lunes, 20 de febrero de 2017

Una Navidad en blanco y negro



Cuando flaqueaba, cerraba los ojos y pensaba en el arco iris.
Cómo si fuera una orden, los tres niños imitaron el gesto que hacía su abuelo. Bajo los párpados, intermitentes luces de colores provocaron la risa del que se sentaba en el centro.
―¡Lo veo abuelo! ¡Veo el arco iris!
―Calla tonto― dijo el hermano que le seguía en edad y se sentaba a su lado en el suelo dándole un codazo― Son las luces del árbol de navidad. Por la noche no hay arco iris ¿verdad Manuel?
Manuel les miró. Los pequeños siempre acudían a él cuando no se ponían de acuerdo para que en su sabiduría de hermano mayor, zanjara en uno u otro sentido la disputa, algo que a sus doce años le llenaba de orgullo.
―Claro que no enano, el arco iris necesita agua de lluvia y rayos de sol― repuso él con la paciencia de quien enseña al que no sabe, bien por ignorante, como su hermano Paco, o por pequeñajo, como Miguel.
―Pues ahí estás equivocado Manuel― la boca de los hermanos se abrió en un círculo perfecto por la sorpresa.
―Pero abuelo…
Manipuló la pipa con dedos hábiles, llenó la cazoleta, prensó el tabaco… pero no la encendió. Hacía varios años que dejara de fumar y no lo echaba de menos. No señor. Más no ocurría lo mismo con el suave aroma que dejaba el tabaco en la habitación. Ninguna vela aromatizada podía igualar el olor dulzón que desprendía.
>> No detenía el paso― continuó con la historia, sin atender la protesta de su nieto― pues la distancia es siempre relativa, y aunque en algunos tramos la lejanía era evidente, en otros, sentía en su cogote el cálido aliento del maligno, que ocultaba bajo piel de cordero, su negra entraña.
Lo había prometido. ¡Y albricias que lo cumpliría! Aún sabiendo, como de cierto sabía, que era muy probable que jamás regresara a su hogar.
Añoró la casa que cercana al río, quedó llorando su ausencia. Se vio de niño ayudando a su padre a construirla, el hueco excavado junto al sauce y a Pigmalión, el mastín de la familia, llorando sobre la tumba… La recordó a ella, perdida en medio del bosque, su confusión al verla, la creencia de encontrarse frente a un hada, de esas que su madre dibujaba con hermosas frases, mientras le conducía por la vereda del sueño…
No fue sino al acercarse cuando se hicieron evidentes los rasguños que las ramas provocaban en su piel al agitarse. Protegía el rostro con mechones de cabello y con los brazos. Brazos enrojecidos por la sangre que empezaba a coagularse.
Ordenó que se detuvieran. Árboles, arbustos e incluso pequeñas flores que mordían sus tobillos, lo hicieron en el acto. Sólo el almendro ignoró el mandato y lanzó un puñado de frutos que alcanzaron en algunos puntos el cuerpo agazapado.
Repitió la orden, acompañando las palabras con una mirada firme. El último acto de rebeldía por parte del almendro, un único fruto que cayó a escasos centímetros de su pie.
La ayudó a incorporarse, no era ni tan hermosa, ni tan joven, adolecía también de esas alas brillantes que suponía a las de su género; pero tenía la mirada limpia y gratitud en los labios. No necesitó nada más para abrirle las puertas de su casa y ofrecerle hospitalidad.
Curó sus heridas con ungüentos tradicionales que el boca a boca había ido dejando en herencia a los descendientes de su familia. Pero la mejoría era demasiado lenta, adormecida la mayor parte del tiempo poco más podía hacer que deslizar por sus resecos labios un paño mojado en agua clara y hacerla ingerir pequeñas cantidades de frutas machacadas cuando por escasos minutos parecía recobrar la consciencia.
Los días se iban sucediendo. El bosque cerraba filas en torno a la cabaña, las ramas de los árboles más cercanos golpeaban con furia los cristales. La hiedra, se colaba entre el quicio de la ventanas. Nunca la naturaleza se había ceñido de manera tan férrea al pequeño reducto de terreno en que se ubicaba su hogar. Aquella desconocida que descansaba en la cama debía ser pieza importante en aquella manera de actuar. Confirmando sus pensamientos, el naranjo mandó una horda de frutos sobre el tejado colándose uno de ellos en el interior.
Los días pasaban en aquel duermevela de las horas que parece no avanzar ni retroceder. Pero el tiempo seguía su curso. La tímida luz se colaba por los escasos resquicios que encontraba entre la vegetación y fue la encargada de avisarle. Se levantó con trabajo de la silla que ocupaba desde hacía semanas, ésta había adoptado su forma y se aferraba a él en un intento de que no se alejara del objeto de sus desvelos. Hubo de luchar contra la separación y el remordimiento por abandonarla a su sueño, pero desde el exterior sonaba el canto de sirenas que le invitaba a respirar fuera de esas cuatro paredes. Le costó abrir la puerta, la hiedra servía de cerrojo cuya llave era un forcejeo que dejó algunas ramas en el suelo. Le recibieron los abetos cubiertos de luces que anunciaban la llegada de la Navidad, y él no había podido disfrutar de sus preparativos. Pensó que el reclamo del bosque era el abandono al que le había condenado desde la llegada de la mujer ¡Qué equivocado estaba!
El manto que cubría la tierra crujió bajo sus pies. Se arrodillo acercando el oído. Necesitaba escucharla; siempre fue generosa mostrándole el camino cuando se sentía perdido. A cambio, él la cuidaba y protegía de todos aquellos que querían herirla.
Quería la tierra hablarle, como en tantas ocasiones, de su temor al fuego; de los ríos que desaparecían al desviar los cauces para construir sobre ellos; de centenares de hectáreas arrasadas por la ambición del hombre. Aquella mujer… ¡Maldita y mil veces maldita! Mentirosa y zalamera obligó a los dioses del agua, bajo promesas de amor que nunca cumpliría, a vaciar el océano. Y cuando la tierra a su alrededor se volvió yerma, huyó despavorida ante la desgracia que su deseo había provocado, sembrando el desierto a su paso.
Todo eso le contó la tierra, con el frío glacial de la nieve traspasando su cerebro. Sólo la destrucción de quien tanto mal había causado, haría a los dioses recuperar su poder y llenar de nuevo los mares y océanos. Allí quedaban ellos, pequeño reducto fértil en medio de un páramo estéril. Únicos soldados en una batalla en que suplirían con coraje y valentía, incluso con malas artes si de frente no pudiera ser, la escasez de efectivos destinados a luchar.
Codazos disimulados entre los niños y risas ahogadas fueron la respuesta a ese comentario, para decepción del abuelo que esperaba un poco más de entusiasmo ante lo que consideraba era una de las mejores partes de la aventura.
―¿Qué os hace tanta gracia?
Si quería reconducir el cuento, no le quedaba más remedio que saber y eliminar aquello que no les resultaba lo suficientemente atractivo como para seguir prestando atención.
⪢ Ningún general se echa a reír en medio de la batalla jovencito― dijo dirigiéndose al mayor de sus nietos por considerarle instigador de esa rebelión― Mandar a las tropas es un asunto muy serio y si no estás capacitado para hacerlo mejor renuncias y le dejas tu cargo a Paco que estoy seguro sabrá cómo conducir su ejército a la victoria.
Surtieron estas palabras el efecto deseado. Paco enrojeció al pensar que su abuelo le consideraba lo bastante importante como para llevar a buen puerto esa complicada misión. Salvar la Tierra nada más y nada menos, de los desiertos que amenazaban con arrasarla. Ufano, afirmó con la cabeza dando a entender con ese gesto, que él estaba dispuesto a lo que fuera necesario.
Por su parte Manuel, se removió molesto. Él era el mayor, él tenía el mando y le demostraría a su abuelo que si le daba una nueva oportunidad, conseguiría vencer a la malvada mujer que con malas artes, había querido destruir el planeta.
―¡Claro que no abuelo! Yo lo haré― y al ver la decepción en el rostro de su hermano añadió― Pero necesitaré de vosotros para conseguirlo ¿Querréis ayudarme?
Los pequeños empezaron a hablar a la vez. Involucrar a los chicos había sido una buena idea por eso, dirigiéndose a Manuel le dijo:
― Ponga orden General― Manuel se esponjó ante la mirada envidiosa de sus hermanos― Y dígame ¿usted qué haría?
De nuevo el parloteo llenó la habitación, al abuelo no le quedó más remedio que pedirles silencio para poder continuar. En la esquina, el abeto aceleró la frecuencia de las luces, parecía comprender que las coníferas tendrían un papel destacado en aquella historia.
⪢La hiedra, había aprovechado su diálogo con la tierra para avanzar. Cuando él, alertado por ese sexto sentido tan característico a las mujeres pero que nuestro protagonista también poseía y sofocado ante una prisa que la escasez de metros no aconsejaba llegó al interior, la encontró anudada alrededor de su cuello. El rostro antaño casi transparente, se tornaba azulado ante sus ojos. Nunca mutiló planta a propósito, pero esta vez tenía la obligación de hacerlo aunque con ello condenara a la sequía al resto del planeta. Aquella mujer, aunque la vegetación no lo entendiera, era la clave para calmar su sed, y su destrucción solo traería una victoria ficticia y poco duradera. ¿Qué cómo lo sabía? Pues… Porque lo sabía y punto.
Los niños sonrieron.
Se replegó el bosque enfadado por no poder contar con él como aliado. Trató de explicarles el motivo pero enmudeció la tierra y los sonidos de los árboles se volvieron incomprensibles. Desde ese momento, se había convertido en su enemigo. No todos estuvieron de acuerdo.
Tal vez fuera porque andaban cercanas las fechas navideñas y de siempre se ha dicho que es época de ayudarse y perdonar, pero los abetos, con susurros que no provocaba el viento, dialogaron en su lengua desconocida también para el resto de la vegetación, pues a la común, se unían pequeños dialectos que aunque apenas se utilizaban eran conocidos por los miembros de una misma especie. El más menudo se erigió jefe, su cercanía al suelo le permitía comunicarse mejor con el atribulado hombre. Las alternas luces que embellecían la especie, se iluminaron todas a una logrando llamar su atención, quien sería portavoz envolviéndole con sus ramas le había advertido del peligro que acechaba a la mujer y ahora, ya a salvo, le reclamaba de nuevo haciendo brillar la estrella que le coronaba. Él hombre se acercó sin perder de vista el lecho, temía que si no vigilaba, alguna planta más podría acercarse a ella con intención de dañarla.
―Hay una manera de salvarlas.― susurraron las hojas entre luces.
―¿Salvarlas?― comprendió que hablaba de la mujer y de la Tierra― Haré lo que me pidáis.
―Debe perder lo más hermoso que posee y tú decidirás de qué se trata. Puede ser algo físico o espiritual, tú decides. Pero hazlo bien pues el atributo que le niegues nunca más le será devuelto.
El pecado cometido era grande, y grande habría de ser la penitencia. Así lo entendía el hombre, que aunque compasivo, era consciente del alcance de mala actuación. Lo más hermoso de aquella mujer era su cabello, el mismo que junto con los brazos trataba de proteger la cabeza del ataque de las plantas.
―No puedo hacerlo.― imaginaba como se sentiría al despertar y verse despojada de aquel adorno.
―Hazlo― dijo el abeto imperativo presintiendo sus dudas― o todo quedará reducido a arena. También ella.
―Me odiará cuando lo descubra.
―Nunca despertará si no lo haces. Cargarás con su culpa, tuyo será su castigo. Y también serás culpable de nuestra destrucción.
Aturdido obedeció al árbol sin saber muy bien si era lo correcto. Por un lado creía ciegamente en sus palabras, necesitaba aferrarse a una esperanza por abstracta que esta fuera, pero por otro, escuchaba sin palabras las súplicas de la mujer que sollozaba en silencio para que no lo hiciera. Tenía que afrontar la decisión, acertar o equivocarse, rezó para que no fuera lo segundo. Cogió unas tijeras y sin orden, empezó a dejar caer los largos mechones, cuando vio la cabeza mal trasquilada lloró lágrimas de dudas, pues así, sin la protección del cabello, dejaba al descubierto toda su hermosura.
Le instó el abeto a recoger el pelo empapado en lágrimas y a viajar en pos del arco iris. No era seguro, pero si lo alcanzaba, quizás los esquivos colores querrían ayudarle mostrando la manera de romper el maleficio y consiguiendo que los dioses del agua recuperaran su poder, restableciendo el orden normal del universo. No debía preocuparse por ella, estaría bien pues el resto de vegetación había prometido no atacarla mientras él estuviera ausente cumpliendo la misión. Para no sentirse solo, le acompañaría uno de los abetos cuya juventud le hacía lucir más adornos navideños y una pequeña flor de pascua.
En ese camino pues se hallaba el hombre, en pos del arco iris que se mostraba ante él y se alejaba de forma caprichosa, marcándole una desenfrenada carrera, pues el tiempo se agotaba “Hasta la medianoche de la Nochebuena, en el mismo momento que el reloj marque el primer minuto del día de Navidad, todo estará perdido”. Y ya había recorrido tres de los seis días que le separaba de aquella fecha sin conseguirlo. Pero él no descansaba, ni se rendía. Cuando las fuerzas flaqueaban, cerraba los ojos y pensaba en el arco iris y entonces lograba que el fétido aliento de aquella criatura que le perseguía, por unos segundos desapareciera.
Al paso de los días las hojas más bajas del abeto se habían ido secando, las luces brillantes que colgaban de sus puntas se apagaban. La flor de pascua languidecía con el calor, ya no se sentía con fuerzas de hacerles ameno el camino con historias repletas de sonrojos y púrpuras. Apenas le quedaban dos o tres hojas encarnadas, el resto de puro amarillas se confundían con la arena del desierto que agotados atravesaban. Pocas fuerzas les restaban, al quinto día y tras un nuevo juego del esquivo arco iris, la última hoja de la flor cayó a sus pies, era de un rojo encendido y sin embargo, inexplicablemente se había desprendido del tronco. La cogió con cuidado y la introdujo en la vasija donde almacenaba cabello y lágrimas. Un trocito más de ese viaje que cada vez tenía menos retorno. También el árbol flaqueaba, la única luz que le quedaba era la grandiosa estrella de la copa, temiendo que tampoco resistiera, le pidió al hombre que la guardara, pero no en la vasija, donde no se vería, sino en uno de los bolsillos, de esa manera, cuando el orgulloso árbol quedara vencido sobre la tierra, la estrella le podría guiar. Si esperaban a que eso sucediera para cogerla, sería demasiado tarde y perdería su resplandor, al igual que lo habían hecho el resto de los adornos. “Los abetos no nos rendimos. Y menos en Navidad” dijo. Y pudo dar fe de ello. Aguantó hasta la amanecida del último día y allí quedó inerte. El hombre, tras rascar algunas partes de la corteza, que dieran testimonio de que también él había sido compañero en aquella peligrosa misión, la guardó con los demás objetos. Y solo, añorando su casa, temiendo por la mujer, llorando a sus compañeros, avanzó dispuesto a agotar el plazo concedido por el bosque.
El atardecer se cernía denso, todavía había tiempo. La medianoche aún tardaría en llegar. Sacó la estrella del bolsillo, ver mitigada la oscuridad le hizo sentir un poco mejor. A lo lejos… Sí, parecía que a lo lejos se fundían los colores, aceleró el paso aunque sabía que su destino jugaba con él moviéndose a su antojo. La hora se acercaba y nunca llegaría hasta él. Era tan hermoso verlo allí, distante e inalcanzable. No salvaría la Tierra pero tampoco sus ojos la verían convertirse en un erial. En su pupila quedaba aquella hermosa visión para siempre.
