martes, 22 de marzo de 2016

Otoko Kana



Me llamo Eusebio, y a pesar de la bondad etimológica de mi nombre, no soy nada piadoso. Hijo de una familia católica, educado como todos los niños de mi época: misa todos los domingos, obediencia ciega a mis padres, fe carbonera en un Dios creador y bondadoso, respetuoso con los mayores y aplicado en mis deberes. Pero, con los años, pronto me alejé de aquellas obligaciones y creencias. Estoy casado. Cuarenta y cinco años. Dos hijos. Trabajo de contable en una conservera de frutas.

Tengo ahora en mis manos Silencio y vacío, un libro que Marina ha sacado de la biblioteca municipal. Mi mujer y una amiga suya van a un centro de Yoga. Marina no está en casa, tiene turno de mañana. Es enfermera de la Virgen del Camino, el hospital de Tazoya que está dos calles más arriba. Acabo de salir del trabajo. Caliento la comida en el microondas. No me gusta comer solo. Enciendo la tele. Pero no funciona. Un fusible, el panel de circuitos, el cable de alimentación...¿quién sabe? No entiendo mucho de electrónica, se me resisten los misterios, la fe, todo aquello que no palpan mis ojos. Abro el libro por la primera página y lo pongo cual comensal convidado delante del plato de arroz. Ajeno a los ingredientes de guisantes, pedacitos de pimiento rojo y menudillo de gambas, aderezados la noche antes por Marina, me llevo la cuchara a la boca, más atento a las palabras del autor del libro, un tal Otoko Kana, profesor de la Universidad de Nara (Japón). Este profesor, partiendo de una frase de Hans Küng  -Dios en la Biblia aparece no como predicado, sino como sujeto-, desarrolla la idea de Dios desde una perspectiva filosófica oriental en un párrafo que no entiendo. Termino de comer, me siento en el sofá, y vuelvo a leer con mayor atención, pero sin acabar tampoco de comprender lo que Otoko dice en su libro:

... Dios no es sujeto, sólo silencio, ni siquiera predicado, sino Dios como “Nichts” (Nada). Dios como Nichts, es la base sin base de la relación yo-TU entre uno mismo y el Dios personal...

Me pregunto por qué Dios siempre aparece escrito con mayúsculas. Más cerca de Dios yo estaría, si lo viera en minúsculas, un dios ordinario, el dios de las pequeñas cosas. ¿Sabe una flor cuando llega la tarde y el ocaso apaga su aroma y la noche destrona de su cabeza su coronada realeza de colores? Después de comer, a mi cabeza le cuesta pensar. Y lo poco que pienso, resulta descabellado. Me pasa lo que a la flor, ignoro muchas cosas, pero no por eso mi existencia es menos feliz. El hombre se corrompe con el uso exagerado de la razón y ventila su saber con la ignorancia. Se me hace tarde. Debo volver al trabajo. Lasi se coloca a mis pies, levanta la trompa suplicándome que la acaricie, que le pase mi mano melosa por su cabeza. ¿Sabrá esta perra que tendrá que morirse? Y recuerdo aquella Navidad que sorprendí a mis hijos con el regalo de Lasi. Los animales y las plantas están menos apegados a la vida, viven más libres, y puede que sean más felices, tal vez porque no presienten la muerte.

Por la tarde, Marina me dice que se va a dormir a casa de su madre.

Mira, Eu, mi madre lleva varias semanas haciendo lo que no puede. Está cansada. Como mañana es mi día libre, me quedaré con ella.

Carmen vive a unos veinte kilómetros de su hija, en Valdeseda.

Vale, nos vamos los dos, y esta noche dormimos allí.

La noche dio más vuelta que un molino. Dos muñidas colchonetas extendidas en el suelo. La casa de la Carmen es pequeña. En la sala-comedor, junto a la habitación de la abuela, Marina y yo pasamos la noche. Años antes, un palmo escaso valía para compartir lecho. La luz de la farola de la calle, hasta las tantas encendida delante de mis narices. Me despierto todo condolido. Me levanto. Procuro no despertar a Marina. El espejo del cuarto de baño me muestra un leve derrame en el ojo izquierdo. Cuando algo me sale mal, todo mi cuerpo, también mi carácter, se resiente. Sin embargo, hoy en la empresa me ha ido bien. El jefe de oficinas me promete un aumento en la nómina. Por la tarde, nada más salir del trabajo, me paso  por Centrocompra, una calle salón que se abre en un abanico de escaparates que desemboca en una coqueta plaza. Pequeñas tiendas: joyería, perfumería, alimentos naturales, zapatería, electrodomésticos... todo un surtido de ofertas donde prima más la presentación que la calidad. No tengo prisa. Con llegar a la hora de cenar a casa de mi suegra, es suficiente.

En el frente espacioso de esta iluminada plaza, la terraza de una cafetería. Sobre el abrillantado suelo, losetas bien alicatadas configuran una gran estrella en blanco y negro. Aquí encargo unos dulces para después de la cena.  Mientras los preparan, me acomodo junto a una mesa. Pido un carajillo. La noche será larga y no temo que el café me quite el sueño. De donde estoy, veo el rótulo de neón azul de la Librería Nobel, la que regenta Josema, un pariente de Marina. Termino el café, y me acerco a saludar al librero. Antes de entrar, leo en los estantes algunos de los títulos a través del gran ventanal acristalado: Ironías y humor en cuentos de la mili de un tal Ramón Ayerra, La décima revelación de Redfield, El arte de guardar besos en una cajita...

Josema, desde el interior se da cuenta. Y sale a estrecharme afectuosamente la mano:

Qué tal, primo, ¿tú por aquí?

Haciendo tiempo. Voy a Valdeseda a recoger a Marina.

Pasa, hombre. ¡Trabajando como estás tan cerca, y sólo nos vemos de uvas a peras!

Es que vamos de culo. Y más ahora que la madre de tu prima está enferma. A propósito, Josema, ¿no tendrás algún libro de cocina?

No creo que Marina necesite lecciones de guisos. Tengo entendido que siempre fue buena cocinera.

Sí, pero ahora, con lo de su madre, pasa más tiempo con ella que conmigo. Las recetas en este caso serían para mí.

Algo tendré, pasa.

La librería de Josema no es muy grande, pero acogedora. Entro. Él se adelanta, me ofrece un taburete para que tome asiento.

Lo que yo no sabía era lo de tu suegra. Recuerdo que hace años  estuvo muy mal, pero pensaba que todo aquello ya había pasado.

Así es, pero parece que volvemos a las andadas, un cáncer, no tiene cura.

Siempre tuve a Josema por un estrafalario, aficionado a cosas que ya a nadie interesan. La prueba está en los libros que vende. Pero, esta tarde la sensación que tengo es distinta. Tal vez Josema siempre fue abierto y afable, y no como yo creía: huraño y un poco oscurantista. Y es que pocas veces me paré a charlar con este librero de plateada cabellera que cuelga por los hombros, disimulando sabiduría y comprensión.

Siento lo de tu suegra. En mi familia le tenemos mucho aprecio.

Gracias, Josema.

Mira, Eu, -al oír que me llama como Marina, pienso que mi indiferencia hacia este hombre nunca estuvo justificada-, no sé el interés que sientes por tu suegra, pero si me lo permites, te sugiero un remedio.

Hombre, supongo que nadie desea la muerte de otro, y más si en este caso se trata de la madre de mi mujer. ¡Cómo voy a querer yo que la abuela de mis hijos....!

Josema despliega sus huesudas manos por la frente, recoge con gesto habitual su melena con un elástico rojo sobre a la nuca. Cierra los ojos para concentrarse en lo que va a decir; pero en este momento la campanilla de la entrada tintinea. Un joven entra y pide Noticias de un secuestro de García Márquez. Espero que Josema termine de despachar al último cliente de la tarde. Luego, el librero, antes de volver junto a mí, echa el pasador de la puerta.

Así mejor. Nadie nos importunará. No vendo nada en todo el día, y cuando es la hora de cerrar, todos se ponen de acuerdo. Mira, querido Eusebio, quizá te tomes a risa lo que te voy a decir. Puedes reírte si quieres. Tómatelo más bien sentido figurado.

Josema se sienta, coge una cajita roja de la torre del ordenador. Abre la tapa. Dentro, bombones. No dice nada. Se acomoda y pone los brazos encima del calado de un velillo blanco que cae sobre las faldas azul cobalto de la mesa. Me mira atentamente a los ojos como si yo fuera un telescopio. Y tras una larga y profunda respiración empieza a hablar:

El agua de un estanque se torna del color del ambiente que lo circunda. Si violeta es el amanecer, amoratadas serán sus olas; si la tarde se pinta de verde, sus aguas reirán esperanzadas; si grana es el ocaso, rojo será el caldo de sus aguas. Con nuestra sangre pasa algo parecido. Todos decimos que es roja, pero rojo sólo es el pigmento que la colorea. Nuestra sangre se enciende o se apaga según sea el contenido de su transporte. Y así, si andamos encolerizados, resentidos o envidiosos, amarillenta como la bilis será su tinta. Nuestro corazón, en cambio, salta de azul pletórico, si estamos contentos. Negra como el betún será la sangre, cuando pesimista cae el ánimo.

Hago un esfuerzo por entender la parábola de Josema. A un hombre como yo, acostumbrado al realismo contable de mi trabajo, en el que sólo importan los kilos de melocotones que exportamos cada temporada a Europa, le cuesta captar el sentido poético de las palabras de este librero. Pestañeo un par de veces como señal de incredulidad. Josema, mientras tanto carraspea como esforzándose para que sus palabras sean más claras e inteligibles. Y continúa:

En un cuento anónimo y lejano se describe la historia de dos enamorados. Uno de ellos está tocado de muerte. Una plaga mortal ha puesto en peligro su vida. Su amante acude a magos, adivinos, curanderos. Nadie remedia la enfermedad. El enamorado sentado junto al enfermo, se pone al azar a escribir en una libreta, como quien hace un crucigrama para calmar su ansiedad o matar así el tiempo. Y conforme la tinta azul de su pluma dibuja regueros de trazos regulares sobre el blanco papel, el amante comprueba que su amigo abre los ojos, se siente mejor. Por el contrario, cada vez que el amigo escritor se desentiende de la escritura, la cabeza del enfermo se inclina triste como una margarita deshojada. La tinta regeneradora de su cálamo, trascendiendo la palabra escrita, se introduce por las venas del agonizante con la misma fuerza que un motor bombea los artilugios de una máquina, con la soltura de un fuelle sobre el rescoldo de un fuego apagado.

Una vez que Josema termina de hablar, con su mano da dos golpes suaves sobre mi rodilla como esperando mi impresión a su relato. Y entre cortés y escéptico, le contesto:

Muy bonita, Josema, esta historia. ¡Cómo para ser creída!

Antes de irme, le recuerdo a Josema lo del libro de cocina. Ya lo tiene preparado: Secretos culinarios de Arzak. Además, me entrega un cuaderno de Actas en blanco, con tapas azules de cartón duro y con el lomo forrado con una tira de piel sepia.

Ahí tienes, Eusebio, por si te vale. Te lo regalo. Y recuerda, primo, -me dice con dulce retranca-, Dios puede que sea el silencio, pero lo que escribas en esta libreta puede ser sangre de vida para la Carmen.


Juan Serrano

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