Cegador
Editorial Funambulista, 2010
‘Tal vez no hay, en el corazón de este libro, nada más que un aullido amarillo, cegador, apocalíptico.’ Esta frase autorreferencial es solo una de las tantas que pueden ser usadas como claves para desentrañar los misterios de este volumen genial que a Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) que hoy reseño.
Cărtărescu es un autor que no deja indiferente. Desde que lo conocí con la excepcional Nostalgia no he podido dejar de leerlo. Es adictivo, enferma la literatura como un virus y te acompaña a todas partes. Es genial.
Ahora me enfrento a la desigual tarea de reseñar una obra que sobrepasa con creces las expectativas de cualquier lector. Estas son las notas que tomé en las primeras cincuenta páginas: <<Cuando lees el 10% de un libro y ya sabes que estás ante una novela monumental, un viaje delirante a los subterráneos laberintos del tiempo, de la infancia y de la alucinación. Una biografía mitificada, adulterada por las fantasmagorías y los terrores ancestrales de leyendas, recuerdos pesadillescos y pasajes al inframundo. Una sucesión de escabrosas imágenes que se jalonan en el precipicio del cerebro, al límite del orgasmo o de la enfermedad.>>
La novela está concebida como una trilogía en forma de mariposa, siendo este volumen el primero, el ala izquierda. Está a su vez dividido en tres partes.
En la primera parte, la infancia del narrador, el niño Mircea, es contada de un modo aleatorio, girando en torno a eventos plausibles de la realidad y oníricas rememoraciones de oscuros simbolismos. Lo curioso en la prosa de Cărtărescu es que la línea que delimita la ensoñación con la realidad ha sido eliminada por completo. Un paseo por la ciudad de Bucarest puede convertirse en un trayecto de carácter mitológico, fantasmal, en el que las estatuas cobran vida y los recuerdos de familia cobran el estatus de leyendas oscuras de monstruos viscosos y estremecedores.
En Cegador se realiza un ejercicio peculiar y original de estirpe memorística pero que se adhiere igualmente a la crónica mental, a la epopeya mitopoética, a la ensoñación filosófica y espiritual. Una fuerza proteica se apodera de la pluma del narrador rumano y nos envuelve, nos zarandea y nos vomita en mitad de desoladores estancias, subterráneos que comunican con la psique y con el inframundo, con calles grises de una Bucarest espectral que sospechosamente se asemeja a nuestras pesadillas. La ciudad, los edificios se transmutan, la piedra y la materia sólida que componen el mundo tangible se metamorfosean en tejidos orgánicos, hueso, músculo, gelatina, cartílago, membranas y fluidos. Todo el cosmos es la materia de la que se vale la literatura de Cărtărescu para diseñar su propia biografía, su trayecto por los recovecos del pasado, de la angustia, de lo indecible.
El recuerdo del abuelo es una historia de lucha entre demonios y ángeles, un peregrinaje en el que acaban alimentándose de una extraña mariposa. De hecho, la mariposa, como símbolo de la transformación, aparece a lo largo de la obra en repetidas ocasiones: como mancha en el cuerpo, como anillo, como monstruo que posee a uno de los protagonistas en una de las aventuras oníricas que se cuentan. Las mariposas son seres extraños que Cărtărescu adopta como fetiches en su poética personal.
En la segunda parte del libro se nos cuentan las andanzas de Măría, la madre del protagonista-narrador. Episodios históricos de la guerra y de otros personajes secundarios que pueblan los recuerdos del autor. Como fotografías en sepia de una memoria fragmentaria y derruida, de Bucarest, del propio infierno, de la niñez convertida en espacio sagrado, místico, fabuloso, extraño.
En la tercera parte regresa a sus propias vivencias personales, a sus pesadillas, a su mundo poblado de imágenes, de monstruos, de mariposas, de universos totales en descomposición. Una temporada hospitalizado, el descubrimiento de la sexualidad y ese deambular errático entre lo creíble y lo fascinante, entre lo legendario y lo posible, entre los recuerdos de un niño asombrado y la imaginación desproporcionada de un narrador sin fronteras, desquiciado, absolutamente ‘cegado’ por el cosmos, por la vida, por fantasmagorías.
Hay ciertas reminiscencias edípicas que puntean toda la narración, pero que lejos de ser constataciones de un ente patológico, se nos presentan como si de una cosmogonía se tratase. Como si el amor a su madre se hubiese filtrado por los credos de una religión privada y ancestral.
Como decíamos, sueños y realidad se confunden y hacen que Cegador sea una crónica alucinada de un hombre que se trasmuta en literatura, mitológica, onirismo y locura. En la página 290 leemos: ‘…en la realidad y en sueños, o más bien en un continuum realidad-alucinación-sueños…’, fragmento que bien vale un resumen del espíritu de esta novela fascinante.
Hay libros que se leen con extrañamiento. Cegador es sin ningún género de dudas la epopeya de este siglo, la gran historia de una mitología privada (extraño oxímoron que en Cegador no lo es) de un escritor original que se ha sabido desmarcar de las corrientes apabullantes de la mediocridad contemporánea.
Es, sin duda, Cegador, un libro ambicioso y atrevido, que no se presta a lecturas vagas y que hace que esperemos sus secuelas anhelantes, con los brazos abiertos, con el temor de que las mariposas sean realmente monstruos que algún día habrán de poblar nuestras más hondas pesadillas.
Pedro Pujante
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