Y las caracolas sonaron tan blancas
como la cal que pinta la fachada del mar.
Desperté de la vida y entré en el sueño.
En el sueño me vi dentro del cuerpo de
una pantera negra enjaulada. Caminaba con toda su ira contenida, en una mirada
torva, llena de rabia de tantos días atrás, a sus espaldas, en el recuerdo del
verde de la selva, en su nostalgia enferma de las lianas voladoras, de los
pájaros multicolores que entraban y salían por el resquicio de las sombras del
pasado, seguramente. El paisaje era urbano, una plataforma de cemento
horizontal en una ciudad extraña de parecido increíble a Manhattan. Nueva York.
Barcos. Contenedores. El Puerto de la Luz... Las Palmas... Bilbao...
Barcelona...
Un mare magnum, gris, gris,
frío, frío, me envolvía todo el cuerpo. En sus cortos paseos, la pantera
llegaba hasta el fondo de la jaula y con su zarpa derecha devolvía al suelo la
furia de aquel vértigo impotente. No le quedaban uñas. Ni siquiera saliva. De
pronto, en cuestión de segundos, cambió la dirección del viento y me vi
cabalgando en el cuerpo de un caballo magnífico que desplegaba sus alas como
Pegaso; sin ascender a los cielos, volaba a saltos, a grandes zancadas, mientras
mis músculos se estiraban cada vez más. La sensación de inmensidad aérea me
daba una libertad de movimiento total.
Así de amplia y elástica llegué a una
cueva. Una casa sin puertas. Un arco natural que me llamaba a penetrar su
oscuridad sin voz. Sobre ella caía una lluvia de aguas torrenteras, una cascada
que escondía un pasadizo que yo sabía que tenía que atravesar sin dudarlo un
instante. Tenía miedo, ma non troppo.
Tenía que atravesar la humedad y las sombras. Imposible plantearse otro camino.
Puro instinto del ser que nace. Con esa certeza crucé el agua. Sí, sentí la
sensación de oscuridad, ¿cómo no sentirla en la piel?, pero de inmediato caí en
un gran estanque, una especie de lago subterráneo lleno de conchas y caracolas
en el que yo buceaba sorprendida entre ballenas.
Ellas me sonreían y me tocaban sin
percatarse de que yo era una extraña. A partir de ahí, ya no sé si seguí siendo
quien era, sólo sé que me hice hermana de las ballenas, bogaba con ellas
tranquilamente, con la confianza de esa vieja amistad que suele darse entre los
pueblos nómadas del agua. Me encontraba en mi medio, como antaño. Cuando era
niña, visitaba las Cuevas del Drac y recordé haber sentido esa misma quietud en
los Jameos de César Manrique en Lanzarote... una obra de arte surgida de las
aguas de su imaginación. Pero, entonces, bruscamente, un ruido del exterior me
despertó de golpe, abrí mis ojos en un viraje de sobresalto y, pasando la proa
por el viento, subí a la vertical ceñida de mi espalda, loca por respirar el
aire de la superficie.
Teresa Iturriaga Osa. Doctora en Traducción e Interpretación por la ULPGC (Canarias, España). Reside en Las Palmas de Gran Canaria desde 1985. Trabaja en periodismo cultural, sociología, radio, poesía, ensayo, relato, traducción. Ha dirigido proyectos literarios con voces de mujer. Libros: Mi Playa de las Canteras, Juego astral, Yedra en vuelo, Revuelto de isleñas, Desvelos, Sobre el andén, Gata en tránsito, Campos Elíseos, En la ciudad sin puertas y DeLirium. Participación en varias antologías españolas: Orillas Ajenas, Hilvanes, Fricciones, Que suenen las olas, Ecos II, Doble o nada, Espirales Poéticas, Madrid en los Poetas Canarios, París, Mujeres en la Historia I-II-III y Casa de fieras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario