Recuerdas como si fuera hoy mismo, aunque no sabes que estás
equivocada, que llovía la noche en que conociste a Juan, igual que llueve esta
noche de otoño. Recuerdas con una nitidez que parece real, a pesar de los años
transcurridos, que también las gotas de lluvia se estrellaban contra los
cristales y resbalaban por el ventanal, mientras tú, movías con una mano la
cucharilla del café e intentabas inútilmente seguir el curso del agua por los
ventanales con la punta de tus dedos.
En el café sonaba la trompeta inconfundible de Chet Baker, aún te
parece estar escuchándola como aquel día, y hacía aflorar en ti, igual que ahora,
eso que llama el poeta “el burdo pasatiempo de la nostalgia”. No sabías del
milagro que la vida te deparaba aquella misma noche, así, sin previo aviso, sin
dar tiempo a que te prepararas, a que estuvieras dispuesta para un encuentro
que parecía ir a cambiar el curso de tu vida para siempre, como si para siempre
durara mucho más que un breve espacio.
Habías salido a tomar un café por aquel pueblo del que te
marcharías en cuanto pudieras, un pensamiento, claro, que después olvidaste por
completo haber albergado, este pueblo entonces tan ajeno y que hoy resume casi
todas las historias de tu vida que merecen contarse.
Sabes a ciencia cierta, porque no pudo haber sucedido de otro modo,
que sacaste del bolso aquel libro de poesía, ¿se llamaba Cuatro gotas?, en el que se podían leer los versos que tanto te
gustan.
“La noche se hace cada vez más
pequeña”, decía
el poema de Dulce Chacón, “quizás no
quepa la luna”. Entonces asomaste tus ojos a través del cristal de la
ventana para comprobar, como si fueras
una niña, si la luna podría caber en la noche. Y en aquel momento entró Juan,
justo con la última nota de trompeta del músico de jazz, en lo que te ha
parecido siempre una coincidencia maravillosa que auguraba un presagio de
certeza.
En esto de los poemas, a Juan siempre le gustaba llevarte la
contraria. Antes de conocerme, Adela, tú
nunca habías leído estos versos. Y siempre te explicaba que era él quien te
había llevado a conocer la placa en la casa natal de la poeta junto a la plaza grande
de Zafra. Y que allí leíste por vez primera los versos sobre la luna y la noche
que tanto te conmovieron. Pero tú, Adela, dejaste grabado en tu memoria otro
recuerdo, que con el tiempo se hizo tan preciso e imborrable como todas las
memorias, aunque nunca haya sido real y siempre creerás que leías el poema de
Dulce Chacón cuando Juan te conoció al ir a resguardarse de la lluvia..
A diferencia de esta noche en la que no se ve un alma, alguna
gente paseaba entonces por los soportales de la plaza grande. Entonces entró
Juan y con una excusa que has ido cambiando a lo largo de los años, se sentó en
tu mesa y se quedó ocho años por tu vida, como si algo importante se hubiera
encendido en esa noche en que cabía la luna llena de tan grande como la noche
se había hecho, aunque no te hubiera dado tiempo a comprobar lo que realmente
pasaba en la oscuridad del cielo.
Y aquí estás de nuevo, ahora que todo ha terminado, ahora que Juan
ya no es más que pasado, oyendo la trompeta de Chet Baker que aquella noche,
aunque no te lo creas, no pudiste escuchar porque jamás ha sonado en este café
de la plaza, ni siquiera en este instante, empeñada en evocar en tu memoria lo
que crees que ocurrió, jugando al pasatiempo de la melancolía, buscando razones
y culpables de tu fracaso, persiguiendo una vez más inútilmente el curso de la
lluvia con tus manos, ahora que se han cumplido los versos de Dulce Chacón, que
no se sabes dónde leíste por primera vez, y que la noche se ha vuelto tan
pequeña que no caben en ella nada más que tus penas y la memoria de lo que tal
vez ni en tus recuerdos sucedió.
Mª José Villarroya Durá
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