Llueve y hace un frío húmedo por la ciudad que Julio recorre camino de casa
de su antigua vecina. Va como si descorriera el tiempo que hay desde sus
diecisiete hasta sus siete años. Se siente preocupado por lo que puedan pensar
quienes lo vean con ese chubasquero
verde caqui de su padre –el suyo lo perdió en la última acampada que hizo–, que
es un hombre de muchos más kilos sobre los huesos que los que cubren a los suyos.
Como calibra que le sienta como un trueno y que puede darse un par de
vueltas con él, no quiere cruzarse con ningún amigo ni, mucho menos, con
ninguna amiga. No ha tenido más remedio que ponérselo cuando su madre ha
insistido en que cogiera su paraguas, a lo que se ha negado diciéndole que «va
lleno de floripondios», cogiendo el de su padre, pero ella le ha dicho que no, «que
ya llevas tres perdidos en lo que va de año, y él no quiere que le dilapides ese también», a lo que ha
repuesto que «tampoco son tantos, porque estamos en diciembre. Ni a uno por trimestre
llego», diciéndolo justo en el momento en que su padre ha salido al encuentro
con el chubasquero en la mano, dirigiéndole una mirada incisiva, por lo que,
algo intimidado, lo ha cogido de un
tirón y ha partido escaleras abajo.
Aún no han dado las nueve de la mañana pero ya se ve que el ambiente
callejero es distinto al de otros días. Es veintidós de diciembre y por donde va
pasando se encuentra bares y cafeterías con gente pendiente del televisor,
aglutinados por la lotería que pronto empezará a sortearse. Aunque llueve sin
demasía hace un helor penetrante que solo él parece sentir, porque no ve
rostros ateridos en quienes circulan por las avenidas, calles o callejuelas que
va atravesando, más bien los intuye animosos, y aunque algunos digan: «Nos
tocará salud, como todos los años», él percibe cierto matiz de incertidumbre
placentera que les permite postergar sus vaticinios, por lo que, a pesar de
estar en contra de casi todo lo que dice su progenitor, piensa: «Mi padre tiene
razón, son unos pardillos»; y lo recuerda esa misma mañana mirando escéptico al
décimo y a las tres papeletas que ha comprado, quejándose de lo pardillo que es
por picar un año más. Más adelante, parado ante un semáforo en rojo reflexiona,
concluyendo que «en el fondo compra lotería porque necesita creer en ella. La
verdad es que esa furgoneta que necesita para la empresa lo lleva de cabeza».
Cuando entra por la calle donde está el bloque de pisos donde vive
Gaspara y donde él vivió desde que nació hasta sus siete años, siente un bocado
de nostalgia, pero se lo sacude pronto diciéndose: «En vez de aquí, podría
estar sobando manta ahora mismo. Solo a unos padres como los míos se les ocurre
mandar a su hijo a ayudar a una mujer vieja y manca un domingo. Esa es la
prueba de cómo pasan de mí. Ni con mi hermana ni con mi hermano se hubieran
atrevido». Trata de ahuyentar de su
mente que ha faltado bastante a clase y ha suspendido cinco asignaturas. «Estoy
cerca y malditas las ganas que tengo de llegar; ya no soy un crío, ni me
parezco en nada al que era. Y aunque ellos digan que este es el resultado de
hacer pellas no creo que me lo merezca. Es mi último año de bachiller y jodidas
las ganas que tengo de terminarlo ni de seguir; para qué, si luego no me va a
servir de nada, no hay ni un puto trabajo que te espere, ni siquiera como albañil
en la empresa de mi padre voy a tener sitio… Y, para colmo, soy un asco como
estudiante, no como mi hermana mayor que es una lumbreras, ni como mi hermano,
el mengajo, que cualquier día lo llevan a un centro para superdotados. A ellos
sí que los miran bien, sé que si cualquiera de los dos perdiera todos los
paraguas del mundo no les tendrían las monsergas que me disparan en todo el
careto. En cambio a mí solo saben decirme las cosas que pierdo. Por eso pierdo
clases…, por lo menos así se dan cuenta de que hago algo. Aunque si mi padre se
emperra en ponerme como castigo el sacarme de la cama en los días de asuntos
propios tendré que pensar en dejar de hacerle caso, porque total para lo que me
sirve todo esto… Aunque reconozco que no
soy como el Nicolo, que ha dicho que se lo deja todo, mandando los estudios a
tomar por saco y sin hacer caso a nadie de su familia. Dice que quiere vivir a
su bola y pasar de todo el mundo». Julio sigue andando y renegando en silencio
hasta que la nostalgia le da otra sacudida que no puede esquivar al mirar, con
ternura, los escaparates de las tiendas de la que fue su calle, más antiguos
que los que hay en el barrio donde vive ahora; ojeando en ellos la vigencia de
aquel toque a novedad anual navideña que ya mostraban en su infancia, sobre todo
el de la librería y el de la confitería, ante los que cada año se paraba con
los ojos ávidos y el paladar jugoso, y Gaspara se le planta en su memoria,
junto a los cordiales que les hacía por Navidad a todos los chavalillos que
vivían en el bloque. Ah, aquellos dulces guardados en pequeñas cajas atadas con
una cinta de raso estrecha como su dedo meñique, en cuya lazada sujetaba una
varilla de incienso para encender la noche del cinco de enero, indicando con el
aroma, a los Reyes Magos, el lugar donde debían dejar los regalos. Para eso va
él allí, porque su madre se enteró en el trabajo de que su compañera y antigua
vecina –viuda y sin más familia en la localidad–, se rompió el hueso de un
brazo, y se ofreció a echarle la mano que a ella se le ha estropeado. Después,
y en consenso con su padre, decide mandarlo a él para que sepa lo que es
trabajar y escarmiente sintiendo las propias consecuencias de sus actos, y de
paso adquiera alguna habilidad.
Antes de llegar al bloque se quita el chubasquero porque no quiere que
lo vean con tal trinchera; «menos mal», piensa al cruzarse en la entrada con
Isabel, la hija de Antonia. Se recuerdan perfectamente aunque se hayan saludado
casi como desconocidos, porque el tiempo también es distancia si las relaciones
se alejan. Llama, y al abrirse la puerta un olor antiguo y grato lo recibe
junto a la mujer del brazo escayolado. Se saludan afectuosamente porque, eso sí
lo tiene Julio, es educado y sabe disimular bien sus descontentos.
En la cocina, y ante un cuenco enorme, empiezan a hacer los dulces. Con
la mano sana, Gaspara va echando la almendra, los huevos, el azúcar y la
ralladura de limón, y Julio siente que su rechazo se va transformando a la vez
que va mezclándolo todo hasta llegar a formar una masa compacta y no dura que
destapa un sabroso recuerdo en su paladar que define para sus adentros como
«denso, con un ligero toque de frescor tierno y excitante», con la misma
cadencia con que suelen hablar los catadores de vino en las películas o series
que ha visto. Cuando ya lo tiene todo bien mezclado, siguiendo las
instrucciones que ella le indica, coge porciones que le caben en el hueco de la
mano y compone unas bolas con hoyuelo central en el que deposita su ración de
cabello de ángel y que cubre con la masa
almendrada, después las para en un trozo de oblea. Cuando están las piezas
depositadas
en la llanda bien enaceitada, en filas lo suficientemente espaciosas como para
que no se peguen, se meten al horno, y preparan la siguiente.
Ya huele el cocer de los cordiales, mezclándose con el aroma del limón
que se ha rayado y que descansa en su blanca desnudez sobre la mesa, y con el
de la almendra molida y cruda que aún persiste junto al que emanan las hebras
de calabaza caramelizadas, encubriendo al de los huevos crudos; hasta las
obleas con su tenue aroma ponen su matiz.
Llaman a la puerta y ella sale a abrir, Julio sigue en la cocina, donde
llegan con claridad las palabras: «Buenos días». «Buenos días, Antonia». «Quiero
pedirte un favor». «Pasa, y dime». Empieza titubeante: «Está recién empezado el
sorteo de Navidad y todavía no ha tocado ningún premio de los gordos… Tengo
este décimo, te lo vendo. Como era para una asociación, costó veintitrés euros,
pero dame sólo veinte… son los que me faltan para pagar la luz, y tiene que ser
esta misma mañana». «Antonia, ahora
mismo te doy los veinte, pero sin el décimo, que es tuyo, y quién sabe… Ya me
los devolverás cuando puedas…, a lo mejor con lo que te toque de él. Espera un
momento que voy a por el monedero.» La vecina en apuros le dice: «Ni mucho
menos, que ya te debemos bastante. Si no lo tomas no aceptaré ningún dinero…
Mira, si te tocara más de lo que te debo la cuenta queda zanjada, y si no, sigo
en deuda contigo», Gaspara accede. Cuando vuelve a la cocina pone el boleto pegado
con un imán en la puerta del frigorífico y después enciende la radio con el
sonido más bien bajo, para que quede casi en un rumor el soniquete de los niños
cantores, permitiendo a la vez que se perciba la reiteración de las voces
cuando indiquen los números que han tocado, para poder prestar atención por si
la suerte rondara por la estancia. El muchacho no le expresa su escepticismo
ante las expectativas que tan de golpe ve que la están ocupando, y que se
desbordan cuando le dice que escriba, en una hoja que arranca de una libreta,
que el décimo con el número 31213 pertenece además de a ella, a él y a Antonia,
completando los tres nombres con sus apellidos. Por un instante el chico piensa
que la mujer está chalada, después se deshace de esa idea y se queda con que
tan solo es… diferente. De nuevo recuerda lo que opina su padre al respecto y
teme que tenga razón, de hecho no conoce a nadie de cerca a quien le haya
tocado nada más allá del reintegro. Pero no le comenta nada a la mujer que tan
generosamente ha compartido con él un tercio de futuro económico. Se centra en
los cordiales, en el olor a manjar diestramente tostado y crujiente, en el
sabor a premio que ya le ha dejado el que ha probado de la primera tanda, en el
sonido leve y sinuoso que sueltan al transformase de crudos en horneados, en el
tono dorado… Cordiales que conforme van saliendo se van dejando en la amplia
encimera para que se enfríen.
«¿Por qué te llamas Gaspara?», quiere saber Julio. «Porque nací chica,
de haber sido chico me llamarían Gaspar». Y así empieza a contarle su historia
que arranca de los años de la niñez de su padre. «Todo empezó un cinco de enero
en que salieron a ver a los Reyes Magos para darles las cartas escritas con lo
que querían y hacerse una foto con ellos (mi padre era, de los tres hermanos
que formaban su familia, el de en medio). Era el primer año que se hacía
aquello en el pueblo y todos estaban muy expectantes, mi padre y mis tíos eran
pequeños y aquello les hacía una ilusión muy grande; piensa que entonces solo
tenían los regalos que recibían el seis de enero. No pasaba como ahora, que se
regala con más facilidad. El caso es que cuando llegaron a la plaza donde habían
ubicado sus tronos en los que se sentaron para recibir a toda la chiquillería,
los tres hermanos querían posar solos y solo con Baltasar; su madre les dijo
que puesto que había tres reyes mejor que cada uno se retratara con uno
distinto, así con una foto saldrían despachados y sería mejor para el poder de
su bolsillo, pero los tres eligieron entonces a dos: Baltasar y Melchor.
Ninguno quería hacerlo con Gaspar. Mi abuela, consintiendo, porque no quería que
empezaran con rabietas de las que solían montar en casa cuando todos querían la
misma cosa, se puso a la cola con sus tres hijos. Contaba mi padre que mientras
iban avanzando lentamente, se iba dando cuenta de que todos los niños le
entregaban su carta y se hacían una foto con Melchor o con Baltasar, pero nadie
se la hacía con Gaspar. Empezó a sentir una compasión muy grande hacia aquel
rey mago de cabellera flameante, y pensó que todos los niños que pasaban de él
no veían lo solo que lo estaban dejando, se dijo que eran tontos por no darse
cuenta, y, justo cuando le faltaban tres pasos para llegar hasta ellos y entregarle
la carta y retratarse con uno que no sería Gaspar, comprendió que él era igual
de tonto, entonces eligió no hacer invisible al rey pelirrojo. Se fue derecho a
darle la misiva y a subirse sobre sus rodillas para que el retratista del
pueblo plasmase esa primera vez que iba a posar con un rey mago. Llegó a
afirmar mi padre que ese año los regalos que tuvo le parecieron los mejores de
toda su vida, sintiendo que realmente un rey auténtico se los había llevado.
Entendía que era un rey listo, como son todos los magos, y se daría cuenta de
que lo había elegido porque no quería que estuviera solo, de que esa era su
manera de decirle que podía contar con su amistad. Decía que desde entonces se
propuso prestar más atención a los que estaban solos porque siempre tienen algo
esperando para compartir; también a interesarse por el presente que, según la
tradición cristiana, Gaspar llevaba a Jesús, chiquillo que había nacido pobre.
Ese presente era incienso, símbolo de espiritualidad, vamos, de esa parte
divina que tenía como ser humano que era. Comprobó que si el oro era caro y la
mirra difícil de conseguir, el incienso no era ni caro ni difícil de mercar,
por lo que todos los años, cuando se acercaba la fiesta de los Reyes Magos
compraba una varilla y la encendía en su habitación; era su forma de agradecer que
Gaspar le enseñó que las personas siempre tienen algo para compartir con otros
y que se les pone un brillo especial en los ojos cuando alguien lo recibe.
Alguna vez lo escuché decir que cuando la encendía se acordaba de la luz que se
le prendió en los ojos al mago de Oriente cuando él se subió sobre sus
rodillas, que era como si esa tarde fría de aquel cinco de enero, ambos, el rey
y mi padre, se hubiesen hecho visibles para el mundo. Poco a poco fue anidando
en él un deseo terne: cuando tuviera un hijo le pondría Gaspar. Así que cuando
se casó y esperaba su primer hijo, éste ya tenía nombre, pero, ¡ah!, nació mi
hermana y no pudo ser. Cuando esperaban al segundo retoño ese sí que sería Gaspar,
pero, ¡zas!, nací yo, y mi madre, que no era mujer de largas, decidió terminar
el nombre con una a, cosa que mi padre interpretó como otra prueba más de la
magia del encuentro de aquel cinco de enero. Así que ese, Julio, es el porqué
de mi nombre. En cuanto a mí, ya sabes que no soy pelirroja, sino que pasé de
un pelo tan negro como el de Baltasar a tenerlo tan blanco como el de Melchor.
Sin embargo sí me centré en el color y olor de las cosas que me recuerdan al
segundo rey mago y los utilizo todo lo que puedo, por eso hago cordiales y los
empaqueto en cajas con cintas anaranjadas para regalar a toda la chiquillería
del bloque, niños que se van renovando y a los que me gustaría transmitirles a
través de estas pequeñas cajas la pasión por las cosas –y mientras lo dice va
colocando en ellas con esmero los dulces, pasándole después la caja a Julio
para que le ponga la cinta con la vara de incienso– Cuando veo que tú, que
tuviste tus cajas, estás aquí, ayudando a una lisiada, pienso que es porque
algo de ese apasionamiento se te enganchó y te bulle aún por dentro».
Julio está a punto de decirle que su visita no es por gusto sino por
imposición, pero no lo suelta. Reconoce que podía haber hecho pellas, como en
el instituto, o haber seguido los pasos del Nicolo y pasar de todo, y no lo ha
hecho, «por suerte», se dice mientras escucha y ayuda, y va notando que le
sienta bien imaginarse como repostero. De repente le urge terminar bien los
estudios y empezar con otros, puede que los de Hostelería. Se siente feliz por
la forma en que Gaspara le cuenta las cosas, como si él fuera importante para
ella y fuera, además, inteligente.
