Tracy
Chevalier
La
joven de la perla
DEBOLSILLO,
2008
A
pesar de que Johannes Vermeer es uno de los pintores neerlandeses
más reconocidos del barroquismo, sus dos cuadros más conocidos son
«Vista
de Delft»
y, por supuesto, «La
joven de la perla».
Este retrato, a diferencia del resto de su obra, se caracteriza por
la gran sencillez de la imagen en la que destaca la figura femenina
sobre un fondo completamente neutro, la sutil combinación de colores
y una perla como único elemento decorativo. Esta joya proporciona
una iluminación diáfana al rostro, y, al mismo tiempo, establece un
recorrido visual por la imagen. Sin embargo, cuando la mayoría
observa a la enigmática joven, quien interactúa con el espectador a
través de una mirada íntima y la boca ligeramente entreabierta (un
gesto poco común en los cuadros de la época por las connotaciones
sexuales asociadas), es innegable realizarse la siguiente pregunta.
¿Quién es esa muchacha?
Al
igual que «La Mona Lisa» (Leonardo Da Vinci), la identidad
de la modelo y las circunstancias en las fue pintado han conseguido
eclipsar el propio cuadro, sirviendo a Tracy Chevalier como punto de
partida para escribir esta novela histórica, un auténtico tributo
al legado artístico de Johannes Vermeer y su obra más conocida.
En
ella, la joven Griet empieza a trabajar como criada en la casa del
afamado pintor para ayudar económicamente a su familia después del
accidente que dejó ciego a su padre, privándole de la belleza que
solo el sentido de la vista puede proporcionarnos, así como la única
fuente de ingresos de la que disponían hasta aquel momento. Desde el
inicio, la muchacha demuestra que, a pesar de su juventud y sus
orígenes humildes, posee una sensibilidad especial que le permite
apreciar su entorno desde una perspectiva particular que el resto es
incapaz de comprender, excepto el propio Vermeer, tal y como puede
apreciarse en el primer encuentro entre ambos.
«Siempre
colocaba las verduras en un círculo, cada una en su sección, como
porciones de una tarta. Había cinco: lombarda, cebollas, puerros,
zanahorias y nabos. Había utilizado la hoja de un cuchillo para dar
forma a cada porción y había puesto un disco de zanahoria en el
centro (…)
-Veo
que has separado las blancas-dijo, señalando los nabos y las
cebollas-. Y el narajana y el morado no están juntos. ¿Por qué?
(…)
-Los
colores se pelean cuando están juntos, señor.»
A
pesar de sus diferencias, entre ellos empieza a desarrollarse una
íntima relación que se esboza con cada nuevo cuadro que Vermeer
realiza, casi siempre presionado por su suegra Maria Things, y su
esposa Catharina, quienes perciben el arte solo en términos
económicos. Precisamente, la indiferencia de la que son víctimas,
tanto por sus diferencias culturales, religiosas o de clase social,
se convierte en la principal razón por la que se buscan, a fin de
acabar con la soledad que conlleva esa necesidad de retraerse para
evitar ser juzgados y ser objeto de rumores de una sociedad incapaz
de entender las inquietudes de ambos, que trascienden de la mera
atracción física para convertirse en una unión más espiritual,
una búsqueda de la belleza a través de la pintura.
De
este modo, el estudio del pintor se convierte en el principal
escenario de la novela, permitiéndoles evadirse y disfrutar de su
mutua compañía, ajenos por completo a la mundana rutina que había
caracterizado a sus vidas hasta conocerse.
«Era
una habitación ordenada, desprovista de la confusión de la vida
cotidiana. Parecía distinta al resto de la casa, como si estuviera
en otra casa completamente diferente. Cuando la puerta estaba
cerrada, debía de resultar difícil oír los gritos de los niños,
el tintineo de las llaves de Catharina o el ruido de nuestras
escobas»
En
ese lugar, el lector tendrá la oportunidad de conocer la evolución
de los cuadros de Vermeer: la elección de la temática, la
disposición de la modelo (o modelos) y los elementos que figuraran,
la obtención de los colores, las posteriores modificaciones… Cada
lienzo en blanco es la promesa de una obra de arte, la captura de un
instante único a través de la pintura que, aunque siempre utilice
los mismos materiales o técnicas, trasciende en el tiempo y a las
personas que en su momento lo contemplaron por primera vez con una
admiración no muy diferente a la actual.
Al
mismo tiempo que aprendemos los secretos del pintor holandés, el proceso de maduración de Griet se convierte en propio gracias a los diálogos con su señor, que nos permiten observar lo que nos rodea a través de los ojos del artista, convirtiendo lo mundano en algo inusitado, provistos de una belleza que hasta ese momento ignorábamos demostrando lo que decía un proverbio árabe: «Los
ojos no sirven de nada a un cerebro ciego y un corazón cerrado».
En
este sentido, uno de los fragmentos más hermosos del libro es el
fascinante descubrimiento de Griet sobre las nubes y su auténtico
color.
«-¿De
qué color son esas nubes?
-Blancas,
señor.
Él
arqueó las cejas ligeramente.
-¿Seguro?
(…) Vamos, Griet, puedes hacerlo mejor. Piensa en tus verduras.
-
¿Mis verduras, señor?
-Piensa
en cómo separabas las blancas. Los nabos y las cebollas… ¿son del
mismo color blanco?
De
repente, lo entendía.
-No.
Los nabos también tienen verde, y las cebollas amarillo.
-Exacto.
Y ahora, ¿qué colores ves en esas nubes?
-
Tienen algo de azul-dije, tras observarlas unos minutos-. Y…
amarillo también. ¡Y tienen algo de verde!»
Tracy
Chevalier consigue un lenguaje verdaderamente pictórico, cada frase
se convierte en una pincelada sobre la hoja en blanco realizada con
pulso firme para dibujar un cuadro perfecto en su composición y
acabado. La visualidad de su prosa estimula nuestros sentidos con
cada oración construida para este propósito, pues la autora es
consciente de la importancia de las descripciones, no solo para
recrear en la imaginación del lector algunos de los cuadros más
conocidos de Vermeer, sino también el contexto en el que se
desarrolla la trama y el resto de personajes que interceden.
Es
cierto que la joven de la perla es la protagonista por excelencia,
tal y como demuestra la elección de una narración en primera
persona, pero Tracy Chevalier no pretende que Griet disponga de toda
la atención del lector. A pesar de que el cuadro original carezca de
un fondo, la autora es consciente de que hubo otras personas, aparte
del artista y la modelo, que pudieron influir en su creación. De ahí
la importancia de los personajes secundarios que incluyen desde
Catharina, quien se siente frustrada ante su incapacidad para
comprender a su esposo y padre sus hijos; Maria Things, una mujer
inteligente y manipuladora quien debe asumir los roles que su yerno y
su propia hija reniegan por egoísmo y orgullo; o Taneke, ama de
llaves del hogar, que percibe a Griet como una amenaza, no por su
belleza o juventud, sino por su inteligencia. Resulta llamativo
comprobar esta predominancia de personajes femeninos durante toda la
historia en detrimento de los masculinos. Nuevamente, Tracy Chevalier
exalta la figura de la mujer en una época donde su roles estaban
limitados a esposa, madre, ama de casa y similares, proporcionándoles
un mayor protagonismo a través de sus personalidad y conflictos
mucho más complejos de los exhibidos por los hombres de la novela,
como Van Ruijiven y su comportamiento lujurioso.
Esta
excesiva estigmatización del sexo contrario y la insistencia de la
autora en remarcar el conflicto entre protestantes y católicos son
los únicos aspectos negativos de una novela destacable por la
sobriedad de su planteamiento, la sutil belleza de su prosa y la
irremediable atracción que ejercen sus personajes sobre el lector.
Tras concluirlo, resulta imposible volver a contemplar «La joven
de la perla» con los mismos ojos y es que, como dice la propia
Griet, «puede que no contara ninguna historia, pero aun así era
un cuadro que uno no podía parar de mirar».
Mari Carmen Horcas López