Revista de creación literaria en busca de creadores del mundo

martes, 24 de junio de 2025

El guardián de los dioses, de M.D. Álvarez

 


 

Su edad era símbolo de madurez; siempre lo habían considerado una cabra loca, pero al cumplir 28 años, algo cambió en su interior. Dejó de comportarse como un picaflor y buscó sentar la cabeza. Siempre quise entrar en el exclusivo club 48, el restaurante más exclusivo del hemisferio norte. Allí, la flor y nata de los nuevos ricos se pavoneaban con sus adquisiciones, pero él no era un nuevo rico; era un apuesto heredero de la mayor fortuna. Aunque su forma de vida era displicente y derrochadora, al entrar en el gran salón se quedó sin aire. Una escultural y arrebatadora joven pelirroja y de ojos verdes se le acercó con un cigarrillo entre los dedos y preguntó:

—¿Tienes fuego? preguntó la joven. 

—Lo siento, no fumo —respondió, dudando.  

Ella lo observó y pareció aprobar su respuesta.

—Bueno, pues no importa; además, tengo que dejar este vicio o terminaré por matarme.

La orquesta comenzaba a interpretar "Nothing’s Gonna Change My Love for You" y le pidió salir a baimar.

Era un hábil bailarín desde pequeño; su familia lo había educado como un joven ilustre..

El ritmo de la música fluía a través del salón, envolviendo a los bailarines en una sinfonía de emociones. El protagonista, con cada paso, sentía como si estuviera desenterrando una parte de sí mismo que había estado enterrada bajo años de desenfreno y lujos. La joven pelirroja, con su gracia natural y su sonrisa tímida, parecía entender algo de esto, algo que él apenas podía verbalizar.

—¿Te gustaría ir a un lugar más tranquilo? —susurró ella, sus ojos verdes brillando bajo la luz tenue del restaurante.

—Sí, con mucho gusto —respondió él, sin dudarlo.

Salieron del club lleno de gente y se dirigieron a una terraza privada, donde la vista sobre la ciudad se abría como un lienzo estrellado. La atmósfera se había vuelto más íntima, más personal.

—¿Por qué decidiste dejar de fumar? —preguntó él, curioso.

—Es una larga historia —dijo ella, mirando hacia la distancia—. —Pero creo que es mejor para mí. Y para los que amo.—¿Y qué hay de ti? —ella lo miró, y por un momento, él sintió como si pudiera ver hasta el fondo de su alma—. —¿Qué te ha llevado a buscar algo más?

—He pasado mucho tiempo viviendo para la apariencia —admitió—. —Pero ahora, creo que estoy listo para vivir para mí mismo. Para lo que realmente quiero.

La joven pelirroja sonrió, y por un instante, el protagonista sintió como si todo lo que había buscado en años se había condensado en ese pequeño gesto.

—Quizás hay algo más en este mundo que el lujo y la fama —dijo ella, su voz llena de una esperanza que le devolvió la energía.

—Quizás sí —respondió él, sintiendo una nueva brisa de posibilidades en su vida—. Todavía no me has dicho tu nombre —dijo él..

—Soy Angie O'Brien —respondió ella con aquella arrebatadora sonrisa—, ¿y tú?

—Soy Marcus Warner —respondió, besando la mano que ella le ofrecía—. ¿Te puedo llamar para quedar?

—Si es para pedirme una cita —preguntó ella, visiblemente feliz.

—Si no te parece mal.

—Claro que no, Marcus. Eres un hombre apuesto y caballeroso; me harías muy feliz.

—Entonces mañana paso a recogerte —respondió con una suave sonrisa.

Angie no pudo pegar ojo; él parecía un hombre muy formal y educado.

La esperó delante de las oficinas donde ella trabajaba. En cuanto la vio aparecer por la puerta, se acercó con una hermosa Juliet Rose de un precioso color melocotón. "Una hermosa rosa para la rosa más hermosa", dijo galantemente. Ella se ruborizó.

—Te voy a enseñar un lugar que estoy seguro te va a encantar —dijo Marcus. La acompañó a su vehículo de alta gama y preguntó: —¿Confías en mí?

—Si, dijo dubitativa; al fin y al cabo, lo había conocido la noche anterior, pero sentía que era un hombre cabal.

El trayecto fue de una hora y cuarenta y cinco minutos. Marcus condujo con pericia por senderos casi intransitables. Cuando finalmente se detuvo, estaban al pie de una gran loma de agrestes cascotes.

Él había traído un par de notas de monte y le ofreció una a ella, que rápidamente se calzó. —Vamos, dijo Marcus, emprendiendo la caminata.

Ella lo siguió hasta una oquedad que parecía haber sido tallada. Lo vio desaparecer y volver al percibir que ella se había quedado parada.

