El
verbo se hizo carne
Alfaqueque
Editorial, 2013
Una
de las cualidades que definen a los auténticos escritores es elegir
un tema y hallar el lenguaje preciso que vehicule el mismo. Y eso es
lo que el murciano Rubén Castillo (Murcia, 1966) ha logrado en su
último libro de relatos, El verbo se hizo carne.
En
las siete piezas que componen este mosaico hay un hilo conductor: el
amor carnal, la lujuria, el placer libidinoso en el que participan
sus personajes. Además, para imprimir más unidad si cabe al
volumen, Castillo ha optado por el mundo bíblico para ambientar las
tramas y situaciones. Una simbiosis (lujuria y religión) que lejos
de parecer incomunicable u hostil, en las habilidosas manos de Rubén
Castillo armoniza de tal modo que las historias nos parecen creíbles.
Pese a su deliberado carácter apócrifo, las recibimos como ciertas,
originales y transidas de humanidad y goce.
Como
adelantábamos al comienzo de esta reseña, el éxito y la redondez
de estas narraciones biblioéroticas, descansa en el hábil y
bien tramado uso del lenguaje que emplea el autor. Un estilo y una
dicción perfectos, tratando de emular una prosa clásica pero sin
caer en manierismo o desmesuras barrocas. Un lenguaje limpio y
despojado de artificios innecesarios que comunica la sensualidad, el
erotismo, la lascivia y la obscenidad que caracterizan todos y cada
uno de los cuentos de El verbo se hizo carne.
Comienza
la primera historia con una versión del Génesis en la que el
saber prohibido del Árbol de la Ciencia se ha trocado en
conocimiento sexual. Unos amantes primigenios se enfrentan al pecado
de la carne, al absoluto goce de los cuerpos que una serpiente
maligna y reveladora les hará descubrir.
En
La destrucción de Sodoma Nehuda, la hija mayor de Lot,
contará a su hermana un oscuro secreto sobre su padre acerca de su
lascivia, sirviéndose Castillo del recurso del Mise en abyme,
al más puro estilo oriental de Las mil y una noches.
Después, variando levemente la incestuosa historia bíblica, será
el padre el que decida copular con sus jóvenes hijas a petición de
su dios. Se volverá a abordar el tema del incesto en La doble
lujuria de Jacob.
En
otro cuento Salomón, ofuscado por el deseo ferviente e inalcanzable
por su esclava Yileah, someta a una de sus esposas a un peligroso
juego de identidad suplanta con consecuencias inesperadas.
Memorable
es también la I Carta de Moisés a los onanitas, en la que el
jerarca bíblico relata todas las perversiones (cópulas, zoofilias,
pedofilias, fetichismo) a las que su pueblo se ha visto inclinado a
practicar.
En
todos los casos, juega Castillo a tergiversar los argumentos clásicos
para darnos una versión distinta y erotizada. Las historias, a pesar
de versar sobre el asunto de la carne, el sexo, la lujuria, la
perversión y el deseo libidinoso y prohibido se distancian de lo
irreverente o procaz. Están contadas con tanta viveza y plasticidad
que el efecto visual es impactante en algunos casos. En nuestras
retinas permanecerá por mucho tiempo ese Lot lascivo que es
observado por su aún más impúdica hija Nehuda mientras se
enzarza en una lujuriosa contienda con la exuberante y lúbrica
Etanae.
Para
acabar solo añadir que a la destreza del lenguaje, el profundo
conocimiento de los textos canónicos y la imaginación desbordante
de este autor murciano hay que añadir el algo grado de ironía con
el que desliza su mirada sobre estas narraciones. Ironía que, a mi
entender, convierten El verbo se hizo carne en un libro
atractivo, divertido y con una profundidad literaria de mucho nivel.
Pedro Pujante
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