ocupaba desde hacía semanas, ésta había adoptado su
forma y se aferraba a él en un intento de que no se alejara del objeto de sus
desvelos. Hubo de luchar contra la separación y el remordimiento por abandonarla
a su sueño, pero desde el exterior sonaba el canto de sirenas que le invitaba a
respirar fuera de esas cuatro paredes. Le costó abrir la puerta, la hiedra
servía de cerrojo cuya llave era un forcejeo que dejó algunas ramas en el
suelo. Le recibieron los abetos cubiertos de luces que anunciaban la llegada de
la Navidad, y él no había podido disfrutar de sus preparativos. Pensó que el
reclamo del bosque era el abandono al que le había condenado desde la llegada
de la mujer ¡Qué equivocado estaba!
El manto que cubría la tierra
crujió bajo sus pies. Se arrodillo acercando el oído. Necesitaba escucharla;
siempre fue generosa mostrándole el camino cuando se sentía perdido. A cambio,
él la cuidaba y protegía de todos aquellos que querían herirla.
Quería la tierra hablarle, como
en tantas ocasiones, de su temor al fuego; de los ríos que desaparecían al
desviar los cauces para construir sobre ellos; de centenares de hectáreas
arrasadas por la ambición del hombre. Aquella mujer… ¡Maldita y mil veces maldita!
Mentirosa y zalamera obligó a los dioses del agua, bajo promesas de amor que
nunca cumpliría, a vaciar el océano. Y cuando la tierra a su alrededor se
volvió yerma, huyó despavorida ante la desgracia que su deseo había provocado,
sembrando el desierto a su paso.
Todo eso le contó la tierra, con
el frío glacial de la nieve traspasando su cerebro. Sólo la destrucción de
quien tanto mal había causado, haría a los dioses recuperar su poder y llenar
de nuevo los mares y océanos. Allí quedaban ellos, pequeño reducto fértil en
medio de un páramo estéril. Únicos soldados en una batalla en que suplirían con
coraje y valentía, incluso con malas artes si de frente no pudiera ser, la
escasez de efectivos destinados a luchar.
Codazos disimulados entre los
niños y risas ahogadas fueron la respuesta a ese comentario, para decepción del
abuelo que esperaba un poco más de entusiasmo ante lo que consideraba era una
de las mejores partes de la aventura.
―¿Qué os hace tanta gracia?
Si quería reconducir el cuento,
no le quedaba más remedio que saber y eliminar aquello que no les resultaba lo
suficientemente atractivo como para seguir prestando atención.
⪢
Ningún general se echa a reír en medio de la batalla jovencito― dijo
dirigiéndose al mayor de sus nietos por considerarle instigador de esa
rebelión― Mandar a las tropas es un asunto muy serio y si no estás capacitado
para hacerlo mejor renuncias y le dejas tu cargo a Paco que estoy seguro sabrá
cómo conducir su ejército a la victoria.
Surtieron estas palabras el
efecto deseado. Paco enrojeció al pensar que su abuelo le consideraba lo
bastante importante como para llevar a buen puerto esa complicada misión.
Salvar la Tierra nada más y nada menos, de los desiertos que amenazaban con
arrasarla. Ufano, afirmó con la cabeza dando a entender con ese gesto, que él
estaba dispuesto a lo que fuera necesario.
Por su parte Manuel, se removió
molesto. Él era el mayor, él tenía el mando y le demostraría a su abuelo que si
le daba una nueva oportunidad, conseguiría vencer a la malvada mujer que con
malas artes, había querido destruir el planeta.
―¡Claro que no abuelo! Yo lo
haré― y al ver la decepción en el rostro de su hermano añadió― Pero necesitaré
de vosotros para conseguirlo ¿Querréis ayudarme?
Los pequeños empezaron a hablar a
la vez. Involucrar a los chicos había sido una buena idea por eso, dirigiéndose
a Manuel le dijo:
― Ponga orden General― Manuel se
esponjó ante la mirada envidiosa de sus hermanos― Y dígame ¿usted qué haría?
De nuevo el parloteo llenó la
habitación, al abuelo no le quedó más remedio que pedirles silencio para poder
continuar. En la esquina, el abeto aceleró la frecuencia de las luces, parecía
comprender que las coníferas tendrían un papel destacado en aquella historia.
⪢La
hiedra, había aprovechado su diálogo con la tierra para avanzar. Cuando él,
alertado por ese sexto sentido tan característico a las mujeres pero que
nuestro protagonista también poseía y sofocado ante una prisa que la escasez de
metros no aconsejaba llegó al interior, la encontró anudada alrededor de su
cuello. El rostro antaño casi transparente, se tornaba azulado ante sus ojos.
Nunca mutiló planta a propósito, pero esta vez tenía la obligación de hacerlo
aunque con ello condenara a la sequía al resto del planeta. Aquella mujer,
aunque la vegetación no lo entendiera, era la clave para calmar su sed, y su
destrucción solo traería una victoria ficticia y poco duradera. ¿Qué cómo lo
sabía? Pues… Porque lo sabía y punto.
Los niños sonrieron.
Se replegó el bosque enfadado por
no poder contar con él como aliado. Trató de explicarles el motivo pero
enmudeció la tierra y los sonidos de los árboles se volvieron incomprensibles.
Desde ese momento, se había convertido en su enemigo. No todos estuvieron de
acuerdo.
Tal vez fuera porque andaban
cercanas las fechas navideñas y de siempre se ha dicho que es época de ayudarse
y perdonar, pero los abetos, con susurros que no provocaba el viento,
dialogaron en su lengua desconocida también para el resto de la vegetación,
pues a la común, se unían pequeños dialectos que aunque apenas se utilizaban
eran conocidos por los miembros de una misma especie. El más menudo se erigió
jefe, su cercanía al suelo le permitía comunicarse mejor con el atribulado
hombre. Las alternas luces que embellecían la especie, se iluminaron todas a
una logrando llamar su atención, quien sería portavoz envolviéndole con sus
ramas le había advertido del peligro que acechaba a la mujer y ahora, ya a
salvo, le reclamaba de nuevo haciendo brillar la estrella que le coronaba. Él
hombre se acercó sin perder de vista el lecho, temía que si no vigilaba, alguna
planta más podría acercarse a ella con intención de dañarla.
―Hay una manera de salvarlas.―
susurraron las hojas entre luces.
―¿Salvarlas?― comprendió que
hablaba de la mujer y de la Tierra― Haré lo que me pidáis.
―Debe perder lo más hermoso que
posee y tú decidirás de qué se trata. Puede ser algo físico o espiritual, tú
decides. Pero hazlo bien pues el atributo que le niegues nunca más le será
devuelto.
El pecado cometido era grande, y
grande habría de ser la penitencia. Así lo entendía el hombre, que aunque
compasivo, era consciente del alcance de mala actuación. Lo más hermoso de
aquella mujer era su cabello, el mismo que junto con los brazos trataba de
proteger la cabeza del ataque de las plantas.
―No puedo hacerlo.― imaginaba
como se sentiría al despertar y verse despojada de aquel adorno.
―Hazlo― dijo el abeto imperativo
presintiendo sus dudas― o todo quedará reducido a arena. También ella.
―Me odiará cuando lo descubra.
―Nunca despertará si no lo haces.
Cargarás con su culpa, tuyo será su castigo. Y también serás culpable de
nuestra destrucción.
Aturdido obedeció al árbol sin
saber muy bien si era lo correcto. Por un lado creía ciegamente en sus
palabras, necesitaba aferrarse a una esperanza por abstracta que esta fuera,
pero por otro, escuchaba sin palabras las súplicas de la mujer que sollozaba en
silencio para que no lo hiciera. Tenía que afrontar la decisión, acertar o
equivocarse, rezó para que no fuera lo segundo. Cogió unas tijeras y sin orden,
empezó a dejar caer los largos mechones, cuando vio la cabeza mal trasquilada
lloró lágrimas de dudas, pues así, sin la protección del cabello, dejaba al
descubierto toda su hermosura.
Le instó el abeto a recoger el
pelo empapado en lágrimas y a viajar en pos del arco iris. No era seguro, pero
si lo alcanzaba, quizás los esquivos colores querrían ayudarle mostrando la
manera de romper el maleficio y consiguiendo que los dioses del agua
recuperaran su poder, restableciendo el orden normal del universo. No debía
preocuparse por ella, estaría bien pues el resto de vegetación había prometido
no atacarla mientras él estuviera ausente cumpliendo la misión. Para no
sentirse solo, le acompañaría uno de los abetos cuya juventud le hacía lucir
más adornos navideños y una pequeña flor de pascua.
En ese camino pues se hallaba el
hombre, en pos del arco iris que se mostraba ante él y se alejaba de forma
caprichosa, marcándole una desenfrenada carrera, pues el tiempo se agotaba
“Hasta la medianoche de la Nochebuena, en el mismo momento que el reloj marque
el primer minuto del día de Navidad, todo estará perdido”. Y ya había recorrido
tres de los seis días que le separaba de aquella fecha sin conseguirlo. Pero él
no descansaba, ni se rendía. Cuando las fuerzas flaqueaban, cerraba los ojos y
pensaba en el arco iris y entonces lograba que el fétido aliento de aquella
criatura que le perseguía, por unos segundos desapareciera.
Al paso de los días las hojas más
bajas del abeto se habían ido secando, las luces brillantes que colgaban de sus
puntas se apagaban. La flor de pascua languidecía con el calor, ya no se sentía
con fuerzas de hacerles ameno el camino con historias repletas de sonrojos y
púrpuras. Apenas le quedaban dos o tres hojas encarnadas, el resto de puro
amarillas se confundían con la arena del desierto que agotados atravesaban.
Pocas fuerzas les restaban, al quinto día y tras un nuevo juego del esquivo
arco iris, la última hoja de la flor cayó a sus pies, era de un rojo encendido
y sin embargo, inexplicablemente se había desprendido del tronco. La cogió con
cuidado y la introdujo en la vasija donde almacenaba cabello y lágrimas. Un
trocito más de ese viaje que cada vez tenía menos retorno. También el árbol
flaqueaba, la única luz que le quedaba era la grandiosa estrella de la copa,
temiendo que tampoco resistiera, le pidió al hombre que la guardara, pero no en
la vasija, donde no se vería, sino en uno de los bolsillos, de esa manera,
cuando el orgulloso árbol quedara vencido sobre la tierra, la estrella le
podría guiar. Si esperaban a que eso sucediera para cogerla, sería demasiado
tarde y perdería su resplandor, al igual que lo habían hecho el resto de los
adornos. “Los abetos no nos rendimos. Y menos en Navidad” dijo. Y pudo dar fe
de ello. Aguantó hasta la amanecida del último día y allí quedó inerte. El
hombre, tras rascar algunas partes de la corteza, que dieran testimonio de que
también él había sido compañero en aquella peligrosa misión, la guardó con los
demás objetos. Y solo, añorando su casa, temiendo por la mujer, llorando a sus
compañeros, avanzó dispuesto a agotar el plazo concedido por el bosque.
El atardecer se cernía denso,
todavía había tiempo. La medianoche aún tardaría en llegar. Sacó la estrella
del bolsillo, ver mitigada la oscuridad le hizo sentir un poco mejor. A lo
lejos… Sí, parecía que a lo lejos se fundían los colores, aceleró el paso
aunque sabía que su destino jugaba con él moviéndose a su antojo. La hora se
acercaba y nunca llegaría hasta él. Era tan hermoso verlo allí, distante e
inalcanzable. No salvaría la Tierra pero tampoco sus ojos la verían convertirse
en un erial. En su pupila quedaba aquella hermosa visión para siempre.
Con las manos empezó a cavar a
sus pies, fue tarea complicada, pues no poseía herramientas para ayudarse y en
contra de lo que se pueda pensar, la arena del desierto no es fácil de horadar,
se niega a ser separada, se escurre hasta rellenar de nuevo los pequeños espacios.
Son cómo esos elementos opuestos que se atraen. Cercana ya la medianoche,
campanadas con cada latir del corazón, dejó la vasija en el hoyo, a punto de
apagarse la estrella la colocó junto a los otros objetos en el interior. No más
lágrimas de dolor, no más lágrimas de derrota. No pudo vencer pero no sería su
llanto los que cantaran los romances.
Enterraría la vasija y la
cubriría con su cuerpo, a modo de cápsula de un tiempo pasado que no fue mejor.
Arrojaba arena encima del recipiente cuando el lejano arco iris se situó sobre
su cabeza quizás consciente del papel tan importante que desempeñaba en aquella
historia y viendo en ese final, el de un hombre confinando sus tesoros a la
tierra, que no se trataba de un juego, acortando distancias hasta él para ofrecerle
su ayuda. El hombre dejó de sentir el aliento que durante todo el viaje, no
había dejado de pisarle los talones y se tornó brisa fresca. El arco iris
iluminó el cielo, regresaron las nubes y millones de gotitas en forma de lluvia
cayeron sobre él, que empapado, como recién salido de una bañera, comenzó a
reír. Había llegado el momento de desandar los pasos y regresar a su hogar.
Los niños empezaron a aplaudir
contentos de que la Tierra se salvara. Miguel, lanzó algunos vítores al aire
que fueron secundados por sus hermanos. Aquella lluvia, llenaría de nuevo los
ríos y los mares. Volverían los océanos, resurgiría la hierba y llegada la
fecha volverían a tener en su salón, un precioso abeto de navidad.
Abuela entraba en la sala, había
esperado a que su marido terminara el relato, se les veía tan felices
compartiendo ese momento… Paco fue el único que la vio, los mayores andaban a
la gresca discutiendo si aquel hombre de la historia había actuado bien o mal.
No se ponían de acuerdo, sobre todo porque Manuel se estaba divirtiendo
demasiado llevándole la contraria a su hermano menor, y Miguel estaba tan
obcecado, que sin atender las palabras del mayor, decía a todo que no a modo de
respuesta. Ese era el motivo de que sólo el más pequeño se diese cuenta de su
entrada. El pulcro y cardado cabello de la abuela no estaba, en su lugar un
pañuelo de color rosa se anudaba a su cabeza. Iba a decirlo, tiraba ya de la
manga de Manuel para llamar su atención, cuando abuela se llevó un dedo a los
labios instándole a callar. Aquel sería su secreto.
―¿Cuál será la próxima aventura
abuelo?― preguntó Miguel curioso después de que el abuelo lograra poner orden.
―Eso, eso. ¿Qué historia nos
contarás la próxima navidad?
Todos los años, terminado el
cuento navideño que servía de pistoletazo de salida a las fiestas, la abuela
proponía una nueva historia que él tardaría un año entero en completar. Los
niños miraron a la mujer esperando.
―¿Qué os parece un mundo donde
haya más gatos que niños?
― ¡Bieeeeeen!
Los tres niños estaban
encantados. Ese cuento prometía ser aún más emocionante que el que acababa de
terminar.
Se pusieron en pie, era hora de
dormir. Al día siguiente sería Nochebuena y entonces tendrían permiso para
quedarse levantados hasta tarde, pero hoy no. Eran las diez y la abuela era muy
estricta con los horarios. Les acompañaron al piso superior, les arroparon con
el nórdico y tras besar sus frentes con cariño, bajaron a la sala. Él, siempre
caballero, atizó el fuego y la cubrió con una manta.
―Cada año me lo pones más
difícil― se quejó el hombre.
La abuela le hizo un guiño a la
par que sonreía. Adoraba a aquel hombretón de corazón noble que tenía por
compañero. Afuera, cruzó el silencio un fuerte maullido. Erizaron la piel los
implicados de la calle mostrando las uñas y los dientes. Decenas ojos
iluminaron la noche.
Dolores Leis Parra
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