Cuando flaqueaba, cerraba los
ojos y pensaba en el arco iris.
Cómo si fuera una orden, los tres
niños imitaron el gesto que hacía su abuelo. Bajo los párpados, intermitentes
luces de colores provocaron la risa del que se sentaba en el centro.
―¡Lo veo abuelo! ¡Veo el arco
iris!
―Calla tonto― dijo el hermano que
le seguía en edad y se sentaba a su lado en el suelo dándole un codazo― Son las
luces del árbol de navidad. Por la noche no hay arco iris ¿verdad Manuel?
Manuel les miró. Los pequeños
siempre acudían a él cuando no se ponían de acuerdo para que en su sabiduría de
hermano mayor, zanjara en uno u otro sentido la disputa, algo que a sus doce
años le llenaba de orgullo.
―Claro que no enano, el arco iris
necesita agua de lluvia y rayos de sol― repuso él con la paciencia de quien
enseña al que no sabe, bien por ignorante, como su hermano Paco, o por
pequeñajo, como Miguel.
―Pues ahí estás equivocado
Manuel― la boca de los hermanos se abrió en un círculo perfecto por la
sorpresa.
―Pero abuelo…
Manipuló la pipa con dedos
hábiles, llenó la cazoleta, prensó el tabaco… pero no la encendió. Hacía varios
años que dejara de fumar y no lo echaba de menos. No señor. Más no ocurría lo
mismo con el suave aroma que dejaba el tabaco en la habitación. Ninguna vela
aromatizada podía igualar el olor dulzón que desprendía.
>> No detenía el paso―
continuó con la historia, sin atender la protesta de su nieto― pues la
distancia es siempre relativa, y aunque en algunos tramos la lejanía era
evidente, en otros, sentía en su cogote el cálido aliento del maligno, que
ocultaba bajo piel de cordero, su negra entraña.
Lo había prometido. ¡Y albricias
que lo cumpliría! Aún sabiendo, como de cierto sabía, que era muy probable que
jamás regresara a su hogar.
Añoró la casa que cercana al río,
quedó llorando su ausencia. Se vio de niño ayudando a su padre a construirla,
el hueco excavado junto al sauce y a Pigmalión, el mastín de la familia,
llorando sobre la tumba… La recordó a ella, perdida en medio del bosque, su
confusión al verla, la creencia de encontrarse frente a un hada, de esas que su
madre dibujaba con hermosas frases, mientras le conducía por la vereda del
sueño…
No fue sino al acercarse cuando
se hicieron evidentes los rasguños que las ramas provocaban en su piel al
agitarse. Protegía el rostro con mechones de cabello y con los brazos. Brazos
enrojecidos por la sangre que empezaba a coagularse.
Ordenó que se detuvieran.
Árboles, arbustos e incluso pequeñas flores que mordían sus tobillos, lo
hicieron en el acto. Sólo el almendro ignoró el mandato y lanzó un puñado de
frutos que alcanzaron en algunos puntos el cuerpo agazapado.
Repitió la orden, acompañando las
palabras con una mirada firme. El último acto de rebeldía por parte del
almendro, un único fruto que cayó a escasos centímetros de su pie.
La ayudó a incorporarse, no era
ni tan hermosa, ni tan joven, adolecía también de esas alas brillantes que
suponía a las de su género; pero tenía la mirada limpia y gratitud en los
labios. No necesitó nada más para abrirle las puertas de su casa y ofrecerle
hospitalidad.
Curó sus heridas con ungüentos
tradicionales que el boca a boca había ido dejando en herencia a los
descendientes de su familia. Pero la mejoría era demasiado lenta, adormecida la
mayor parte del tiempo poco más podía hacer que deslizar por sus resecos labios
un paño mojado en agua clara y hacerla ingerir pequeñas cantidades de frutas
machacadas cuando por escasos minutos parecía recobrar la consciencia.
Los días se iban sucediendo. El
bosque cerraba filas en torno a la cabaña, las ramas de los árboles más
cercanos golpeaban con furia los cristales. La hiedra, se colaba entre el
quicio de la ventanas. Nunca la naturaleza se había ceñido de manera tan férrea
al pequeño reducto de terreno en que se ubicaba su hogar. Aquella desconocida
que descansaba en la cama debía ser pieza importante en aquella manera de
actuar. Confirmando sus pensamientos, el naranjo mandó una horda de frutos
sobre el tejado colándose uno de ellos en el interior.
Los días pasaban en aquel
duermevela de las horas que parece no avanzar ni retroceder. Pero el tiempo
seguía su curso. La tímida luz se colaba por los escasos resquicios que
encontraba entre la vegetación y fue la encargada de avisarle. Se levantó con
trabajo de la silla que ocupaba desde hacía semanas, ésta había adoptado su
forma y se aferraba a él en un intento de que no se alejara del objeto de sus
desvelos. Hubo de luchar contra la separación y el remordimiento por abandonarla
a su sueño, pero desde el exterior sonaba el canto de sirenas que le invitaba a
respirar fuera de esas cuatro paredes. Le costó abrir la puerta, la hiedra
servía de cerrojo cuya llave era un forcejeo que dejó algunas ramas en el
suelo. Le recibieron los abetos cubiertos de luces que anunciaban la llegada de
la Navidad, y él no había podido disfrutar de sus preparativos. Pensó que el
reclamo del bosque era el abandono al que le había condenado desde la llegada
de la mujer ¡Qué equivocado estaba!
El manto que cubría la tierra
crujió bajo sus pies. Se arrodillo acercando el oído. Necesitaba escucharla;
siempre fue generosa mostrándole el camino cuando se sentía perdido. A cambio,
él la cuidaba y protegía de todos aquellos que querían herirla.
Quería la tierra hablarle, como
en tantas ocasiones, de su temor al fuego; de los ríos que desaparecían al
desviar los cauces para construir sobre ellos; de centenares de hectáreas
arrasadas por la ambición del hombre. Aquella mujer… ¡Maldita y mil veces maldita!
Mentirosa y zalamera obligó a los dioses del agua, bajo promesas de amor que
nunca cumpliría, a vaciar el océano. Y cuando la tierra a su alrededor se
volvió yerma, huyó despavorida ante la desgracia que su deseo había provocado,
sembrando el desierto a su paso.
Todo eso le contó la tierra, con
el frío glacial de la nieve traspasando su cerebro. Sólo la destrucción de
quien tanto mal había causado, haría a los dioses recuperar su poder y llenar
de nuevo los mares y océanos. Allí quedaban ellos, pequeño reducto fértil en
medio de un páramo estéril. Únicos soldados en una batalla en que suplirían con
coraje y valentía, incluso con malas artes si de frente no pudiera ser, la
escasez de efectivos destinados a luchar.
Codazos disimulados entre los
niños y risas ahogadas fueron la respuesta a ese comentario, para decepción del
abuelo que esperaba un poco más de entusiasmo ante lo que consideraba era una
de las mejores partes de la aventura.
―¿Qué os hace tanta gracia?
Si quería reconducir el cuento,
no le quedaba más remedio que saber y eliminar aquello que no les resultaba lo
suficientemente atractivo como para seguir prestando atención.
⪢
Ningún general se echa a reír en medio de la batalla jovencito― dijo
dirigiéndose al mayor de sus nietos por considerarle instigador de esa
rebelión― Mandar a las tropas es un asunto muy serio y si no estás capacitado
para hacerlo mejor renuncias y le dejas tu cargo a Paco que estoy seguro sabrá
cómo conducir su ejército a la victoria.
Surtieron estas palabras el
efecto deseado. Paco enrojeció al pensar que su abuelo le consideraba lo
bastante importante como para llevar a buen puerto esa complicada misión.
Salvar la Tierra nada más y nada menos, de los desiertos que amenazaban con
arrasarla. Ufano, afirmó con la cabeza dando a entender con ese gesto, que él
estaba dispuesto a lo que fuera necesario.
Por su parte Manuel, se removió
molesto. Él era el mayor, él tenía el mando y le demostraría a su abuelo que si
le daba una nueva oportunidad, conseguiría vencer a la malvada mujer que con
malas artes, había querido destruir el planeta.
―¡Claro que no abuelo! Yo lo
haré― y al ver la decepción en el rostro de su hermano añadió― Pero necesitaré
de vosotros para conseguirlo ¿Querréis ayudarme?
Los pequeños empezaron a hablar a
la vez. Involucrar a los chicos había sido una buena idea por eso, dirigiéndose
a Manuel le dijo:
― Ponga orden General― Manuel se
esponjó ante la mirada envidiosa de sus hermanos― Y dígame ¿usted qué haría?
De nuevo el parloteo llenó la
habitación, al abuelo no le quedó más remedio que pedirles silencio para poder
continuar. En la esquina, el abeto aceleró la frecuencia de las luces, parecía
comprender que las coníferas tendrían un papel destacado en aquella historia.
⪢La
hiedra, había aprovechado su diálogo con la tierra para avanzar. Cuando él,
alertado por ese sexto sentido tan característico a las mujeres pero que
nuestro protagonista también poseía y sofocado ante una prisa que la escasez de
metros no aconsejaba llegó al interior, la encontró anudada alrededor de su
cuello. El rostro antaño casi transparente, se tornaba azulado ante sus ojos.
Nunca mutiló planta a propósito, pero esta vez tenía la obligación de hacerlo
aunque con ello condenara a la sequía al resto del planeta. Aquella mujer,
aunque la vegetación no lo entendiera, era la clave para calmar su sed, y su
destrucción solo traería una victoria ficticia y poco duradera. ¿Qué cómo lo
sabía? Pues… Porque lo sabía y punto.
Los niños sonrieron.
Se replegó el bosque enfadado por
no poder contar con él como aliado. Trató de explicarles el motivo pero
enmudeció la tierra y los sonidos de los árboles se volvieron incomprensibles.
Desde ese momento, se había convertido en su enemigo. No todos estuvieron de
acuerdo.
Tal vez fuera porque andaban
cercanas las fechas navideñas y de siempre se ha dicho que es época de ayudarse
y perdonar, pero los abetos, con susurros que no provocaba el viento,
dialogaron en su lengua desconocida también para el resto de la vegetación,
pues a la común, se unían pequeños dialectos que aunque apenas se utilizaban
eran conocidos por los miembros de una misma especie. El más menudo se erigió
jefe, su cercanía al suelo le permitía comunicarse mejor con el atribulado
hombre. Las alternas luces que embellecían la especie, se iluminaron todas a
una logrando llamar su atención, quien sería portavoz envolviéndole con sus
ramas le había advertido del peligro que acechaba a la mujer y ahora, ya a
salvo, le reclamaba de nuevo haciendo brillar la estrella que le coronaba. Él
hombre se acercó sin perder de vista el lecho, temía que si no vigilaba, alguna
planta más podría acercarse a ella con intención de dañarla.
―Hay una manera de salvarlas.―
susurraron las hojas entre luces.
―¿Salvarlas?― comprendió que
hablaba de la mujer y de la Tierra― Haré lo que me pidáis.
―Debe perder lo más hermoso que
posee y tú decidirás de qué se trata. Puede ser algo físico o espiritual, tú
decides. Pero hazlo bien pues el atributo que le niegues nunca más le será
devuelto.
El pecado cometido era grande, y
grande habría de ser la penitencia. Así lo entendía el hombre, que aunque
compasivo, era consciente del alcance de mala actuación. Lo más hermoso de
aquella mujer era su cabello, el mismo que junto con los brazos trataba de
proteger la cabeza del ataque de las plantas.
―No puedo hacerlo.― imaginaba
como se sentiría al despertar y verse despojada de aquel adorno.
―Hazlo― dijo el abeto imperativo
presintiendo sus dudas― o todo quedará reducido a arena. También ella.
―Me odiará cuando lo descubra.
―Nunca despertará si no lo haces.
Cargarás con su culpa, tuyo será su castigo. Y también serás culpable de
nuestra destrucción.
Aturdido obedeció al árbol sin
saber muy bien si era lo correcto. Por un lado creía ciegamente en sus
palabras, necesitaba aferrarse a una esperanza por abstracta que esta fuera,
pero por otro, escuchaba sin palabras las súplicas de la mujer que sollozaba en
silencio para que no lo hiciera. Tenía que afrontar la decisión, acertar o
equivocarse, rezó para que no fuera lo segundo. Cogió unas tijeras y sin orden,
empezó a dejar caer los largos mechones, cuando vio la cabeza mal trasquilada
lloró lágrimas de dudas, pues así, sin la protección del cabello, dejaba al
descubierto toda su hermosura.
Le instó el abeto a recoger el
pelo empapado en lágrimas y a viajar en pos del arco iris. No era seguro, pero
si lo alcanzaba, quizás los esquivos colores querrían ayudarle mostrando la
manera de romper el maleficio y consiguiendo que los dioses del agua
recuperaran su poder, restableciendo el orden normal del universo. No debía
preocuparse por ella, estaría bien pues el resto de vegetación había prometido
no atacarla mientras él estuviera ausente cumpliendo la misión. Para no
sentirse solo, le acompañaría uno de los abetos cuya juventud le hacía lucir
más adornos navideños y una pequeña flor de pascua.
En ese camino pues se hallaba el
hombre, en pos del arco iris que se mostraba ante él y se alejaba de forma
caprichosa, marcándole una desenfrenada carrera, pues el tiempo se agotaba
“Hasta la medianoche de la Nochebuena, en el mismo momento que el reloj marque
el primer minuto del día de Navidad, todo estará perdido”. Y ya había recorrido
tres de los seis días que le separaba de aquella fecha sin conseguirlo. Pero él
no descansaba, ni se rendía. Cuando las fuerzas flaqueaban, cerraba los ojos y
pensaba en el arco iris y entonces lograba que el fétido aliento de aquella
criatura que le perseguía, por unos segundos desapareciera.
Al paso de los días las hojas más
bajas del abeto se habían ido secando, las luces brillantes que colgaban de sus
puntas se apagaban. La flor de pascua languidecía con el calor, ya no se sentía
con fuerzas de hacerles ameno el camino con historias repletas de sonrojos y
púrpuras. Apenas le quedaban dos o tres hojas encarnadas, el resto de puro
amarillas se confundían con la arena del desierto que agotados atravesaban.
Pocas fuerzas les restaban, al quinto día y tras un nuevo juego del esquivo
arco iris, la última hoja de la flor cayó a sus pies, era de un rojo encendido
y sin embargo, inexplicablemente se había desprendido del tronco. La cogió con
cuidado y la introdujo en la vasija donde almacenaba cabello y lágrimas. Un
trocito más de ese viaje que cada vez tenía menos retorno. También el árbol
flaqueaba, la única luz que le quedaba era la grandiosa estrella de la copa,
temiendo que tampoco resistiera, le pidió al hombre que la guardara, pero no en
la vasija, donde no se vería, sino en uno de los bolsillos, de esa manera,
cuando el orgulloso árbol quedara vencido sobre la tierra, la estrella le
podría guiar. Si esperaban a que eso sucediera para cogerla, sería demasiado
tarde y perdería su resplandor, al igual que lo habían hecho el resto de los
adornos. “Los abetos no nos rendimos. Y menos en Navidad” dijo. Y pudo dar fe
de ello. Aguantó hasta la amanecida del último día y allí quedó inerte. El
hombre, tras rascar algunas partes de la corteza, que dieran testimonio de que
también él había sido compañero en aquella peligrosa misión, la guardó con los
demás objetos. Y solo, añorando su casa, temiendo por la mujer, llorando a sus
compañeros, avanzó dispuesto a agotar el plazo concedido por el bosque.
El atardecer se cernía denso,
todavía había tiempo. La medianoche aún tardaría en llegar. Sacó la estrella
del bolsillo, ver mitigada la oscuridad le hizo sentir un poco mejor. A lo
lejos… Sí, parecía que a lo lejos se fundían los colores, aceleró el paso
aunque sabía que su destino jugaba con él moviéndose a su antojo. La hora se
acercaba y nunca llegaría hasta él. Era tan hermoso verlo allí, distante e
inalcanzable. No salvaría la Tierra pero tampoco sus ojos la verían convertirse
en un erial. En su pupila quedaba aquella hermosa visión para siempre.
