Revista de creación literaria en busca de creadores del mundo

lunes, 27 de febrero de 2017

El cuento de Ramón y sus retales



Sentado en su silla de anea,  que apoyaba en los adobes calientes del horno, por donde manaba el aroma dulzón, blando, suave y sedoso de los dulces navideños cociéndose con la leña de olivo seca, Ramón —El Nene el Pañero, que así se apodaba— sintió como se desplomaba lentamente. Sus brazos, como marionetas dependiendo de un sutil hilo, se desmoronaron; su cuerpo se desvaneció moviendo las patas de la silla hacia ambos lados, para después caer la silla al lado del cuerpo sin vida de Ramón, el cual, en sus últimos momentos llegaban a sus oídos como cantos celestiales, las panderetas y zambombas, cantando villancicos por las sendas de la huerta.
 ─No son fechas muy apropias para morirse  —se dijo cuando estaba llamando a las puertas del Cielo.

Ramón tenía cincuenta años, había vivido en un mundo sencillo: sin preocupaciones, sin riquezas, sin familia, pero..., tampoco echó nunca nada en falta. El trabajo y su burro abisinio le bastaron para sentirse feliz. Su padre le enseñó el oficio de pañero y este le bastó para no aprender ningún otro. Nómada por vocación, recorría Murcia y provincia desde su infancia. En verano, dos piezas de percal encima del pobre abisinio eran más que suficientes para venderlas en los pueblos y caseríos más inhóspitos y lejanos de la provincia. En invierno, otras dos piezas de paño negro hacían toda su mercancía. Cuando se le acababan o, en fiestas muy señaladas como Navidades, retornaba a su barraca — una barraca herencia de sus abuelos y reliquia para el bonachón Ramón. Él, se henchía con dignidad y modestia  del patrimonio transmitido. Unas veces  encalando el horno, otras cubriendo de sisca nueva el sombrerillo de su barraca. En su habita guardaba sus solemnes enseres: las piezas de género, alguna olla, plato, cuchara y el burro abisinio trasportador de su subsistencia. El horno moruno creado con atobas –adobes— era su jactancia, su calidez de invierno, de él y de todo el vecindario amasando y horneando el pan que guardaba en el arca y  duraba meses y meses. Los vecinos tenían el horno por suyo diciendo que era el mejor que había por aquellos contornos. Tan orgulloso estaba Ramón de su obra, que  a todos hacía partícipes de cómo él solo hacía la masa del barro y la paja para revocar aquellos fragmentos que guardaban tanto calor. Así que no era raro verle, siempre que estaba en su barraca, apoyado a la pared de aquel cóncavo castillo en donde había puesto toda su sapiencia.

Llamó repetidas veces a la puerta que tenía delante de él sin ningún resultado.   — No estarán —pensó—  sin más, se sentó en una nube que  pasaba por allí y que parecía tan cómoda como su silla de anea. Así  estuvo no sabía cuánto rato hasta que oyó unos pasos lentos, cansados y lánguidos al otro lado de la solemne puerta. Se levantó de la nube, se arregló la chaqueta de pana, con los dedos se atusó el pelo esperando que franqueasen la entrada.
 ─Buenos días. Dijo San Pedro, sin poder darle la mano por el gran paquete de llaves que llevaba.
 ─Güenos los tenga —respondió Ramón perplejo ante tanta majencia.
 ─¿Quién eres tú? No tenía noticias que subiera nadie para el Cielo.
 ─Oiga..., ¿esto es el Cielo?  Despense  pero... yo no sabía onde venia.
 ─Déjale entrar a la antesala. Dijo una voz suave y fraternal que se oía desde adentro.
 ─Señor, no lo tengo apuntado, posiblemente será un error.
 ─Po..., si es un derror u denquivoco yo me guervo pa mi güerta ¡eh!
 ─Venga, que haya paz, trataremos de darle la mejor solución posible al descuido —contestó Dios acercándose donde estaban San Pedro y Ramón.
Ramón, si ya estaba perplejo ante San Pedro y todo aquel poderío, se quedó sin racionamiento al ver la luz que emanaba de aquel Ser vestido de blanco y de modales tan suaves. Sus ojos suministraban la paz, su boca anunciaba una sonrisa tranquilizadora para el atolondrado Ramón, el cual ya no temía ni le asustaba nada.
 ─Primero tienes que presentarte —dijo Dios, dirigiéndose a Ramón.
 ─Güeno..., güeno si, despensen ostés ha sio tó tan precepitao que...,
 ─No te preocupes, lo comprendemos ¿verdad Pedro? Dijo Dios guiñándole un ojo a San Pedro.
 ─Si, si claro, —dijo este encogiéndose de hombros como no discerniendo nada de lo que allí estaba pasando.
─Me llamo Ramón —er Nene er Pañero m´apodan— soy e la güerta murciana onde nací y por lo que veo tamién m´he muerto y…, por lo que paice he venio par Cielo.
 ─Bueno de eso hablaremos después, ahora tengo que explicarte cómo y dónde vas a estar.
 ─Oste dirá, —contestó Ramón serenamente.
 ─Mira hijo, San Pedro no sabía que venias, porque tú tenías que haber subido para el purgatorio, alguna distracción debe de haber que enseguida aclararemos.
 ─Señor  desculpe,  yo siempre juy gueno, no hice daño a naide en toa mi vida. No juy..., muncho a misa, eso sí.  Sólo cuando allegaba arbun puel—lo y´arepicaban las campanas y, eso no era mu a menuo.
 ─No te preocupes no tienes faltas graves pero, algunos retales sí que tienes.
 ─¡Retales! ¿Es que Osté conoce mi oficio?
 ─Claro hombre, yo lo sé todo. Sé que cuando te pedían una vara de tela siempre sisabas algún palmo, y eso no está bien.
─ Pero..., yo no tengo la curpa de que las mujeres alleven las fardas más cortas, ni que los zagales alleven los pantalones más ajustaos, —dijo Ramón a modo de disculpa.
 ─No, tú no tienes la culpa, aunque, pensándolo bien algo habéis contribuido todos los comerciantes ¿no crees?
 ─Señor con dos piezas e tela yo no pueo  hacer milagros, —contestó  ya con los nervios un poco desconcertados.
 ─No se trata de hacer milagros, se trata de no hacer esos pequeños descuidos. Tú sabes, que de retales sale una pieza. Bueno, ahora cálmate, ya verás cómo un tiempo en el purgatorio te hace purgar y reflexionar tus faltas. Y levantando la mano, apareció un ángel con cara de cansancio, las alas caídas y casi desplumadas.
 ─¿Qué quieres, Dios? ─Le dijo el querubín sin ganas ni de verse él mismo.
 ─Quiero que acompañes a Ramón al purgatorio, y yo te diré  el tiempo que tiene que estar allí.
 Ramón miraba, pero ni se atrevía  a respirar del miedo que le estaba entrando.
 ─Pero Señor, ─dijo el Ángel─ como no lo mandéis al infierno, no sé otra cosa, en el purgatorio no cabe  un alma más.
 Los dedos de Dios, se meneaban nerviosos como manojos de mariposas revoloteando sobre una nube muy larga que llegaba hasta un recodo que hacía el Cielo, y exclamó.
 ─¡Pues nada hijo! Que te vuelves para tu huerta. Tampoco es cosa de meterte al infierno. Así que aprovecha el tiempo que estés en la tierra y cuando subas otra vez, a ver si hay algún lugar en donde puedas encajar en consecuencia con tus hechos.
 Ramón daba saltos de alegría ante aquel acontecimiento tan inesperado. Y en una exhalación volvió a sentir las panderetas y los villancicos que iban cantando por la huerta.

Sentía dolor de  cuerpo y de cabeza mientras se levantaba del suelo, los ojos los tenía húmedos, dos riachuelos de suspiros y lágrimas surcaban como nubes mareadas por sus flácidas mejillas. Cogió la silla a la que  al caer, se le había roto una pata y Ramón se metió dentro de su barraca pensando, ¿Qué le había ocurrido? ¿Confundía los sueños con la realidad…, o solamente fue  un sueño? Ya dentro de su barraca, se miró en un trozo de espejo que había  pegado en la pared y se asustó. Su cara tenía la semejanza de un sepulturero sombrío y desencajado; se  sintió tan trastornado que se tumbó en un catre pequeño al fondo de la barraca, el cual le hacía de dormitorio.
Los años pasaban rápidos para Ramón, que desde aquella Navidad  parecía  ser otra persona; hablaba mucho del Cielo, de los Ángeles y hasta de San Pedro, aunque este no le había resultado muy simpático; le pareció más bien, un poco despistado en su oficio, la verdad.
Ramón, hombre de pocas palabras, reservado y meditabundo toda su vida, sólo se había limitado a cortar retazos de tela, ahora daba agrado oírle hablar, principalmente comprarle algún palmo de  su mercancía. Quien compraba una vara de género, él le ponía un palmo de regalo, esto le hizo popular hasta en los más recónditos y lejanos pueblos de la provincia de Murcia.
Aunque viejo y cansado, con su burro abisinio por compañero,  ajetreado y también viejo como él, comenzó la temporada de invierno un año que aventuraba iba a ser frío. Hacía rutas cercanas a su huerta como cada año por estas fechas, con la esperanza de despachar tan pronto como pudiese, las dos piezas de paño como cada temporada. Viendo que se acercaban las Navidades y le quedaba una pieza de género, pensó salir ruta a Bullas y todos aquellos pequeños pueblos donde poder vender la mercancía. Sin pensárselo dos veces cogió sus aperos y se puso en marcha como lo había hecho otras veces.
Iba vendiendo bien el género, saltaba de contento pensando en venderlo pronto para regresar a su huerta y descansar. A mitad del camino comenzaron a caer unos copos de nieve poniéndose blancos todos los senderos del  campo por donde circulaba. Esto le impidió llegar tan pronto como soñaba. Lo pensó mejor y se resguardo en una casa en ruinas que se encontraba próxima. Acurrucado sobre su manta mulera, y junto a su burro abisinio, decidió volverse a su barraca en cuanto dejase de nevar. Pero el sueño le venció y pasó allí la noche. A la mañana siguiente, cuando se despertó, vio que había dejado de nevar. Hacía un frío que helaba hasta el pensamiento, decidió recogerlo todo y llegar antes que se hiciese de noche. Tampoco le importó no haber vendido todo el paño.       
Ya tenía su burro cargado y casi en marcha cuando cerca de la ruinosa casa vio venir un niño, de unos siete u ocho años; se quedó parado y perplejo pensando el frío que estaba pasando la criatura.
─Zagal ¿onde vas con este frío? ─Le preguntó Ramón.
─Voy hacia mi casa. —Le contestó el niño haciendo ademanes de tener mucho frío.
 ─¿Y vives mu lenjos? —Le dijo Ramón cogiéndole las manos para calentárselas
 ─No, no vivo lejos. Mi casa está cerca, pero..., tengo que llegar.
 ─Probe crío, ven pacá  onde está el burro ¡y no t´asustes qu´er burro no hace ná! Y cogiendo al niño lo metió al trozo de casa donde ellos, el burro y él,  habían pasado la noche. Lo tapó con la manta que  le había servido de abrigo e intentaba que entrase en calor.  El niño tenía la piel morena como si se hubiese tostado por un sol sedoso y brillante,  unos ojos oscuros y profundos le miraba sin decir  palabra. Ramón sacó la pieza de paño  comenzó a tirar de ella. Cuando hubo terminado levantó a la criatura y comenzando a cubrir su cuerpecito con tanta habilidad como lo hubiese hecho un sastre; le tapó hasta las piernas sin dejar ni una pequeña abertura por donde le pudiese pasar el  frío.
─¿Estas calentico? —Preguntó Ramón orgulloso de su obra.
─Sí, estoy muy caliente, Dios se lo pague, —dijo el niño con una sonrisa que le iluminó el semblante.
 ─Anda, allega prontico a tu casa que yo me güervo tamién pa la mía. Y cogiendo a su burro comenzó a andar.  Dándole un sobresalto, se paró y miró al niño que también había seguido su camino.  Oye zagal  ¿cómo te llamas?
─Me llamo Jesús, y tú te llamas Ramón ¿verdad?, —el niño siguió andando vereda adelante.
─Jodios críos, lo despabilaos que son, que to lu saben abora —se quedó pensando durante todo el camino Ramón.
Al llegar a su barraca vio que de su horno salía humo, y por la huerta  sonaban las panderetas y los villancicos. Pensó que era Navidad, y que él estaba otra vez en su huerta. No había pensado que el camino se le hiciese tan corto. Sin embargo allí estaba de vuelta sin saber ni cómo había llegado. Ató el burro y deshizo el escueto equipaje que traía. Se sintió satisfecho pensando que el paño le había venido justo. Cogió la manta mulera de la noche anterior, la dobló, la puso al lado del horno y se sentó en ella. Entre el calor que despedían los adobes y los últimos rayos de sol dándole de pleno, se quedó dormido.
En este momento sintió que una mano pequeña y cálida se apoyaba en la suya; quiso abrir los ojos, pero no pudo, los rayos de  un sol cegador se lo impedían. Sintió que dos finas hebras doradas acariciaban su cuerpo y abrió los ojos. En ese momento vio al niño que esa misma mañana  había vestido con el paño que le quedaba. El Niño lo cogió de la mano y le hizo mover sus piernas hacia los dorados hilos que bajaban del Cielo. Él se dejó llevar al sentir que su cansancio había desaparecido, sentía paz y alivio, descubría que cada vez podía abrir mejor los ojos. Ya no le cegaba nada. Su cuerpo se mecía como en un lecho mullido, se dejó transportar guiado por la ensoñación.
De nuevo se dio cuenta que estaba  delante de aquella puerta que, hacía años también había estado: llamó y miró para ver si pasaba alguna nube cerca para poder sentarse como la otra vez, pero no le hizo falta, la puerta se abrió enseguida y San Pedro, como siempre cargado sus pesados llavines, le recibió.
─¡Hola Ramón! —Le dijo muy amable San Pedro.
─Güenas San Pedro, —contestó éste casi en voz baja y atolondrada.
─¿Con quién hablas, Pedro? —Se oyó una voz desde dentro del Cielo.
─Con Ramón, ese hombre que vino hace años…,  que hablaba, según me dijo Usted, en panocho y que era de la huerta de Murcia ¿no se acuerda de él Señor?  —Dijo  no queriendo dar más explicaciones San Pedro.
Entonces el Señor apareció en la puerta y le tendió la mano para que pasase dentro.

─Güeno po..., abora sí que me paice que s´acaba aquí er cuento, porque a mí no me quea mas tela, —dijo Ramón, sin saber ni para dónde dirigirse.
 ─No te preocupes, contestó Dios con una risa que San Pedro tuvo que reír también.
 ─Y..., ¿onde me allevaran abora? ¿Ar purgatorio u ar infierno? Dijo Ramón casi temblado.
 ─No Ramón, ahora te quedas aquí conmigo en el Cielo. Te dije en una ocasión que el Cielo no quiere retales, y tú has sabido hacer piezas enteras. Cuando te quedó un retal lo empleaste en vestir a Jesús, ese Jesús que nace  desnudo cada Navidad,  para que personas como tú lo vistan. Así que pasa y te enseñaré lo que es Navidad  todos los días del año.

Ramón ufano y contento, vio como San Pedro cerraba tras ellos las puertas del Cielo. 



Teresa Hernández Martínez

viernes, 24 de febrero de 2017

Ojerosa y pintada, de Agustín Yáñez (Reseña nº 803)

Agustín Yáñez
Ojerosa y pintada
Drácena Ediciones, 2016

La vida en un táxi por la ciudad de México DF para descubrirla, o redescubrirla, tal vez eso ya justifique la reedición de esta novela.

No nos dará mucho tiempo el autor para conocerla, no sólo a la ciudad, sino a los personajes, marginales, transversales, altos, bajos, poderosos, descastados, ... que pululan a lo largo de esas horas por ella, y que utilizan el servicio del taxi.

Conversaciones, monólogos, pocas veces escucharemos al taxista hablar, ya que él no es el protagonista, sino que lo es el táxi-ciudad, y, dentro de él-ella, toda esa jauría de personajes que nos muestran las miles de facetas que tiene la ciudad que recorremos sin detenernos.

Un castellano diferente, enriquecido en las letras del autor, en las voces de unos ficticios personajes que parecen tan reales como cada momento, cada parada, cada nuevo precio de la carrera.

Ojerosa y pintada es una novela coral de una urbe que hoy cuenta con millones de habitantes.

Francisco Javier Illán Vivas

jueves, 23 de febrero de 2017

Selección poética de Ivory

I


EL AMOR DE MI VIDA



El cuerpo me pesa
y los sentimientos
en el corazón
se me amontonan
por ti,
mi amor,
te aseguro que no voy a ser capaz
de continuar mi camino
cuando el día de mañana
te ausentes
y no te vuelva a ver,
y no vuelva a recibir abrazos
de esos tan mágicos
que me fortalecen
como sólo los que tú me das.

Nuestros ojos no se habían visto
cuando tú ya habías empezado
a quererme con todo tu ser,
eres esa persona
que siempre ha estado
y que siempre estará.

No soporto verte mal,
no soporto que la cruel vida
te consuma poco a poco,
que cada día te hundas más,
no lo soporto,
porque aunque no lo sepas
me preocupo por ti,
más de lo que imaginas,
y te quiero mucho más
de lo que crees.

Es por eso que estos versos
van dedicados a ti,
porque tú eres y serás
siempre
el gran amor de mi vida,
pase lo que pase,
sabes que aquí tienes
a tu hija poeta
capaz de hacerte sonreír
con cualquier tontería
de esas de las mías.

Te quiero mamá.



II

QUIÉREME



Abrázame
todo el tiempo que sea necesario
para que te des cuenta
que aquí estaré
a pesar de todo.

Bésame
cuando el silencio nos inunde
y no tengamos nada que decir.

Arrópame
en esas noches
en las que sólo se escucha
el viento feroz
que sin piedad
arrasa allá por donde va.

Quiéreme
con todos los pros y contras
que pueda tener.

Nadie nace perfecto
al igual que tú y
al igual que yo.

Sólo pido que me quieras
como yo te quiero a ti,
siendo una persona
tan perfectamente
imperfecta.




III

HAY QUIEN DICE

 


Hay quien dice
que soy como la luna
con todos sus adjetivos,
grande y misteriosa,
risueña y bailarina,
a veces hasta cantante.

Hay quien dice
que soy como un lobo
y su aullido con la luna llena,
un reflejo
en el mar transparente,
una ensoñación
de muchos niños,
la inspiración
de los grandes poetas,
la guía del camino
en pleno bosque oscuro.

Hay quien dice
que soy como la luna
con todos sus adjetivos,
pero no tienen ni idea,
yo sólo soy luna.



IV

IDIOTAS



Me dueles tanto
y a la vez tan poco
que pensar en ti
me produce escalofríos.

Qué quieres que haga yo
si mi único pecado
fue pensarte
día sí y día también.

Qué quieres que te diga
si lo único que quiero
es no obligarte a nada
y que seas feliz.

Ninguno de los dos
ha cometido ningún fallo,
aunque puede
que nuestro único delito
sea el de habernos querido
durante tantos días.


Y ahora,
mírate
y mírame.
Los dos sufriendo
como un buen par
de idiotas.




Tania Fernández (Ivory) nace en Madrid en 1999, aunque se considera zamorana, más concretamente de la Comarca de Aliste, en donde afirma que medio corazón se encuentra alli. El otro medio está en San Pedro del Pinatar, Murcia, lugar donde vive actualmente cursando 1º bachillerato de humanidades.
Pese al continuo agobio y estrés de los estudios, esta poeta saca tiempo de donde sea para escribir unos versos, no siempre a la misma hora, puesto que, según ella, nunca se sabe cuándo le hacen su visita las Musas.

miércoles, 22 de febrero de 2017

IV Premio internacional de poesía Covibar-Ciudad de Rivas

IV PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA COVIBAR-CIUDAD DE RIVAS

La Cooperativa Covibar y Ediciones Vitruvio convocan el «IV Premio internacional de poesía Covibar-Ciudad de Rivas», con la organización de la Asociación Cultural «Letras Vivas» y la colaboración de la Asociación de Escritores de Rivas.

BASES

1. Podrán participar poetas de cualquier nacionalidad y edad. La participación en esta convocatoria implica la total aceptación de sus bases.

2. Los originales presentados serán inéditos, entendiendo como tal que estén libres de derechos y que la mayor parte de sus poemas no hayan sido publicados. Deberán estar escritos en lengua española y tener una extensión apropiada para conformar un libro de poesía, no deseando la organización imponer un número estricto de versos mínimo ni máximo.

3. Los originales se presentarán por triplicado acorde a los siguientes requisitos: cosidos o encuadernados y mecanografiados en letra de cómoda lectura (recomendado: Arial o Times New Roman).

4. El Premio internacional de poesía Covibar-Ciudad de Rivas se adjudicará mediante el sistema de plica cerrada. Los originales, en cuya portada aparecerá sólo el título de la obra, deberán ir acompañados de un sobre cerrado opaco en cuyo anverso se encuentre ese mismo título y que contendrá los datos del autor: nombre, apellidos, edad, dirección (tanto física como electrónica) y teléfono, así como una breve reseña biográfica literaria. Dado que el premio se caracteriza por su absoluto rigor y limpieza, los originales no deberán mostrar elemento alguno en su forma o contenido que permita averiguar la identidad del concursante, lo que implicaría la descalificación inmediata.

5. El plazo de admisión de originales comenzará el 03 de marzo de 2017 y terminará el 30 de abril de 2017. Se considerarán válidos los matasellos dentro de la fecha límite. Las obras pueden ser remitidas por correo, o en persona, a una de las siguientes direcciones: CENTRO SOCIAL COVIBAR, Avenida del Deporte s/n. 28523. Covibar-Pablo Iglesias. Rivas Vaciamadrid. Madrid; o EDICIONES VITRUVIO, Calle Menorca, 44. 28009. Madrid. En el sobre siempre deberá indicarse: "Para el IV Premio internacional de poesía Covibar-Ciudad de Rivas".

6. Ediciones Vitruvio designará un jurado formado por especialistas de reconocido prestigio. El fallo, que será inapelable, se hará público entre los meses de mayo y junio: se dará a conocer a los medios de comunicación y, con anterioridad, al autor galardonado.

7. Se establece un premio único consistente en la publicación del libro por parte de Ediciones Vitruvio en su colección Baños del Carmen.


8. Los originales no serán devueltos y serán inmediatamente destruidos tras el fallo. No se mantendrá comunicación ninguna con los autores.

lunes, 20 de febrero de 2017

Una Navidad en blanco y negro



Cuando flaqueaba, cerraba los ojos y pensaba en el arco iris.
Cómo si fuera una orden, los tres niños imitaron el gesto que hacía su abuelo. Bajo los párpados, intermitentes luces de colores provocaron la risa del que se sentaba en el centro.
―¡Lo veo abuelo! ¡Veo el arco iris!
―Calla tonto― dijo el hermano que le seguía en edad y se sentaba a su lado en el suelo dándole un codazo― Son las luces del árbol de navidad. Por la noche no hay arco iris ¿verdad Manuel?
Manuel les miró. Los pequeños siempre acudían a él cuando no se ponían de acuerdo para que en su sabiduría de hermano mayor, zanjara en uno u otro sentido la disputa, algo que a sus doce años le llenaba de orgullo.
―Claro que no enano, el arco iris necesita agua de lluvia y rayos de sol― repuso él con la paciencia de quien enseña al que no sabe, bien por ignorante, como su hermano Paco, o por pequeñajo, como Miguel.
―Pues ahí estás equivocado Manuel― la boca de los hermanos se abrió en un círculo perfecto por la sorpresa.
―Pero abuelo…
Manipuló la pipa con dedos hábiles, llenó la cazoleta, prensó el tabaco… pero no la encendió. Hacía varios años que dejara de fumar y no lo echaba de menos. No señor. Más no ocurría lo mismo con el suave aroma que dejaba el tabaco en la habitación. Ninguna vela aromatizada podía igualar el olor dulzón que desprendía.
>> No detenía el paso― continuó con la historia, sin atender la protesta de su nieto― pues la distancia es siempre relativa, y aunque en algunos tramos la lejanía era evidente, en otros, sentía en su cogote el cálido aliento del maligno, que ocultaba bajo piel de cordero, su negra entraña.
Lo había prometido. ¡Y albricias que lo cumpliría! Aún sabiendo, como de cierto sabía, que era muy probable que jamás regresara a su hogar.
Añoró la casa que cercana al río, quedó llorando su ausencia. Se vio de niño ayudando a su padre a construirla, el hueco excavado junto al sauce y a Pigmalión, el mastín de la familia, llorando sobre la tumba… La recordó a ella, perdida en medio del bosque, su confusión al verla, la creencia de encontrarse frente a un hada, de esas que su madre dibujaba con hermosas frases, mientras le conducía por la vereda del sueño…
No fue sino al acercarse cuando se hicieron evidentes los rasguños que las ramas provocaban en su piel al agitarse. Protegía el rostro con mechones de cabello y con los brazos. Brazos enrojecidos por la sangre que empezaba a coagularse.
Ordenó que se detuvieran. Árboles, arbustos e incluso pequeñas flores que mordían sus tobillos, lo hicieron en el acto. Sólo el almendro ignoró el mandato y lanzó un puñado de frutos que alcanzaron en algunos puntos el cuerpo agazapado.
Repitió la orden, acompañando las palabras con una mirada firme. El último acto de rebeldía por parte del almendro, un único fruto que cayó a escasos centímetros de su pie.
La ayudó a incorporarse, no era ni tan hermosa, ni tan joven, adolecía también de esas alas brillantes que suponía a las de su género; pero tenía la mirada limpia y gratitud en los labios. No necesitó nada más para abrirle las puertas de su casa y ofrecerle hospitalidad.
Curó sus heridas con ungüentos tradicionales que el boca a boca había ido dejando en herencia a los descendientes de su familia. Pero la mejoría era demasiado lenta, adormecida la mayor parte del tiempo poco más podía hacer que deslizar por sus resecos labios un paño mojado en agua clara y hacerla ingerir pequeñas cantidades de frutas machacadas cuando por escasos minutos parecía recobrar la consciencia.
Los días se iban sucediendo. El bosque cerraba filas en torno a la cabaña, las ramas de los árboles más cercanos golpeaban con furia los cristales. La hiedra, se colaba entre el quicio de la ventanas. Nunca la naturaleza se había ceñido de manera tan férrea al pequeño reducto de terreno en que se ubicaba su hogar. Aquella desconocida que descansaba en la cama debía ser pieza importante en aquella manera de actuar. Confirmando sus pensamientos, el naranjo mandó una horda de frutos sobre el tejado colándose uno de ellos en el interior.
Los días pasaban en aquel duermevela de las horas que parece no avanzar ni retroceder. Pero el tiempo seguía su curso. La tímida luz se colaba por los escasos resquicios que encontraba entre la vegetación y fue la encargada de avisarle. Se levantó con trabajo de la silla que ocupaba desde hacía semanas, ésta había adoptado su forma y se aferraba a él en un intento de que no se alejara del objeto de sus desvelos. Hubo de luchar contra la separación y el remordimiento por abandonarla a su sueño, pero desde el exterior sonaba el canto de sirenas que le invitaba a respirar fuera de esas cuatro paredes. Le costó abrir la puerta, la hiedra servía de cerrojo cuya llave era un forcejeo que dejó algunas ramas en el suelo. Le recibieron los abetos cubiertos de luces que anunciaban la llegada de la Navidad, y él no había podido disfrutar de sus preparativos. Pensó que el reclamo del bosque era el abandono al que le había condenado desde la llegada de la mujer ¡Qué equivocado estaba!
El manto que cubría la tierra crujió bajo sus pies. Se arrodillo acercando el oído. Necesitaba escucharla; siempre fue generosa mostrándole el camino cuando se sentía perdido. A cambio, él la cuidaba y protegía de todos aquellos que querían herirla.
Quería la tierra hablarle, como en tantas ocasiones, de su temor al fuego; de los ríos que desaparecían al desviar los cauces para construir sobre ellos; de centenares de hectáreas arrasadas por la ambición del hombre. Aquella mujer… ¡Maldita y mil veces maldita! Mentirosa y zalamera obligó a los dioses del agua, bajo promesas de amor que nunca cumpliría, a vaciar el océano. Y cuando la tierra a su alrededor se volvió yerma, huyó despavorida ante la desgracia que su deseo había provocado, sembrando el desierto a su paso.
Todo eso le contó la tierra, con el frío glacial de la nieve traspasando su cerebro. Sólo la destrucción de quien tanto mal había causado, haría a los dioses recuperar su poder y llenar de nuevo los mares y océanos. Allí quedaban ellos, pequeño reducto fértil en medio de un páramo estéril. Únicos soldados en una batalla en que suplirían con coraje y valentía, incluso con malas artes si de frente no pudiera ser, la escasez de efectivos destinados a luchar.
Codazos disimulados entre los niños y risas ahogadas fueron la respuesta a ese comentario, para decepción del abuelo que esperaba un poco más de entusiasmo ante lo que consideraba era una de las mejores partes de la aventura.
―¿Qué os hace tanta gracia?
Si quería reconducir el cuento, no le quedaba más remedio que saber y eliminar aquello que no les resultaba lo suficientemente atractivo como para seguir prestando atención.
⪢ Ningún general se echa a reír en medio de la batalla jovencito― dijo dirigiéndose al mayor de sus nietos por considerarle instigador de esa rebelión― Mandar a las tropas es un asunto muy serio y si no estás capacitado para hacerlo mejor renuncias y le dejas tu cargo a Paco que estoy seguro sabrá cómo conducir su ejército a la victoria.
Surtieron estas palabras el efecto deseado. Paco enrojeció al pensar que su abuelo le consideraba lo bastante importante como para llevar a buen puerto esa complicada misión. Salvar la Tierra nada más y nada menos, de los desiertos que amenazaban con arrasarla. Ufano, afirmó con la cabeza dando a entender con ese gesto, que él estaba dispuesto a lo que fuera necesario.
Por su parte Manuel, se removió molesto. Él era el mayor, él tenía el mando y le demostraría a su abuelo que si le daba una nueva oportunidad, conseguiría vencer a la malvada mujer que con malas artes, había querido destruir el planeta.
―¡Claro que no abuelo! Yo lo haré― y al ver la decepción en el rostro de su hermano añadió― Pero necesitaré de vosotros para conseguirlo ¿Querréis ayudarme?
Los pequeños empezaron a hablar a la vez. Involucrar a los chicos había sido una buena idea por eso, dirigiéndose a Manuel le dijo:
― Ponga orden General― Manuel se esponjó ante la mirada envidiosa de sus hermanos― Y dígame ¿usted qué haría?
De nuevo el parloteo llenó la habitación, al abuelo no le quedó más remedio que pedirles silencio para poder continuar. En la esquina, el abeto aceleró la frecuencia de las luces, parecía comprender que las coníferas tendrían un papel destacado en aquella historia.
⪢La hiedra, había aprovechado su diálogo con la tierra para avanzar. Cuando él, alertado por ese sexto sentido tan característico a las mujeres pero que nuestro protagonista también poseía y sofocado ante una prisa que la escasez de metros no aconsejaba llegó al interior, la encontró anudada alrededor de su cuello. El rostro antaño casi transparente, se tornaba azulado ante sus ojos. Nunca mutiló planta a propósito, pero esta vez tenía la obligación de hacerlo aunque con ello condenara a la sequía al resto del planeta. Aquella mujer, aunque la vegetación no lo entendiera, era la clave para calmar su sed, y su destrucción solo traería una victoria ficticia y poco duradera. ¿Qué cómo lo sabía? Pues… Porque lo sabía y punto.
Los niños sonrieron.
Se replegó el bosque enfadado por no poder contar con él como aliado. Trató de explicarles el motivo pero enmudeció la tierra y los sonidos de los árboles se volvieron incomprensibles. Desde ese momento, se había convertido en su enemigo. No todos estuvieron de acuerdo.
Tal vez fuera porque andaban cercanas las fechas navideñas y de siempre se ha dicho que es época de ayudarse y perdonar, pero los abetos, con susurros que no provocaba el viento, dialogaron en su lengua desconocida también para el resto de la vegetación, pues a la común, se unían pequeños dialectos que aunque apenas se utilizaban eran conocidos por los miembros de una misma especie. El más menudo se erigió jefe, su cercanía al suelo le permitía comunicarse mejor con el atribulado hombre. Las alternas luces que embellecían la especie, se iluminaron todas a una logrando llamar su atención, quien sería portavoz envolviéndole con sus ramas le había advertido del peligro que acechaba a la mujer y ahora, ya a salvo, le reclamaba de nuevo haciendo brillar la estrella que le coronaba. Él hombre se acercó sin perder de vista el lecho, temía que si no vigilaba, alguna planta más podría acercarse a ella con intención de dañarla.
―Hay una manera de salvarlas.― susurraron las hojas entre luces.
―¿Salvarlas?― comprendió que hablaba de la mujer y de la Tierra― Haré lo que me pidáis.
―Debe perder lo más hermoso que posee y tú decidirás de qué se trata. Puede ser algo físico o espiritual, tú decides. Pero hazlo bien pues el atributo que le niegues nunca más le será devuelto.
El pecado cometido era grande, y grande habría de ser la penitencia. Así lo entendía el hombre, que aunque compasivo, era consciente del alcance de mala actuación. Lo más hermoso de aquella mujer era su cabello, el mismo que junto con los brazos trataba de proteger la cabeza del ataque de las plantas.
―No puedo hacerlo.― imaginaba como se sentiría al despertar y verse despojada de aquel adorno.
―Hazlo― dijo el abeto imperativo presintiendo sus dudas― o todo quedará reducido a arena. También ella.
―Me odiará cuando lo descubra.
―Nunca despertará si no lo haces. Cargarás con su culpa, tuyo será su castigo. Y también serás culpable de nuestra destrucción.
Aturdido obedeció al árbol sin saber muy bien si era lo correcto. Por un lado creía ciegamente en sus palabras, necesitaba aferrarse a una esperanza por abstracta que esta fuera, pero por otro, escuchaba sin palabras las súplicas de la mujer que sollozaba en silencio para que no lo hiciera. Tenía que afrontar la decisión, acertar o equivocarse, rezó para que no fuera lo segundo. Cogió unas tijeras y sin orden, empezó a dejar caer los largos mechones, cuando vio la cabeza mal trasquilada lloró lágrimas de dudas, pues así, sin la protección del cabello, dejaba al descubierto toda su hermosura.
Le instó el abeto a recoger el pelo empapado en lágrimas y a viajar en pos del arco iris. No era seguro, pero si lo alcanzaba, quizás los esquivos colores querrían ayudarle mostrando la manera de romper el maleficio y consiguiendo que los dioses del agua recuperaran su poder, restableciendo el orden normal del universo. No debía preocuparse por ella, estaría bien pues el resto de vegetación había prometido no atacarla mientras él estuviera ausente cumpliendo la misión. Para no sentirse solo, le acompañaría uno de los abetos cuya juventud le hacía lucir más adornos navideños y una pequeña flor de pascua.
En ese camino pues se hallaba el hombre, en pos del arco iris que se mostraba ante él y se alejaba de forma caprichosa, marcándole una desenfrenada carrera, pues el tiempo se agotaba “Hasta la medianoche de la Nochebuena, en el mismo momento que el reloj marque el primer minuto del día de Navidad, todo estará perdido”. Y ya había recorrido tres de los seis días que le separaba de aquella fecha sin conseguirlo. Pero él no descansaba, ni se rendía. Cuando las fuerzas flaqueaban, cerraba los ojos y pensaba en el arco iris y entonces lograba que el fétido aliento de aquella criatura que le perseguía, por unos segundos desapareciera.
Al paso de los días las hojas más bajas del abeto se habían ido secando, las luces brillantes que colgaban de sus puntas se apagaban. La flor de pascua languidecía con el calor, ya no se sentía con fuerzas de hacerles ameno el camino con historias repletas de sonrojos y púrpuras. Apenas le quedaban dos o tres hojas encarnadas, el resto de puro amarillas se confundían con la arena del desierto que agotados atravesaban. Pocas fuerzas les restaban, al quinto día y tras un nuevo juego del esquivo arco iris, la última hoja de la flor cayó a sus pies, era de un rojo encendido y sin embargo, inexplicablemente se había desprendido del tronco. La cogió con cuidado y la introdujo en la vasija donde almacenaba cabello y lágrimas. Un trocito más de ese viaje que cada vez tenía menos retorno. También el árbol flaqueaba, la única luz que le quedaba era la grandiosa estrella de la copa, temiendo que tampoco resistiera, le pidió al hombre que la guardara, pero no en la vasija, donde no se vería, sino en uno de los bolsillos, de esa manera, cuando el orgulloso árbol quedara vencido sobre la tierra, la estrella le podría guiar. Si esperaban a que eso sucediera para cogerla, sería demasiado tarde y perdería su resplandor, al igual que lo habían hecho el resto de los adornos. “Los abetos no nos rendimos. Y menos en Navidad” dijo. Y pudo dar fe de ello. Aguantó hasta la amanecida del último día y allí quedó inerte. El hombre, tras rascar algunas partes de la corteza, que dieran testimonio de que también él había sido compañero en aquella peligrosa misión, la guardó con los demás objetos. Y solo, añorando su casa, temiendo por la mujer, llorando a sus compañeros, avanzó dispuesto a agotar el plazo concedido por el bosque.
El atardecer se cernía denso, todavía había tiempo. La medianoche aún tardaría en llegar. Sacó la estrella del bolsillo, ver mitigada la oscuridad le hizo sentir un poco mejor. A lo lejos… Sí, parecía que a lo lejos se fundían los colores, aceleró el paso aunque sabía que su destino jugaba con él moviéndose a su antojo. La hora se acercaba y nunca llegaría hasta él. Era tan hermoso verlo allí, distante e inalcanzable. No salvaría la Tierra pero tampoco sus ojos la verían convertirse en un erial. En su pupila quedaba aquella hermosa visión para siempre.
Con las manos empezó a cavar a sus pies, fue tarea complicada, pues no poseía herramientas para ayudarse y en contra de lo que se pueda pensar, la arena del desierto no es fácil de horadar, se niega a ser separada, se escurre hasta rellenar de nuevo los pequeños espacios. Son cómo esos elementos opuestos que se atraen. Cercana ya la medianoche, campanadas con cada latir del corazón, dejó la vasija en el hoyo, a punto de apagarse la estrella la colocó junto a los otros objetos en el interior. No más lágrimas de dolor, no más lágrimas de derrota. No pudo vencer pero no sería su llanto los que cantaran los romances.
Enterraría la vasija y la cubriría con su cuerpo, a modo de cápsula de un tiempo pasado que no fue mejor. Arrojaba arena encima del recipiente cuando el lejano arco iris se situó sobre su cabeza quizás consciente del papel tan importante que desempeñaba en aquella historia y viendo en ese final, el de un hombre confinando sus tesoros a la tierra, que no se trataba de un juego, acortando distancias hasta él para ofrecerle su ayuda. El hombre dejó de sentir el aliento que durante todo el viaje, no había dejado de pisarle los talones y se tornó brisa fresca. El arco iris iluminó el cielo, regresaron las nubes y millones de gotitas en forma de lluvia cayeron sobre él, que empapado, como recién salido de una bañera, comenzó a reír. Había llegado el momento de desandar los pasos y regresar a su hogar.
Los niños empezaron a aplaudir contentos de que la Tierra se salvara. Miguel, lanzó algunos vítores al aire que fueron secundados por sus hermanos. Aquella lluvia, llenaría de nuevo los ríos y los mares. Volverían los océanos, resurgiría la hierba y llegada la fecha volverían a tener en su salón, un precioso abeto de navidad.
Abuela entraba en la sala, había esperado a que su marido terminara el relato, se les veía tan felices compartiendo ese momento… Paco fue el único que la vio, los mayores andaban a la gresca discutiendo si aquel hombre de la historia había actuado bien o mal. No se ponían de acuerdo, sobre todo porque Manuel se estaba divirtiendo demasiado llevándole la contraria a su hermano menor, y Miguel estaba tan obcecado, que sin atender las palabras del mayor, decía a todo que no a modo de respuesta. Ese era el motivo de que sólo el más pequeño se diese cuenta de su entrada. El pulcro y cardado cabello de la abuela no estaba, en su lugar un pañuelo de color rosa se anudaba a su cabeza. Iba a decirlo, tiraba ya de la manga de Manuel para llamar su atención, cuando abuela se llevó un dedo a los labios instándole a callar. Aquel sería su secreto.
―¿Cuál será la próxima aventura abuelo?― preguntó Miguel curioso después de que el abuelo lograra poner orden.
―Eso, eso. ¿Qué historia nos contarás la próxima navidad?
Todos los años, terminado el cuento navideño que servía de pistoletazo de salida a las fiestas, la abuela proponía una nueva historia que él tardaría un año entero en completar. Los niños miraron a la mujer esperando.
―¿Qué os parece un mundo donde haya más gatos que niños?
― ¡Bieeeeeen!
Los tres niños estaban encantados. Ese cuento prometía ser aún más emocionante que el que acababa de terminar.
Se pusieron en pie, era hora de dormir. Al día siguiente sería Nochebuena y entonces tendrían permiso para quedarse levantados hasta tarde, pero hoy no. Eran las diez y la abuela era muy estricta con los horarios. Les acompañaron al piso superior, les arroparon con el nórdico y tras besar sus frentes con cariño, bajaron a la sala. Él, siempre caballero, atizó el fuego y la cubrió con una manta.
―Cada año me lo pones más difícil― se quejó el hombre.
La abuela le hizo un guiño a la par que sonreía. Adoraba a aquel hombretón de corazón noble que tenía por compañero. Afuera, cruzó el silencio un fuerte maullido. Erizaron la piel los implicados de la calle mostrando las uñas y los dientes. Decenas ojos iluminaron la noche. 

Dolores Leis Parra