Ella lo siguió; al atravesar la grieta, sintió que el aire la golpeaba en el rostro. Estaba todo en penumbra, no distinguía casi nada, solo sombras. De pronto, una tenue luz que avanzaba hacia ella. Aquella luz se iba haciendo más intensa, mostrando objetos, muebles y utensilios que había en aquella habitación.

Marcus traía una linterna que le ofreció a Angie. Sus ojos azules estaban acostumbrados a la penumbra y se movía como pez en el agua dentro de aquella oscuridad.

Angie preguntó: —¿Y tú cómo descubriste este lugar?  

De pronto, Marcus accionó el interruptor y se iluminó una titánica caverna donde se hallaban objetos de todo tipo: lanzas, lámparas, cofres cuajados de joyas, utensilios varios, muebles de todo tipo, e incluso tronos. Hasta donde su vista alcanzaba, había objetos sin orden ni concierto, aunque lo que más la sorprendió fue el material del que estaban hechos. Todos y cada uno de aquellos objetos eran de oro macizo.

Marcus le condujo por aquel laberinto de elementos hasta un gigantesco trono sobre el que reposaba un magno cetro.

—¿A que no sabes a quién perteneció ese cetro? —preguntó con una sonrisa enigmática.

—Pues no tengo ni idea —respondió Angie, sorprendida.

—Es el cetro de Atenas. Se pierde la pista de este cetro cuando Teseo falleció a manos de Licómenes. Se supone que Licómenes lo robó, pero Hermes, el dios más astuto, se hizo con él y lo llevó al Olimpo, donde se lo entregó a su padre, Zeus —dijo Marcus.

Ella, sorprendida de sus conocimientos sobre historia antigua, se acercó al escabel que había frente al gran trono y se subió para poder sentarse en aquel descomunal trono.

—Marcus, la observaba con atención. ¿Qué se siente? —preguntó con cautela.

—Un hormigueo y una sensación de poder indescriptible —respondió Angie—, pero no me has dicho cómo has encontrado esta descomunal cueva.

He de serte sincero: la descubrí cuando todavía era un niño. Era como si algo me llamara y tirara de mí hacia la colina rocosa que alberga esta cíclope gruta. Tendría 15 años cuando encontré la oquedad por la que accedimos. Seguí la voz que me llamaba hasta ese trono donde tú te has sentado. La voz era dulce y sensual. Le pregunté qué quería. La voz me dijo que necesitaba un guardián. Le dije que tan solo era un niño, pero me prometió volver cuando tuviera 18 años. Así lo hice y me mostró la sabiduría de antaño, los poderes olvidados por los hombres. Le pregunté su nombre y me respondió: —Soy la divina hija de Zeus y Metis. Atenea es mi nombre. Tú eres el heredero al trono de Teseo. Ahí tienes el cetro con el que te entronizarán, anunció la diosa ojigarza. 

—Yo no deseo ser rey, tan solo anhelo vivir en paz y armonía, conocer a una hermosa mujer y ser padre, respondí. 

Entonces, se nuestro guardián, joven Marcus Warner, refirió a la diosa Atenea.

—Puedes mostrarte ante mí, noble diosa, pregunté.

Un fulgor abrasador comenzó a manifestarse: una diosa guerrera vestida con una túnica larga hasta los pies. Sobre su magna cabeza, un casco refulgente grabado con motivos florales, y su escudo grabado sobre la égida, la cabeza de la Gorgona Medusa y una lanza.

Marcus la observó con devoción. "Cuando cumpliera los dieciocho años, me convertiré en el guardián de esta gruta", dijo.

Angie lo miró entusiasmada; su nuevo amigo le había mostrado su lugar secreto y le dijo: —Marcus, muchas gracias por mostrarme este maravilloso enclave.

—No hay de qué, solo te voy a pedir algo: no puedes contárselo a nadie bajo pena de ser fulminada por la diosa de la guerra.

—Te doy mi palabra, no se lo diré a nadie, respondió Angie mientras bajaba del gran trono..

Marcus la guió por el camino hacia la salida del laberinto. Una vez en la entrada, la oscuridad volvió a cubrir la titánica cueva. Una vez fuera, volvieron al vehículo y regresaron a la ciudad. Marcus la invitó a cenar en el selecto restaurante del 48, donde disfrutaron de una deliciosa cena, rieron y charlaron de lo mundano y lo divino. Cuando terminaron de cenar, la acompañó a su casa; la dejó en la puerta, como buen caballero. La luna estaba esplendorosa. Marcus abría una nueva etapa en su vida. Angie era la elegida para compartir su vida. Se encaminó hacia su vehículo; la noche había refrescado, despejando los miedos de Marcus. Había elegido bien y Atenea la aprobaba. Montó en su vehículo y se perdió entre las callejuelas oscuras de la ciudad; los dioses estaban con él, su nuevo guardián de la gruta sagrada donde los antiguos héroes dejaron sus tesoros y dones otorgados por todos los dioses.

Fin

M. D. Álvarez

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