Con las manos empezó a cavar a
sus pies, fue tarea complicada, pues no poseía herramientas para ayudarse y en
contra de lo que se pueda pensar, la arena del desierto no es fácil de horadar,
se niega a ser separada, se escurre hasta rellenar de nuevo los pequeños espacios.
Son cómo esos elementos opuestos que se atraen. Cercana ya la medianoche,
campanadas con cada latir del corazón, dejó la vasija en el hoyo, a punto de
apagarse la estrella la colocó junto a los otros objetos en el interior. No más
lágrimas de dolor, no más lágrimas de derrota. No pudo vencer pero no sería su
llanto los que cantaran los romances.
Enterraría la vasija y la
cubriría con su cuerpo, a modo de cápsula de un tiempo pasado que no fue mejor.
Arrojaba arena encima del recipiente cuando el lejano arco iris se situó sobre
su cabeza quizás consciente del papel tan importante que desempeñaba en aquella
historia y viendo en ese final, el de un hombre confinando sus tesoros a la
tierra, que no se trataba de un juego, acortando distancias hasta él para ofrecerle
su ayuda. El hombre dejó de sentir el aliento que durante todo el viaje, no
había dejado de pisarle los talones y se tornó brisa fresca. El arco iris
iluminó el cielo, regresaron las nubes y millones de gotitas en forma de lluvia
cayeron sobre él, que empapado, como recién salido de una bañera, comenzó a
reír. Había llegado el momento de desandar los pasos y regresar a su hogar.
Los niños empezaron a aplaudir
contentos de que la Tierra se salvara. Miguel, lanzó algunos vítores al aire
que fueron secundados por sus hermanos. Aquella lluvia, llenaría de nuevo los
ríos y los mares. Volverían los océanos, resurgiría la hierba y llegada la
fecha volverían a tener en su salón, un precioso abeto de navidad.
Abuela entraba en la sala, había
esperado a que su marido terminara el relato, se les veía tan felices
compartiendo ese momento… Paco fue el único que la vio, los mayores andaban a
la gresca discutiendo si aquel hombre de la historia había actuado bien o mal.
No se ponían de acuerdo, sobre todo porque Manuel se estaba divirtiendo
demasiado llevándole la contraria a su hermano menor, y Miguel estaba tan
obcecado, que sin atender las palabras del mayor, decía a todo que no a modo de
respuesta. Ese era el motivo de que sólo el más pequeño se diese cuenta de su
entrada. El pulcro y cardado cabello de la abuela no estaba, en su lugar un
pañuelo de color rosa se anudaba a su cabeza. Iba a decirlo, tiraba ya de la
manga de Manuel para llamar su atención, cuando abuela se llevó un dedo a los
labios instándole a callar. Aquel sería su secreto.
―¿Cuál será la próxima aventura
abuelo?― preguntó Miguel curioso después de que el abuelo lograra poner orden.
―Eso, eso. ¿Qué historia nos
contarás la próxima navidad?
Todos los años, terminado el
cuento navideño que servía de pistoletazo de salida a las fiestas, la abuela
proponía una nueva historia que él tardaría un año entero en completar. Los
niños miraron a la mujer esperando.
―¿Qué os parece un mundo donde
haya más gatos que niños?
― ¡Bieeeeeen!
Los tres niños estaban
encantados. Ese cuento prometía ser aún más emocionante que el que acababa de
terminar.
Se pusieron en pie, era hora de
dormir. Al día siguiente sería Nochebuena y entonces tendrían permiso para
quedarse levantados hasta tarde, pero hoy no. Eran las diez y la abuela era muy
estricta con los horarios. Les acompañaron al piso superior, les arroparon con
el nórdico y tras besar sus frentes con cariño, bajaron a la sala. Él, siempre
caballero, atizó el fuego y la cubrió con una manta.
―Cada año me lo pones más
difícil― se quejó el hombre.
La abuela le hizo un guiño a la
par que sonreía. Adoraba a aquel hombretón de corazón noble que tenía por
compañero. Afuera, cruzó el silencio un fuerte maullido. Erizaron la piel los
implicados de la calle mostrando las uñas y los dientes. Decenas ojos
iluminaron la noche.
Dolores Leis Parra
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