Un frío intenso le recibió en la calle que, curiosamente, estaba desierta, no alcanzaba a comprenderlo, desde su ventana todo parecía luminoso y acogedor, ahora allí, en el refugio de la acera, comprendía que de nuevo se había equivocado. No estaba dispuesta a sumergirse en una marea de incomprensiones, decidió que lo que correspondía al momento era recitar uno de los hermosos mantras que últimamente había aprendido y concentrarse en una meditación que le aislase de la realidad con la que había tropezado sin pretenderlo. Así que se dispuso a mantenerse erguida y a alejar de su mente todo pensamiento contaminante. Realizó su ceremonia sin que apenas fuese perceptible por cualquier persona y para ello se refugió en el portal de la casa de los vecinos, que era de enormes proporciones y donde podía recoger uno de los escasos rayos de luz con que se iluminaban las fachadas cada mañana.
Subió al bus, prácticamente no quedaba lugar donde ubicarse, fue en ese segundo cuando observó como una mano le hacía señales, acompañada de una tierna mirada. Era una señora anciana que, desde su asiento, le indicaba que podía sentarse junto a ella. No lo dudó un instante, el aspecto de la buena señora le transmitió gran ternura; su pelo plateado cogido en un travieso moño situado en el costado derecho, sobresalía de un sombrerito de fieltro color canela muy coqueto. El color aceituna de su piel y esa tierna sonrisa, le acerco a unos recovecos de la memoria que, casi había olvidado por completo tras su tratamiento. Al poner su cuerpo arrebujado junto a la acogedora anfitriona, recibió el aroma de un perfume que había aspirado durante largas noches de febril insomnio. No acertaba a reconocer el origen, pero rezumaba dulzor en su memoria profunda. La buena señora se dirigió a ella y con palabras ininteligibles le cuestionaba con extrema cordialidad sobre asuntos particulares sobre los que no alcanzaba a conocer su respuesta.
Permaneció allí, sentada, mirando el itinerante deambular de la zozobra exterior, y dibujando figuras en el vaho que se acumulaba en la cara interior del vidrio. Hasta que comprobó que estaba sola en el vehículo, todos los pasajeros habían llegado a sus destinos, incluso la anciana había descendido, le llegó el susurro de una cálida despedida, acompañada de un beso en su sonrosada mejilla. De súbito escuchó una la voz del conductor que le decía.
―Señorita, si es usted tan amable, debería bajar. Desde aquí me dirijo a la campa de aparcamiento, ya ha concluido mi turno.
―Sí, desde luego, perdone, estaba despistada― contestó, y bajó a la calle.
No lo sabía, pero eran aproximadamente las seis de la tarde; el enorme bullicio y la bonita iluminación de coloridas guirnaldas, le recordó que era el día de Navidad y que había salido de casa con el consentimiento de su madre, para comprar unos regalos navideños que no tenía elegidos. Había pasado demasiado tiempo encerrada como para administrar una decisión tan complicada. Tomo conciencia de donde se encontraba: el centro de la ciudad, una zona por donde había transitado muchas tardes acompañada de sus amigas y de Jesualdo, un antiguo novio de la adolescencia. Miró por uno de los estrechos callejones y recibió una especie de iluminación, allí estaba la vieja librería en la que había pasado tantas tardes envuelta en las ensoñaciones de sus relatos favoritos. Se dirigió allí sin titubear, tenía la certeza de que encontraría lo que su corazón necesitaba para regalar a sus seres queridos.
Al entrar, no reconocía a nadie, del antiguo local solamente quedaba la fachada y el escaparate; todo el interior había sido transformado en una de esas modernas tiendas minimalistas y sin vida, que tan de moda estaban. Añoraba el viejo aroma de papel antiguo y la figura de la siempre atenta Lourdes, tras el desvencijado mostrador de relacada madera. Dispuesta a guardar una inoportuna cola, observó una niña llorando desconsolada al fondo del establecimiento. El llanto compungido le trajo más aún al presente y decidió que debía acercarse a la niña, para intentar consolarla; se reconoció en su desolación y consideró que el universo la había colocado allí, precisamente esa tarde, para que ella encontrase un ser al que dirigirse en igualdad de condiciones. Decidida se dirigió al fondo del establecimiento y acarició el suave cabello castaño, rematado en una cola trenzada que alcanzaba sus escápulas.
―No llores así, niña. Tú eres como Dios te ha creado, tan buena y tan válida como cualquiera. En ti se esconde un corazón tan tierno que no cabe en este almacén- le dijo susurrando con ternura en su regazo.
Y continuó acariciándola hasta que la niña dejó de llorar y quedó en silencio arrebujada en unas extrañas sensaciones que agradecía con una sincera mirada. Volvió a la cola y, una señora que parecía la madre de la jovencita, terminó de abonar sus compras, tras lo que se dirigió al fondo del establecimiento llamándola.
―Alicia, cariño. Nos vamos, ¿estás preparada? –expresó con una suavidad embriagadora. Al salir, asida de la mano de su madre, la niña se paró junto a ella y en un lenguaje sincero le comunicó.
―¡Tú si que sabes!
Esas pocas palabras articuladas guturalmente por una niña autista, tras una mirada que sobrecogía por su sensibilidad. La madre sorprendida besó a la jovencita en la frente y dirigiéndose a Lucia manifestó.
―Desconozco que es lo que le ha dado usted a mi hija, pero le aseguro que este es el mejor regalo que podía recibir, hace cinco años que no hablaba con nadie, y usted ha conseguido que articule esa frase. Le estoy enormemente agradecida –expresó entre sinceras lágrimas que manaban de unos ojos brillantes y emocionados.
Ese fue el mejor regalo de navidad que había podido obsequiar. Sin quererlo, recordó que la anciana del autobús era la asistente que le había atendido durante su reclusión.
Cinco años antes
Era un día de diciembre, al despertar parecía que sería un día gris, el tiempo meteorológico verdaderamente no acompañaba, más bien invitaba a mecerse en la caricia de unas tibias sabanas, con la compañía de la persona que adoras y que comparte los días de tu vida. Es cierto que todo quería retenerme en la cama, adormecida hasta una avanzada hora de la mañana, pero no es menos cierto que dentro de mí estaba creciendo una inquietud que ya venía gestándose desde la noche anterior.
Hacía un aire horroroso en el exterior, un intenso frío en el ambiente me transmitía cierta cobardía en aquel momento, pero mi inquietud era sin duda superior a todo ello, así que sin más dilación decidí dejar aquellas sabanas y aquel lecho tan calentito y mullido. Todo fue poner el pie en el suelo y dejar de sentir la añoranza del tálamo, aquel sencillo movimiento y el hecho de sentir la frialdad del suelo, me alejo del aturdimiento en el que estaba sumergida. Todo había cambiado, mi inquietud era ahora mucho más evidente, tenía una enorme necesidad de enfrentarme a aquel instante. Para mí era un día muy importante, tendiendo en cuenta que no pude asistir al anterior encuentro. Dentro de mí, se había despertado un sentimiento muy cálido, de necesidad de compartir mi vida y mis inquietudes de un modo sentido. La anterior desazón se había transformado en una necesidad hermosa de compartir retazos de alma y de sentimientos en aquel ambiente tan especial y verdadero. Esta sí que era una calidez que me embriagaba solamente con su recuerdo, era evidente que aquel día sería singular, una premonición me había convencido de que mi sensibilidad más advenediza, sería debidamente reconfortada con todas aquellas personas con quienes estaba dispuesta a compartir emociones; a besar, a abrazar, a acariciar, en definitiva, a dejarme sentir.
Dispuesta como me encontraba, nos encaminamos él y yo hacia la casita verde en la que volveríamos a regocijarnos, a desnudar nuestras existencias, envueltos en el calor de todos y todas los compañeros y compañeras fieles al compromiso personal. Ese amor que se transmite tan real, tan alejado de todo tipo de convencionalismo. El desayuno, frugal por cierto, nos permitió subir al coche por primera vez con tiempo suficiente. Aquello también era el testimonio de que algo estaba sucediendo, en esta ocasión no había tenido la necesidad de protestar con mayor o menor vehemencia por la hora en la que llegaríamos, todo hacía presagiar que estaríamos en el lugar a la hora adecuada. El camino se nos fue describiendo con una luz natural muy alentadora, esta que solamente se desprende a ciertas horas de la mañana y que nos acerca más a nosotros mismos, casi podría decir que aquella mañana estaba iluminada por mi luz, que supertraba los rigores del tiempo meteorológico. En definitiva, me encontraba muy presente en el momento presente, el contenido del último ciclo de mi vida estaba tomando sentido, con un sentido tan real que me estremecía. Todo estaba orientado por el universo para que sucediese lo que el paso de las horas nos proporcionaría a todos los presentes. Y a mí lado él, que sentía verdadera aversión por conducir, me miraba con unos ojos desorbitados y henchidos de emoción. Percibía que algo mutaría incuestionablemente hacia un proceso iniciático en algo que probablemente se acercaba mucho a la presencia de Dios entre nosotros. Tal vez el Nuevo Testamento olvidó de explicar y enunciar en sus distintos capítulos que “Dios es sencillamente aquello que se siente”. Probablemente los teólogos y algunos santos lo sepan, pero para mí, era una experiencia casi novedosa, que había podido descifrar solamente con el paso de los días.
Él me tomó de la mano, sentí su pasión en cada uno de los poros de la piel y me inundó la necesidad de besarle, sabía que era una maniobra arriesgada, pero la carretera estaba despejada y aminorando un poco la marcha, me atrevería a rozar sus dulces labios y degustar el sabor de su etérea saliva. No lo dudé y sin mediar ninguna señal intermedia, me abalancé sobre su boca sorprendiéndole de tal modo que hizo un gesto para retirar su sabroso contacto, sorprendido por el inesperado agasajo. Quedé mirándole y recompuso su ademán ofreciéndome sin dudar el manjar húmedo de su boca.
De súbito, un cordero descarriado apareció frente a nosotros, al verlo observé su mirada aún más atónita que la mía, los ojos como señuelos de dolor, parecían la viva imagen de un amor abandonado, ese fue motivo suficiente para absorber toda mi atención y considerar que el vehículo circulaba a velocidad terminal. No podía controlarlo, si seguía adelante arrollaría al ser que, asustado miraba hacía el coche, no me quedó otra opción que dar un giro brusco de volante, intentando esquivar su último lamento.
Cuando desperté, estaba exenta de emociones, alejada de la hiperactividad que emanaba de mi ser esa mañana de diciembre. Comprendí de un modo más certero que la vida está interaccionada, lo que significaba el último lamento del cordero, representó el realidad el primero de los míos. Principio y final, amanecer y ocaso, todo gira en torno a unas invisibles ruedas que guiadas por desconocidas parcas nos conducen en un túnel por el que transitamos siempre en un punto intermedio. Nunca sabemos exactamente el motivo por el que nos encontramos en esa posición, pero es donde en cada ocasión nos cruzamos con otros seres de nuestras vidas que, curiosamente, están en idéntico lugar. El túnel nos presenta un principio y un final, pero en el centro es donde se producen las metamorfosis, las emociones, los ascensos y, por desgracia, también las caídas. La mía fue de proporciones mayúsculas; el vehículo fue extraído del fondo del Barranco de las Miradas, después de arduas horas de trabajo por parte de todo el operativo, en el interior dos cuerpos ensangrentados e inconscientes, desconocían si aún mantenían la luz del alma o eran entidades vacías.
Me encontraba aletargada, podría decir que casi inconsciente, las fuerzas se alejaban de mi cómo las aguas embravecidas que se dirigen en estruendosos rápidos hacia inciertas cataratas, me sentía conducida por una extraña fuerza que surgía de mi interior y de la que pretendía aislarme. Mi cuerpo se esforzaba en sobrevivir la tragedia; mi alma, por el contrario, se esforzaba en alejarse del desgraciado presente y parecía querer elevarse en una dirección para mi desconocida. Esa dualidad me arrastró a un estado que los médicos calificaron de coma, yo lo escuchaba entre dubitativos silencios sumida en una inexistencia angustiosa.
Así pase tres años, por lo que después pude conocer. Nadie de mi familia pensaba que podría superar ese estado de letargo, excepto mi madre, me agasajaba con un amor incondicional que, en realidad, percibía por un desconocido mecanismo de sensibilidad que estaba íntimamente relacionado con mi piel. El tacto suave de las manos maternas acariciando mi cuerpo cuando lo lavaba, sintiendo el frote de suaves masajes en manos livianas y aceitosas, en las que podía aspirar un perfume fresco e inigualable. Ese tacto firme con que me dedicaba sus horas y su cariño, penetraron por los poros de una piel lacerada y macilenta, regalándome de nuevo la vida. Hoy puedo afirmar que ella me dio la vida dos veces; la primera cuando me ofreció al mundo hacía veinticinco años aproximadamente y, una segunda, cuando hizo la ofrenda sublime de su amor maternal, para devolverme al universo.
Cuando inesperadamente conseguí superar el coma, nadie conseguía explicárselo, era la primera ocasión en que una persona había sobrevivido a esta situación en aquel hospital, y no tenían conocimiento de que hubiese sucedido en muchas ocasiones anteriormente. El doctor, hizo mención a dos casos en los que había sucedido algo parecido, y ambos se produjeron en otros hospitales. Él no tenía fe en mi recuperación, pero atendía generosamente a su responsabilidad hipocrática, cuando cuidaba mi maltrecho cuerpo y le administraba las dosis de alimentos y medicación suficientes para mantener mis constantes vitales en un ritmo que, aunque exiguo, podía considerarse aceptable. Hubo una ocasión en la que solicitó el consentimiento para desconectarme del instrumental, porque entendía que transcurridos dos años y medio desde el accidente, toda esperanza de recuperación era desproporcionada. Mi madre insistió en que debía obtener la energía y la fe necesaria para mantenerme con aquellas constantes; al menos, hasta que clínicamente fuese imposible. Doy gracias por la inquebrantable certeza del amor que me mantuvo en una inexistente vida durante tanto tiempo.
Una vez superados los síntomas iniciales, mi mente hacía presente a cada minuto el instante de mi desgracia. Desgranaba los recuerdos del momento y me hacía sentirme en cada ocasión más culpable. Hubo ocasiones en las que deseé morir ya que había ocasionado una desgracia tan mayúscula que no podía contener toda esa culpabilidad con las exiguas fuerzas que me quedaban. Con grandes esfuerzos, lograba transitar esas situaciones. Las visitas y terapias de mis compañeros de afectos y, en particular, de mi querida monitora, me ayudaban en esos momentos de abandono y de frugal inexistencia, acercándome a un presente que me proporcionaba esperanzas y modelos de vida en los que podía sujetarme. Mi cuerpo, aún débil, había sanado, las cicatrices casi habían desaparecido por completo, pero la desgarradora herida que tenía mi ser, no cicatrizaba con facilidad. Largos momentos de sollozos y lamentos absorbían cada uno de los días de esa intransitable existencia. Mi vida –por llamarla de alguna manera- se esforzaba en mantenerse asida a un indescifrable deseo de continuar, en la mayoría de las ocasiones de un modo inconsciente.
Así, pasé dos años más, hasta que de un modo inesperado, percibí la presencia de mi ángel que me invitaba a salir a la calle con estas palabras: “YO SOY EL ÁNGEL QUE ALEJA EL DESAMPARO Y LA SOLEDAD. DÉJAME ENTRAR A TU VIDA….¿SIENTES EL ALIVIO DE TENER PROTECCIÓN DEL CIELO?, ¡TE ESTOY DANDO UNA FUERZA PODEROSA….!, TE DOY…… (ahora la respuesta) …. EL PERDÓN y LA CONSTANCIA. El sol de esa mañana de diciembre me invitó a tomar de nuevo la calle y reconducir el destino de mi existencia. Salí al exterior, y sumida en una marea de dudas, hice caso al presente que me llevó a encontrarme con aquella niña en mi librería preferida. Después de lo sucedido me acordé de él, y decidí que debía hablarle.
―Juan ―¡por fin pude decir su nombre―perdona por haber tenido ese instante de despiste que lleno de felicidad me acercó hasta tu boca; lo siento por haber provocado con esta situación un desasosiego tan grande en nuestras almas y nuestros sentimientos y, sobre todo, por llevarte a la muerte y casi la mía. Gracias, por todos los momentos entrañables y felices que he pasado junto a ti, por las vidas que hemos compartido y por nuestro amor sincero. Te amo, y en base a ese amor necesito dejarte libre para que descanses en paz y yo pueda conseguir la armonía que necesito en el resto de mi vida. Siempre te llevaré conmigo.
Unas sentidas palabras, que surgieron de la emoción y que consiguieron liberar el alma de Juan y la suya propia, para continuar el sendero de su vida.
Joaquín García Box