Perdón
por hacer dos cuentos del que comienza. O mejor, ninguno. Sí, porque
voy a hablar de don Fermín, un buen médico de cabecera, como se los
denominaba en tiempos, que, salvo ese aspecto no tenía nada de
particular. Lo conocí en el verano del 73, cuando una amiga me pidió
que la sustituyera en sus vacaciones; encerrarme en una consulta
durante el mes de agosto y a pocas semanas de dos exámenes era un
favor obligado. Y puesto que la gente suele enfermar poco durante ese
mes, me cargué de apuntes a los que apenas dejaba permanecer en
reposo, excepto que los doctores me dieran conversación, ya que
también parece esta la época en que se muestran más comunicativos.
«A
ver si me comprende usted -se explicaba don Fermín-. El término
gastritis es un recurso muy socorrido cuando observamos que lo
que procede aconsejar al paciente es una visita al psiquiatra.»
Y daba unas caladas al cigarrillo como no lo había visto hacer ni al
más elegante actor cinematográfico.
«A
ver si me comprende usted, la mayoría de la gente que acude a
nuestras consultas padece de dolores de cabeza, molestias gástricas
o alteraciones cardíacas; pocos son conscientes del lugar secundario
en que lo plantean. Donde en realidad se explayan es en sus problemas
personales, sean estos laborales, familiares, etc.»
Si se le caía una minúscula porción de ceniza sobre la inmaculada
bata blanca entornaba los ojos de una manera que enamoraba.
«A
ver si me comprende usted; aunque se vea tan claro como el agua de
manantial, no se le puede decir al paciente que el lugar donde
residen sus males no está en su estómago ni en ninguno otro de sus
órganos, sino en la actitud con que encara sus problemas. Sería una
excepción aún no registrada el que no nos tildara de locos, o nos
acusara de inmiscuirnos en su vida.
¿Se
debería a ello la enigmática llamada de un paciente de otro de los
doctores, ausente en el momento? ¿Quiere que le deje algún recado?
pregunté. «Dígale que se muera cuanto antes.» A saber qué quiso
decir. Fuera lo que fuera no me molesté en comentarlo. De lo que
estaba segura era de que de don Fermín nunca diría nadie algo
semejante.
De
los cuatro galenos que compartían consulta, todas de atención
primaria, el más elegante en sus formas era don Fermín. Los otros
tres eran correctos. Alguno, incluso, dueño de algún atractivo
oculto que no llegué a constatar. En don Fermín, en cambio, su
exquisitez y elegancia naturales eran manifiestas, potenciadas,
además por la dulzura de su acento gallego y por una prolongada
labia no exenta de sabiduría, para compensar. Incluso su muletilla
resultaba seductora: «A ver si me comprende usted».
La
mujer de don Fermín visitaba con frecuencia la consulta. No tenía
horario fijo, pero sí llave de la misma. Me miraba de arriba abajo,
me saludaba guardando distancias y nunca me daba conversación, a
diferencia de las esposas de los otros médicos, alguna de ellas
encantadora. Y eso que sus maridos debían ser buenos pintas sin que
lo intentaran disimular. A juzgar por lo bien complementada que se
notaba a la pareja, tanto en elegancia estética como, muy
probablemente, ética, no me costaba deducir que don Fermín tenía
en su esposa una colaboradora ideal.
Por
supuesto, excepto que fuera inevitable, yo no entraba al despacho
cuando había un paciente dentro. Pero sí en caso contrario, cuando
los propios doctores me invitaban, y lo hacían con frecuencia. Como
en momentos sin pacientes me volcaba en las asignaturas pendientes,
todos se explayaban en elogios a mi laboriosidad, invitándome a
fumar. Yo no fumaba, ni sabía hacerlo, pero me ilusionaba recibir
sus espléndidos cartones de tabaco de importación, regalos que
ellos mismos recibían de sus numerosos pacientes; no creía
equivocarme si atribuía la dádiva a los excedentes acumulados. El
caso es que aquel verano yo me acostumbré a fumar. Por incordiar a
mi madre, mas que nada, empeñada en censurar a las mujeres por todo
lo que ella no había hecho ni haría jamás; con decir que el último
viaje que hicimos juntas, por necesidad suya más que mía, puso a
parir a todas las mujeres que conducían... Tuvo suerte de que mi
amiga fuera una santa y no la dejara tirada en la primera cuneta apta
para aparcar.
Mi
inexperiencia como fumadora no me permite asegurar que los
cigarrillos recibidos fueran los mejores del mundo, al contrario que
mi hermano, con quien compartí tan inesperados y superfluos regalos,
que los tildaba de pésimos con sabor a orín. pero yo flipaba
enciendo cerilla tras cerilla y acercándola al cigarro con
delectación. Se me antojaba que aquel gesto daba mucho empaque a la
mujer.
«A
ver si me comprende usted, no es que uno salga de su país con ánimo
de comparar, pero hay veces en que la comparación resulta
inevitable. Este julio pasado, sin ir más lejos, estuve de
vacaciones en Moscú y no podía creer que las larguísimas colas de
gentes que se aproximaban a las tiendas de ultramarinos no tuvieron
otro fin que el de comprar una naranja. En plenos años setenta.»
Por supuesto, Galicia era un paraíso para el veraneante de
buen gusto. «A ver si me comprende usted, llega uno a la isla de A
Toxa y comprueba que no hay ninguna necesidad de salir de España
para admirarse ante la belleza. Y qué le voy a decir de Bayona, con
su elegante Parador Conde de Gondomar.»
«A
ver si me comprende usted». No soy tonta, don Fermín, sentía ganas
de responder a veces, algo que no hubiera hecho ni creyendo que me
tuviera por tal.
El
tren pirata que comunica Bilbao con los pueblos de la margen
izquierda se esfuma de la trayectoria a la una de la madrugada, lo
que significa que, si no se dispone de vehículo propio, como era
nuestro caso, asistir a una función de teatro en la capital implica
una noche de hotel, con lo que es fácil deducir el alto precio de la
entrada. Por aquellos días se representaba en el Coliseo Albia La
tabernera del puerto, golosa pieza para mi hermano y para mí.
Que por algo deslumbrábamos en El Arenal emulando al bajo:
Despierta negro que viene el blanco, tras el navío está
acechando... Ya saben. Y eso que solíamos ser modelo de
discreción. La gente es tan curiosa que se detiene a mirar incluso
lo que no le gusta. En resumen, que pregunté a don Fermín si
podíamos pasar la noche en la consulta y no tuvo ningún reparo. Lo
malo fue que al día siguiente uno de los médicos llegó puntual y
encontró a mi hermano despatarrado en la butaca de la sala de
espera. Y a mí saliendo del aseo con la toalla en la mano. «¿Quien
es el mozo?» preguntó. Como que me dio vergüenza decir que era mi
hermano, para que encima no me creyera. Me pasa siempre que digo la
verdad.
Quien
hubiera renunciado a las vacaciones con tal de pasar la noche con mi
hermano era mi amiga. Esta vino a visitarme el día anterior a su
reincorporación a la rutina laboral. Le agradecí la experiencia y
le aseguré que lo mejor de todo, don Fermín. Por supuesto, no fue
mi única ni la mejor satisfacción del verano, pero eso no viene a
cuento. «Seguro que su mujer no salía de la consulta -observó mi
amiga-. Desde que le pilló abrazado a una...» Prefiero no decir a
quién.
¡Ostiastantas
don Fermín!, que casi no le comprendo.
¿Y
eso era todo? se preguntarán. Pues sí, ya avisé de que don Fermín
no tenía nada de particular; pero yo era muy feliz aquel verano.
De cuando aún se fumaba en las consultas de los médicos, María Jesús. Pero veo que algunas cosas no cambian. Un abrazo
ResponderEliminar