lunes, 4 de abril de 2016

Ya no cabe la luna

Recuerdas como si fuera hoy mismo, aunque no sabes que estás equivocada, que llovía la noche en que conociste a Juan, igual que llueve esta noche de otoño. Recuerdas con una nitidez que parece real, a pesar de los años transcurridos, que también las gotas de lluvia se estrellaban contra los cristales y resbalaban por el ventanal, mientras tú, movías con una mano la cucharilla del café e intentabas inútilmente seguir el curso del agua por los ventanales con la punta de tus dedos.
En el café sonaba la trompeta inconfundible de Chet Baker, aún te parece estar escuchándola como aquel día, y hacía aflorar en ti, igual que ahora, eso que llama el poeta “el burdo pasatiempo de la nostalgia”. No sabías del milagro que la vida te deparaba aquella misma noche, así, sin previo aviso, sin dar tiempo a que te prepararas, a que estuvieras dispuesta para un encuentro que parecía ir a cambiar el curso de tu vida para siempre, como si para siempre durara mucho más que un breve espacio.
Habías salido a tomar un café por aquel pueblo del que te marcharías en cuanto pudieras, un pensamiento, claro, que después olvidaste por completo haber albergado, este pueblo entonces tan ajeno y que hoy resume casi todas las historias de tu vida que merecen contarse.
Sabes a ciencia cierta, porque no pudo haber sucedido de otro modo, que sacaste del bolso aquel libro de poesía, ¿se llamaba Cuatro gotas?, en el que se podían leer los versos que tanto te gustan.
“La noche se hace cada vez más pequeña”, decía el poema de Dulce Chacón, “quizás no quepa la luna”. Entonces asomaste tus ojos a través del cristal de la ventana  para comprobar, como si fueras una niña, si la luna podría caber en la noche. Y en aquel momento entró Juan, justo con la última nota de trompeta del músico de jazz, en lo que te ha parecido siempre una coincidencia maravillosa que auguraba un presagio de certeza.
En esto de los poemas, a Juan siempre le gustaba llevarte la contraria. Antes de conocerme, Adela, tú nunca habías leído estos versos. Y siempre te explicaba que era él quien te había llevado a conocer la placa en la casa natal de la poeta junto a la plaza grande de Zafra. Y que allí leíste por vez primera los versos sobre la luna y la noche que tanto te conmovieron. Pero tú, Adela, dejaste grabado en tu memoria otro recuerdo, que con el tiempo se hizo tan preciso e imborrable como todas las memorias, aunque nunca haya sido real y siempre creerás que leías el poema de Dulce Chacón cuando Juan te conoció al ir a resguardarse de la lluvia..
A diferencia de esta noche en la que no se ve un alma, alguna gente paseaba entonces por los soportales de la plaza grande. Entonces entró Juan y con una excusa que has ido cambiando a lo largo de los años, se sentó en tu mesa y se quedó ocho años por tu vida, como si algo importante se hubiera encendido en esa noche en que cabía la luna llena de tan grande como la noche se había hecho, aunque no te hubiera dado tiempo a comprobar lo que realmente pasaba en la oscuridad del cielo.
Y aquí estás de nuevo, ahora que todo ha terminado, ahora que Juan ya no es más que pasado, oyendo la trompeta de Chet Baker que aquella noche, aunque no te lo creas, no pudiste escuchar porque jamás ha sonado en este café de la plaza, ni siquiera en este instante, empeñada en evocar en tu memoria lo que crees que ocurrió, jugando al pasatiempo de la melancolía, buscando razones y culpables de tu fracaso, persiguiendo una vez más inútilmente el curso de la lluvia con tus manos, ahora que se han cumplido los versos de Dulce Chacón, que no se sabes dónde leíste por primera vez, y que la noche se ha vuelto tan pequeña que no caben en ella nada más que tus penas y la memoria de lo que tal vez ni en tus recuerdos sucedió.

Mª José Villarroya Durá

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