A mi hijo Luciano, por tantas
satisfacciones que me ha dado
a
lo largo de su vida.
Hoy te conocí en la
escalera, llegabas a través de la puerta del ascensor en una bandeja de
hospital.
Llorabas.
La enfermera pasó
ante mí y observé tu mirada, y aterrada vi en ti la cara de mi padre; en ella
pude ver, espléndidos, tus enormes ojos redondos de los que no sabría definir
su color. Me recordaste a él y entonces supe que eras tú; por precaución
pregunté:
— ¿Es la nuestra?
Aquella señora me
miró con ilusión, y con una sonrisa emocionada dijo sí.
Indescriptible el
sentimiento, el sueño se tornó realidad; recordé algunas palabras de los míos,
de aquella gente que ya no está; personas que antaño ocupaban una silla en casa
durante la comida de Navidad. Parecían hablar, una sensación que me trastornó
durante un tiempo, como si pudiera llevar una conversación con los muertos que
viven en mis fotografías de salón.
—Los niños traen
niñas. —decía mi tía—ya la tendrás.
—Pero no será mía.
—Será de un hijo
tuyo.
Vi como te apoyaban
en el pecho de mi hijo mientras no llegaba tu mamá. Observé su cara de
satisfacción y como sus grandes brazos te arropaban con suavidad. Entre su
barba y su hombro abandonaste el llanto.
Entonces lloré.
Después de tantos
años sin ver a mi padre pude sentir su presencia e incluso pude escuchar su
voz.
—Se parece a ti,
tiene tus ojos… Es igual que tú cuando naciste.
—No papá, tiene los
tuyos. —Contesté.
— ¡Felicidades,
anciana! —Le vi sonreír.
Observé a mi madre
y pude ver la felicidad en su rostro; te miraba pero yo…yo supe que él le
hablaba al oído.
Fui “dadora de
vida” de dos hombres y ahora soy abuela de una chica; ¡nada más y nada menos
que una chica! La primera vez que te
cogí en brazos en el hospital, sujetaste mi dedo con tu manita y me ganaste
para siempre.
Te quiero.
© María Teresa
Fandiño
28/02/2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario