Miguel,
además de no saber cucar el ojo derecho, se resiste al mito del
splendeur de una Francia enseñoreada contra los pieds-noirs
y los sans papiers. Este joven español de veinticuatro
años, cuerpo delgado y un poco ácrata y poeta, no entiende a
quienes se empatriotan desayunando tostadas con mantequilla o
se les abre el culo con sólo escuchar el marchons, marchons
de la Marsellesa. Y es que Miguel, cuando oye spagnol
de merde, recuerda aquellos versos de León Felipe:
Nunca
cantemos
la
vida de un mismo pueblo
ni
la flor de un solo huerto.
Que
sean todos los pueblos
y
todos los huertos nuestros.
Miguel
llega París en los años setenta. Todavía entonces se podían ver
por las calles del Barrio Latino pintadas como soyez realistes,
demandez l'impossible de aquellos jóvenes indignados del
Mayo del 68. Pero Miguel, como cualquier otro extranjero de más
abajo de los Pirineos, o como un simple bougnoule venido del
otro lado del Mediterráneo, en el medio rudimentario donde se mueve,
y lejos de los círculos elitistas de la gauche divine, es
considerado como un patois, mas que como un citoyen
heredero de las proclamas (liberté, égalité, fraternité)
de una revolución estereotipada y clasista.
Miguel,
estudiante de Veterinaria allá en España, es expulsado de la
universidad por esterilizar a la gata del alcalde en lugar de
extirparle un quiste de la ingle. Además a este joven se le hacía
irrespirable vivir acosado a todas horas por la secreta,
adoctrinado por una moral hipócrita, engullido por una tradición
ibérico-carpetovetónica o zarandeado por el orden establecido
de un caos de abusos y despropósitos que le repateaban el estómago.
Miguel
hacía tan sólo dos semanas que había salido de la cárcel de
Carabanchel. Allí en España, al ir a comprar un cuarterón de
tabaco para su abuelo, un campesino inválido de tanto faenar la
tierra, la patrulla antidisturbios lo detiene sin más. Daba la
casualidad que esa misma mañana los estudiantes se habían
atrincherado en barricadas en las escalinatas de la Facultad de
Letras en solidaridad con los albañiles que llevaban más de un mes
en huelga. Los policías acordonan los alrededores de la Universidad.
Cuatro grises como cuatro galgos con sus porras levantadas se
lanzan de improviso sobre Miguel, lo estampan de mala manera contra
la fachada del estanco. Allí mismo, con los pies espatarrados y las
mano en alto de cara a la pared, lo cachean de arriba a bajo. Lo
esposan, lo suben a una de las las lecheras junto con un
puñado de estudiantes, todos apelotonados en el jeep. Luego: a la
comisaría de
Sol,
los careos, interrogatorios absurdos, amenazas, hostias y leches. Y
tras las setenta y cinco horas reglamentarias en los calabozos... al
talego. Este fortuito incidente —alteración del orden público—,
le cuesta a Miguel siete meses y medio de cárcel sin tener arte ni
parte en ninguna refriega o maquinación estudiantil.
Nada
más salir de la trena, Miguel cae en un estado de somnolencia
mental. Le avergüenza vivir en un país en el que un dictador
acartonado mata a quien enamorado de una idea luce una rosa roja en
el ojal de su camisa, empapela a quien aficionado a la poesía lleva
en su mochila El rayo que no cesa, o encarcela a quien se
disfraza de Napoleón con una capa tricolor sobre sus hombros la
víspera de un miércoles de Ceniza. Una buena solución para este
bajón de Miguel sería enrolarse en alguno de los muchos movimientos
de resistencia contra el Régimen franquista que pululan por la piel
de toro de su querido país dolido; pero el letargo de los meses en
prisión le sangró el cerebro, los barrotes de la celda le quitaron
las ganas de luchar por el derrocamiento de la dictadura, los gritos
de dolor de los torturados en el carambú le ensordecieron la
conciencia. Y decide que la indiferencia más absoluta será su
compromiso político. Y lo que unos creerán que este comportamiento
es huida y cobardía, para otros, incluido el propio Miguel, es el
comienzo de un nuevo afrontamiento, otra aventura.
En
una tierra en la que la cultura, los derechos políticos y sindicales
son pisoteados por las botas de un viejo General en estado de guerra
permanente, apoltronado en el Pardo de sus postrimerías
interminables, la grandeur de la France es la salida; la Tour
Eiffel, el faro de la cordura; Montmartre, la colina de
las artes; los Champs-Elysees, el arco de la belleza; le
Quartier Latin, el placer de la literatura; y el Bois de
Boulogne, los jardines de la bonheur conquistada. Esta
ciudad para la mayoría de jóvenes españoles de aquella época,
inquietos y desafectos al Régimen de Franco, era la simbolización
de las libertades cívicas e individuales. Miguel se echa la manta a
la cabeza, no se lo piensa dos veces: y con una mano delante y otra
atrás se sube en el primer tren con destino a la estación de
Austerliz.
Nada
más llegar a París, ayudado por los servicios de un centro de
acogida de la rue la Pompe, Miguel encuentra trabajo sin
contrato alguno, como peón de albañil a las órdenes de otro
español, también exiliado, pero votante del Front National, el
partido de extrema derecha recién fundado por Jean-Marie Le Pen. Le
cuesta Dios y ayuda alquilar una chambre. Por fin encuentra una
pequeña habitación en los altos de un viejo edificio, cerca de la
estación Saint Lazare. El dinero que gana como briqueteur
apenas le llega para comer, pagar la chambre, y además el
transporte. Decide reducir gastos a costa de montarse en el bus sin
billete. En el más de medio año que lleva en París sólo una vez
le exigieron el tique. Saca cuentas. Le sale más barato pagar una
multa cada cierto tiempo por no llevar su billete en regla, que tener
que comprar uno cada día.
Basta
que Miguel espante con el conjuro de su estratagema contable al
revisor de la línea de autobuses, para que a la semana siguiente un
inspector con bigote y gorra le pida el tique. En la siguiente parada
bajan el Controlador y Miguel. Ya están los dos en la prefectura más
cercana. El comisario le pregunta al joven:
Vos
papiers s'il vous plait?
Miguel
quisiera responder al prefecto con aquellos mismos versos del poeta:
me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como
los hijos de la mar; pero no es tan engreído como el policía
sospecha. Miguel se calla. No dispone de ningún aval, ni contrato.
Nada que pueda justificar su estancia en el País ejemplo de las
Libertades. El comisario sentencia:
Los
sentimos, muchacho, debe abandonar Francia. Usted es un gravamen para
nuestra República. Si al menos acreditara que con sus ingresos
contribuye al sostenimiento de nuestra hospitalario País. La ley lo
dice muy claro: todo inmigrante sin recursos económicos será
devuelto a su país de origen.
Esa
misma tarde Miguel es conducido por un coche del Servicio de
Vigilancia operativa de la policía nacional hasta la frontera de
Portbou.
Y
es que Miguel, además de no saber cucar el ojo derecho y ser un poco
poeta, a partir de ahora cuenta con otro chasco más en su vida:
París ya no es París, al
menos, no lo que este joven esperaba.
Juan Serrano