Estuve en París hace
muchos años. Era muy joven y la idea del viaje me daba vértigo. Teníamos quince
días por delante para disfrutar de la ciudad.
El viaje lo hicimos
en coche para dedicar el camino a visitar las ciudades de la ruta y parar en la
campiña a comer sentados sobre la hierba. Nos habían prestado un apartamento en
Paris… ¡Un sueño!
Podría hacer la lista
de sitios recorridos; los paseos junto al Sena; los bocadillos devorados en un
banco a la espera que se abriera el Louvre; Notre Dame y el huevo duro con café
con leche que me tomé en un cafetín contemplando sus torres aparentemente
inacabadas; la Saint
Chapelle con sus vidrieras imposibles; las escaleras hacia
Montmartre; los recorridos en metro; la Bastilla, la Torre Eiffel, la Estatua de la Libertad…
Desde entonces a hoy
han cambiado muchas cosas; la primera de ellas es que ha pasado el tiempo y ese
Paris recorrido en metro o paseado, dependiendo de la hora, está casi borrado
de mi recuerdo. ¿Siempre nos quedará París?
“¡Siempre nos quedará
París!”, dice un personaje de película
en blanco y negro. Me viene esa frase a
la memoria desde la neblina de los
recuerdos de mi infancia. Es lo que pensé al rato de leer el título de la
convocatoria. Ese era un tiempo escondido y abandonado a su suerte en mi
recuerdo. Por eso desestimé inmediatamente la posibilidad de escribir algo
sobre el tema.
La idea me volvió a
la cabeza hace dos noches; y el insomnio me hizo rescatar, de ese fragmento
dormido de mi cerebro, cosas que creí enterradas para siempre.
Una película vista en
la tercera fila de un cine de sesión doble con el suelo lleno de cáscaras de
pipas y olores de ozonopino, cuando mi abuela me recogía los viernes por la
tarde del colegio. Las caras enormes, casi encima de la mía, y unos diálogos
incomprensibles. Un hombre que fuma, un pianista, una mujer que llora… Parece
que quieren estar juntos, pero no puede ser. ¡Tócala otra vez, Sam! Un pianista
amable, una cerveza… y el hombre que entra en la sala y no sonríe mientras
ordena al pianista que no la toque. Un avión, una mirada, un gendarme, una
guerra, una ciudad: Casablanca.
“El tiempo pasará” es
el tema central de la banda sonora. Él no quiere que Sam la toque… Cuando el
tiempo pasa, ese tiempo ya no puede volver. Tal vez sea esa la razón de la
orden que recibió el pianista amable. Nosotros seguimos adelante, sobre todo si
tenemos claro el camino a seguir. Y Rick Blaine lo tenía claro.
Esas semanas en
París, que disfruté por fuera pero que padecí por dentro, marcaron el principio
y el final de una felicidad que nunca existió. Lentamente, fui tomando
decisiones que me hacían sentir mejor. Pero me fueron alejando de mi compañero
de viaje.
Ya no queda París ni
quiero que me quede. Aunque me alegro de haber escrito estas líneas como
homenaje a esa magnífica mujer, mi abuela, que nunca salió de su ciudad porque
le daban miedo los barcos y los aviones. Nunca fue a París.
Ahora casi tengo la
certeza de que mi abuela, cinéfila hasta la médula en un tiempo en que las
mujeres no salían solas a la calle, también intentaba huir de algo que no pudo
resolver y que recortaba su libertad. Se consolaba yendo al cine cada vez que
alguien la acompañaba y que casi siempre era nadie.
Estaba sola, pero me tenía a mí por lo menos los viernes.
Me tengo a mi misma…
porque, como decía la canción, el tiempo pasará…
Y pasó.
¡No la vuelvas a
tocar, Sam!
Ya nunca me quedará
París.
Mª del Carmen Baeza Verdú
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