Ha pasado el sorteo de Navidad y no se han dado ni cuenta. Salen a la
galería a dejar las llandas para fregarlas después, con el fin de que haya más
espacio en la cocina, allí escuchan voces que vienen del piso de al lado, donde
vive Antonia; su marido le dice gritando: «Estás loca, ¿cómo has podido darle
el décimo de lotería? Podría habernos salvado de la ruina y se lo has entregado
por veinte euros miserables…» a lo que Antonia le responde: «Veinte euros que
nos han servido para completar el dinero de la factura de la luz, que si no la
cortaban. Y, además, ¿quién sabe si de tenerlos nosotros hubiera tocado?», y él
le espeta: «Eres imbécil, no, imbécil no, estas chiflada… Me voy a terminar de
ahogar mis miserias, que aquí ni siquiera eso se puede. ¡Ni una mala botella de
coñac…!» Se escucha un portazo brutal
cuando el marido de Antonia sale de casa. Dejan la galería entumecidos y
tristes y entran en la cocina. Prestan atención a la radio, no tarda mucho en
sonar el número que tienen delante. Les ha tocado el tercer premio. Gaspara
coge el papel y le dice a Julio que le va a dar su parte a Antonia, pero que la
de él sigue como habían acordado. Y el chico, que no creía en que la lotería toque
a gente palpable y menos en que alguien pudiera darle una parte sin comerlo ni
beberlo, se sorprende de ver que tiene unos cuantos miles de euros. Por un
momento se siente tentado a quedárselos, es como ser rico de un porrazo de
suerte, pero después piensa –no muy convencido, pero sí con ganas de quedar
bien ante la buena mujer–, que lo mejor es dárselo todo a Antonia y así lo
dice. Por teléfono llama a casa de su vecina, le dice que cuente con el décimo,
que ella interiormente lo había tomado con esa condición. Pero la voz, que
suena llorosa a través del auricular, no lo acepta. Al poco llaman a la puerta,
es Isabel, que tras saludar explica: «Dice mi madre que no le podía haber
tocado la lotería a nadie mejor que a ti. Así que no debes preocuparte.»
Gaspara le va contando lo del contrato firmado por ella y Julio mientras se
dirigen a la cocina donde le enseña el papel con la división entre tres, pero
que por las circunstancias que están pasando lo justo es que lo cobren ellos.
Isabel, reconoce que es verdad, que a su padre hace tiempo que le va mal la
tienda de coches de ocasión, que era una incógnita el que les hubiera o no
tocado de tener ellos el número y que el reparto, que aceptaba, sí era un
premio real. A la buena mujer se le ocurre ir a ver la tienda de coches porque
quiere comprarse uno tan pronto como pueda, para que su vecino empiece a ver un
horizonte de esperanza. Como la tienda está cerrada, Isabel les enseña unas
fotos de los vehículos que tiene en el móvil –lleva unos meses buscando
compradores por su cuenta, todavía sin éxito–, la mujer elige uno. A Julio le
gusta una furgoneta para su padre. Se interesan por el precio y hacen cálculos,
todos saldrán ganando.
Ya, más tranquilos, invitan a Isabel a probar los dulces, pero la
muchacha llama antes por teléfono a su padre –sabe que está bebiendo y eso le
preocupa–, cree que si le dice que tiene dos ventas puede dejar el bar y volver
a casa a reconciliarse con su madre. La anfitriona pide que se le eche una foto
al papel firmado, para que conste. A Julio, lo que está viviendo le parece
surrealista, sensación que se desvanece cuando, tras terminar de ayudar a «la
mejor reina maga» –así nombran a la sabia mujer, que se ríe ante la
ocurrencia–, Isabel le propone dar un paseo. Él acepta gozoso a la vez que pide,
mental y acuciosamente, que haya dejado de llover, porque no es lo mismo llevar
ese chubasquero puesto que debajo del brazo. Gaspara se acerca a la ventana,
mira y dice: «ha parado de llover». Muerden con ganas los cordiales, la alegría
de la vida brilla en sus ojos.