Su edad era símbolo de madurez; siempre lo habían
considerado una cabra loca, pero al cumplir 28 años, algo cambió en su
interior. Dejó de comportarse como un picaflor y buscó sentar la cabeza.
Siempre quise entrar en el exclusivo club 48, el restaurante más
exclusivo del hemisferio norte. Allí, la flor y nata de los nuevos ricos
se pavoneaban con sus adquisiciones, pero él no era un nuevo rico; era
un apuesto heredero de la mayor fortuna. Aunque su forma de vida era
displicente y derrochadora, al entrar en el gran salón se quedó sin
aire. Una escultural y arrebatadora joven pelirroja y de ojos verdes se
le acercó con un cigarrillo entre los dedos y preguntó:
—¿Tienes fuego? preguntó la joven.
—Lo siento, no fumo —respondió, dudando.
Ella lo observó y pareció aprobar su respuesta.
—Bueno, pues no importa; además, tengo que dejar este vicio o terminaré por matarme.
La orquesta comenzaba a interpretar "Nothing’s Gonna Change My Love for You" y le pidió salir a baimar.
Era un hábil bailarín desde pequeño; su familia lo había educado como un joven ilustre..
El
ritmo de la música fluía a través del salón, envolviendo a los
bailarines en una sinfonía de emociones. El protagonista, con cada paso,
sentía como si estuviera desenterrando una parte de sí mismo que había
estado enterrada bajo años de desenfreno y lujos. La joven pelirroja,
con su gracia natural y su sonrisa tímida, parecía entender algo de
esto, algo que él apenas podía verbalizar.
—¿Te gustaría ir a un lugar más tranquilo? —susurró ella, sus ojos verdes brillando bajo la luz tenue del restaurante.
—Sí, con mucho gusto —respondió él, sin dudarlo.
Salieron
del club lleno de gente y se dirigieron a una terraza privada, donde la
vista sobre la ciudad se abría como un lienzo estrellado. La atmósfera
se había vuelto más íntima, más personal.
—¿Por qué decidiste dejar de fumar? —preguntó él, curioso.
—Es
una larga historia —dijo ella, mirando hacia la distancia—. —Pero creo
que es mejor para mí. Y para los que amo.—¿Y qué hay de ti? —ella lo
miró, y por un momento, él sintió como si pudiera ver hasta el fondo de
su alma—. —¿Qué te ha llevado a buscar algo más?
—He
pasado mucho tiempo viviendo para la apariencia —admitió—. —Pero ahora,
creo que estoy listo para vivir para mí mismo. Para lo que realmente
quiero.
La joven
pelirroja sonrió, y por un instante, el protagonista sintió como si todo
lo que había buscado en años se había condensado en ese pequeño gesto.
—Quizás hay algo más en este mundo que el lujo y la fama —dijo ella, su voz llena de una esperanza que le devolvió la energía.
—Quizás sí —respondió él, sintiendo una nueva brisa de posibilidades en su vida—. Todavía no me has dicho tu nombre —dijo él..
—Soy Angie O'Brien —respondió ella con aquella arrebatadora sonrisa—, ¿y tú?
—Soy Marcus Warner —respondió, besando la mano que ella le ofrecía—. ¿Te puedo llamar para quedar?
—Si es para pedirme una cita —preguntó ella, visiblemente feliz.
—Si no te parece mal.
—Claro que no, Marcus. Eres un hombre apuesto y caballeroso; me harías muy feliz.
—Entonces mañana paso a recogerte —respondió con una suave sonrisa.
Angie no pudo pegar ojo; él parecía un hombre muy formal y educado.
La
esperó delante de las oficinas donde ella trabajaba. En cuanto la vio
aparecer por la puerta, se acercó con una hermosa Juliet Rose de un
precioso color melocotón. "Una hermosa rosa para la rosa más hermosa",
dijo galantemente. Ella se ruborizó.
—Te
voy a enseñar un lugar que estoy seguro te va a encantar —dijo Marcus.
La acompañó a su vehículo de alta gama y preguntó: —¿Confías en mí?
—Si, dijo dubitativa; al fin y al cabo, lo había conocido la noche anterior, pero sentía que era un hombre cabal.
El
trayecto fue de una hora y cuarenta y cinco minutos. Marcus condujo con
pericia por senderos casi intransitables. Cuando finalmente se detuvo,
estaban al pie de una gran loma de agrestes cascotes.
Él
había traído un par de notas de monte y le ofreció una a ella, que
rápidamente se calzó. —Vamos, dijo Marcus, emprendiendo la caminata.
Ella
lo siguió hasta una oquedad que parecía haber sido tallada. Lo vio
desaparecer y volver al percibir que ella se había quedado parada.
Ella
lo siguió; al atravesar la grieta, sintió que el aire la golpeaba en el
rostro. Estaba todo en penumbra, no distinguía casi nada, solo sombras.
De pronto, una tenue luz que avanzaba hacia ella. Aquella luz se iba
haciendo más intensa, mostrando objetos, muebles y utensilios que había
en aquella habitación.
Marcus
traía una linterna que le ofreció a Angie. Sus ojos azules estaban
acostumbrados a la penumbra y se movía como pez en el agua dentro de
aquella oscuridad.
Angie preguntó: —¿Y tú cómo descubriste este lugar?
De
pronto, Marcus accionó el interruptor y se iluminó una titánica caverna
donde se hallaban objetos de todo tipo: lanzas, lámparas, cofres
cuajados de joyas, utensilios varios, muebles de todo tipo, e incluso
tronos. Hasta donde su vista alcanzaba, había objetos sin orden ni
concierto, aunque lo que más la sorprendió fue el material del que
estaban hechos. Todos y cada uno de aquellos objetos eran de oro macizo.
Marcus le condujo por aquel laberinto de elementos hasta un gigantesco trono sobre el que reposaba un magno cetro.
—¿A que no sabes a quién perteneció ese cetro? —preguntó con una sonrisa enigmática.
—Pues no tengo ni idea —respondió Angie, sorprendida.
—Es
el cetro de Atenas. Se pierde la pista de este cetro cuando Teseo
falleció a manos de Licómenes. Se supone que Licómenes lo robó, pero
Hermes, el dios más astuto, se hizo con él y lo llevó al Olimpo, donde
se lo entregó a su padre, Zeus —dijo Marcus.
Ella,
sorprendida de sus conocimientos sobre historia antigua, se acercó al
escabel que había frente al gran trono y se subió para poder sentarse en
aquel descomunal trono.
—Marcus, la observaba con atención. ¿Qué se siente? —preguntó con cautela.
—Un
hormigueo y una sensación de poder indescriptible —respondió Angie—,
pero no me has dicho cómo has encontrado esta descomunal cueva.
He
de serte sincero: la descubrí cuando todavía era un niño. Era como si
algo me llamara y tirara de mí hacia la colina rocosa que alberga esta
cíclope gruta. Tendría 15 años cuando encontré la oquedad por la que
accedimos. Seguí la voz que me llamaba hasta ese trono donde tú te has
sentado. La voz era dulce y sensual. Le pregunté qué quería. La voz me
dijo que necesitaba un guardián. Le dije que tan solo era un niño, pero
me prometió volver cuando tuviera 18 años. Así lo hice y me mostró la
sabiduría de antaño, los poderes olvidados por los hombres. Le pregunté
su nombre y me respondió: —Soy la divina hija de Zeus y Metis. Atenea es
mi nombre. Tú eres el heredero al trono de Teseo. Ahí tienes el cetro
con el que te entronizarán, anunció la diosa ojigarza.
—Yo no deseo ser rey, tan solo anhelo vivir en paz y armonía, conocer a una hermosa mujer y ser padre, respondí.
Entonces, se nuestro guardián, joven Marcus Warner, refirió a la diosa Atenea.
—Puedes mostrarte ante mí, noble diosa, pregunté.
Un
fulgor abrasador comenzó a manifestarse: una diosa guerrera vestida con
una túnica larga hasta los pies. Sobre su magna cabeza, un casco
refulgente grabado con motivos florales, y su escudo grabado sobre la
égida, la cabeza de la Gorgona Medusa y una lanza.
Marcus la observó con devoción. "Cuando cumpliera los dieciocho años, me convertiré en el guardián de esta gruta", dijo.
Angie
lo miró entusiasmada; su nuevo amigo le había mostrado su lugar secreto
y le dijo: —Marcus, muchas gracias por mostrarme este maravilloso
enclave.
—No hay de qué, solo te voy a pedir algo: no puedes contárselo a nadie bajo pena de ser fulminada por la diosa de la guerra.
—Te doy mi palabra, no se lo diré a nadie, respondió Angie mientras bajaba del gran trono..
Marcus
la guió por el camino hacia la salida del laberinto. Una vez en la
entrada, la oscuridad volvió a cubrir la titánica cueva. Una vez fuera,
volvieron al vehículo y regresaron a la ciudad. Marcus la invitó a cenar
en el selecto restaurante del 48, donde disfrutaron de una deliciosa
cena, rieron y charlaron de lo mundano y lo divino. Cuando terminaron de
cenar, la acompañó a su casa; la dejó en la puerta, como buen
caballero. La luna estaba esplendorosa. Marcus abría una nueva etapa en
su vida. Angie era la elegida para compartir su vida. Se encaminó hacia
su vehículo; la noche había refrescado, despejando los miedos de Marcus.
Había elegido bien y Atenea la aprobaba. Montó en su vehículo y se
perdió entre las callejuelas oscuras de la ciudad; los dioses estaban
con él, su nuevo guardián de la gruta sagrada donde los antiguos héroes
dejaron sus tesoros y dones otorgados por todos los dioses.
Fin
M. D. Álvarez
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