Con las manos empezó a cavar a sus pies, fue tarea complicada, pues no poseía herramientas para ayudarse y en contra de lo que se pueda pensar, la arena del desierto no es fácil de horadar, se niega a ser separada, se escurre hasta rellenar de nuevo los pequeños espacios. Son cómo esos elementos opuestos que se atraen. Cercana ya la medianoche, campanadas con cada latir del corazón, dejó la vasija en el hoyo, a punto de apagarse la estrella la colocó junto a los otros objetos en el interior. No más lágrimas de dolor, no más lágrimas de derrota. No pudo vencer pero no sería su llanto los que cantaran los romances.
Enterraría la vasija y la cubriría con su cuerpo, a modo de cápsula de un tiempo pasado que no fue mejor. Arrojaba arena encima del recipiente cuando el lejano arco iris se situó sobre su cabeza quizás consciente del papel tan importante que desempeñaba en aquella historia y viendo en ese final, el de un hombre confinando sus tesoros a la tierra, que no se trataba de un juego, acortando distancias hasta él para ofrecerle su ayuda. El hombre dejó de sentir el aliento que durante todo el viaje, no había dejado de pisarle los talones y se tornó brisa fresca. El arco iris iluminó el cielo, regresaron las nubes y millones de gotitas en forma de lluvia cayeron sobre él, que empapado, como recién salido de una bañera, comenzó a reír. Había llegado el momento de desandar los pasos y regresar a su hogar.
Los niños empezaron a aplaudir contentos de que la Tierra se salvara. Miguel, lanzó algunos vítores al aire que fueron secundados por sus hermanos. Aquella lluvia, llenaría de nuevo los ríos y los mares. Volverían los océanos, resurgiría la hierba y llegada la fecha volverían a tener en su salón, un precioso abeto de navidad.
Abuela entraba en la sala, había esperado a que su marido terminara el relato, se les veía tan felices compartiendo ese momento… Paco fue el único que la vio, los mayores andaban a la gresca discutiendo si aquel hombre de la historia había actuado bien o mal. No se ponían de acuerdo, sobre todo porque Manuel se estaba divirtiendo demasiado llevándole la contraria a su hermano menor, y Miguel estaba tan obcecado, que sin atender las palabras del mayor, decía a todo que no a modo de respuesta. Ese era el motivo de que sólo el más pequeño se diese cuenta de su entrada. El pulcro y cardado cabello de la abuela no estaba, en su lugar un pañuelo de color rosa se anudaba a su cabeza. Iba a decirlo, tiraba ya de la manga de Manuel para llamar su atención, cuando abuela se llevó un dedo a los labios instándole a callar. Aquel sería su secreto.
―¿Cuál será la próxima aventura abuelo?― preguntó Miguel curioso después de que el abuelo lograra poner orden.
―Eso, eso. ¿Qué historia nos contarás la próxima navidad?
Todos los años, terminado el cuento navideño que servía de pistoletazo de salida a las fiestas, la abuela proponía una nueva historia que él tardaría un año entero en completar. Los niños miraron a la mujer esperando.
―¿Qué os parece un mundo donde haya más gatos que niños?
― ¡Bieeeeeen!
Los tres niños estaban encantados. Ese cuento prometía ser aún más emocionante que el que acababa de terminar.
Se pusieron en pie, era hora de dormir. Al día siguiente sería Nochebuena y entonces tendrían permiso para quedarse levantados hasta tarde, pero hoy no. Eran las diez y la abuela era muy estricta con los horarios. Les acompañaron al piso superior, les arroparon con el nórdico y tras besar sus frentes con cariño, bajaron a la sala. Él, siempre caballero, atizó el fuego y la cubrió con una manta.
―Cada año me lo pones más difícil― se quejó el hombre.
La abuela le hizo un guiño a la par que sonreía. Adoraba a aquel hombretón de corazón noble que tenía por compañero. Afuera, cruzó el silencio un fuerte maullido. Erizaron la piel los implicados de la calle mostrando las uñas y los dientes. Decenas ojos iluminaron la noche. 

Dolores Leis Parra

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