Como de costumbre, una noche más para recrearme salpicando letras. El frío ha invadido finalmente esta ciudad, donde las luces no hacen otra cosa que dejarse envolver por un halo de niebla y vapor mate. Me rodea un entorno cuanto menos diferente a aquel que me asediaba la última vez que escribí. Desconozco la razón por la que he dejado paso a tanto tiempo, el consuelo de las palabras es insustituible.
En la quietud vibrante de la madrugada, todo comienza. Todo parte de ese silencio expectante, cada nacimiento tiene lugar fruto de esa ceguera intangible, el sol, la vida misma, las palabras. El origen, el primer rastro y el último desde el mismo punto de partida. De la negrura solo es la luz quien aguarda brevemente con el valor de echar a caminar. Oscila su parpadeo con timidez curiosa antes de adquirir confianza y, con una inclinación de cabeza, extender los brazos, las palmas desnudas y descaradamente descubiertas a ambos lados de su cuerpo desenfocado, concediendo lucidez y esperanza en derredor. Y en medio de la oscuridad más espesa, es donde la sola raíz del primer reflejo que brota resplandece con un brío más lustroso. Todo emana de las sombras de una noche.
En el corazón de todos los inviernos vive una primavera palpitante, y detrás de cada noche, viene una aurora sonriente.
Khlalil Gibran
En esta habitación que hoy me ampara es el reloj el único delator; mudo me anuncia la suma de los minutos que se suceden ordenadamente, constantes. Los días borrosos amontonados en una pila envejecen grisáceamente y cumplen años, como nosotros. El tiempo, severo, no indulta un segundo. Se culpa a sí mismo de un color polvoriento casi imperceptible hoy y todo aquello que los días cargan quejumbrosos a la espalda se bifurca en situaciones a las que plantar cara de un modo u otro. Oportunidades para concebirnos de nuevo. Para prestar atención a esa otra voz imponente y guarecida que hace preguntas, y a la que se es incapaz de embaucar. Ese susurro me interroga cada día el porqué de mis pautas, me solicita comprensivo explicaciones y yo no puedo negarme a ofrecérselas, aunque en ocasiones las respuestas no sean fáciles de admitir. Ese rumor intrínseco ha conseguido encauzarme en veredas de reflexión en lo más interior de mí misma, atreviéndome a declararle con toda franqueza y no sin cierta suspicacia todos mis secretos; siempre consigue ver a través de mí y las mentiras son para ella puramente caducas.
¿Quién es ella? ¿Soy yo? En verdad, creo que ella no es más que el flanco más obstinado y sensato, astuto y perspicaz de esa identidad con la que estoy cumpliendo. ¿Mi cara más racional y matemática? ¿Antagonista del perfil más visceral? ¿Se trata de una antítesis o no es más que una de las piezas que tejen esa dualidad instintiva? ¿Tengo que llegar a una respuesta certera? Más bien, no. Mejor me limito a derramar un diálogo sin salida conmigo misma, alcanzando como único desenlace que no hay duelo más arduo e interminable que el que persiste cuando, en mitad de la soledad, el rival se presenta desafiante al otro lado del espejo.
Cada día ofrece todas aquellas señales que se espera encontrar, aquella contraseña que descifre el mensaje el cual revele el camino a seguir. Solo basta con callar y percibir el sonido del manantial fresco que perseguimos cuando el calor sofocante alterna entre la existencia y el delirio. Sin embargo, no son más que unas trazas que inspiran la respuesta ya sembrada en lo más oriundo del palpitante espíritu, a caballo con el albedrío innato de ejercer de guía del propio ritmo y destino.
Asomada a la ventana, desde donde se encuadran monumentos visitados por más de medio mundo, tomo conciencia del tiempo y el espacio, sintiéndome casi tan pequeña como cuando las estrellas terminan por gastarse de tanto ser contempladas. Mimada en mi propia quimera, deambulo por las calles de París desembalando rincones y hallando mi propia esencia a cada paso. Blanco de algunas miradas perecederas, desconocidas; forastera y anónima, libre entre la indiferencia de la corriente de pasos, raspando el placer. Doy rienda suelta a esa conversación disfrazada de silencio hasta que todo el mundo enmudece ahí dentro y me parece sentir una aguja que no duele, un calmante…
Como sirviéndome de una red, logré que con la cámara aquella sonrisa quedase apresada en una fotografía, en el preciso instante en que ese alborozo cruzaba fugazmente, como un rayo fulgente, sus ojos transparentes, mientras al fondo las gélidas olas del mar se arrimaban y retrocedían enseguida dubitativas y arrepentidas una vez y otra. Una pieza más de las constelaciones dispersas por estas paredes, ocupa un lugar junto a todas las demás, pero es inútil engañarme. Puedo rodear esa fotografía de todas las demás, puedo abandonarla entre todos los tiestos de este cuarto. Siempre es la primera con la que tropiezo pues debe ser la primera que quiero encontrar.
Su voz se apaga y ya ni siquiera llega a mí el sonido de su atmósfera, y tontamente aprisiono el teléfono como si ese fuese el modo de traerlo de vuelta. Mis ojos se cierran por no contemplar su ausencia, mi carencia. Hundiéndome cada vez más en el colchón y entrañándome en el montón de mantas, mis pies se mueven estirándose y acariciando las sábanas, buscando un poco de frescor en aquellos territorios de la cama ahora fríos y sin movimiento, pero con memoria. Inmortalizadas las manos sobre su pecho, sumiéndose por capítulos en su piel mientras unos dedos trastean con un hambre insaciable entre sus huesos, otros dibujan con paciencia el impulso de los músculos y otros ajustan el compás con el fin de poner de acuerdo el latido, cada vez más insensato, con aquel que dista al otro lado. Hallar así algo llamado paz. Una paz jactanciosa, egoísta, únicamente conquistada por nosotros y por nadie más, momentánea, tras cuya marcha permanece enganchada a las paredes de esta habitación, todavía como una fina tela de araña por la que me dejo enzarzar; aun en el mismo aire que respiro la estela grácil de calor, olor, sabor, risa y una sola mirada perenne. En la puerta del sendero del sueño, mis dedos esperan por las noches no llegar a encontrarse con las palmas de mis manos al cerrarse, expectantes hasta el último momento con la esperanza inquebrantable de que sea su mano la que se entrometa intrusa entre ellos y les impida volver a reunirse.
Las calles de París ya no me parecen extrañas desconocidas, sino pretenciosas portadoras de felices anécdotas propias y recientes, decorados que ambientan y dan lugar a citas espontáneas y diarias y citas esperadas. Citas que enredan entre sí vínculos cada vez más fuertes, como una hermosa planta de jardín que, sin que nadie sea lo suficientemente observador para distinguir cada paso que da, trepa cada vez más arriba en un árbol que se deja conquistar exponiéndole gustosamente sus ramas.
Tiempo de esperas, de descubrir y conocer, de aprender. De reforzar lazos, echar de menos y de despedidas. Sin olvidar jamás aquella despedida que sin saberlo, sería definitiva. Al fin y al cabo, de todos los demás fui quien mejor se despidió de él. Perdurará siempre mi última imagen sobre él aún en su sillón, el recuerdo de su sonrisa bordada por la edad y que, a pesar de algo perdida, continuaba manteniendo esa nota de cariño familiar. Recuperaré esa foto que me hizo cuando tenía algo así como tres años mientras ajena a todo dormía profundamente la siesta, y de la cual se sentía verdaderamente orgulloso; volveré a oír la melodía del tranvía de juguete que tanto me gustaba y que dijo que algún día sería para mí. Guardaré ambas cosas agazapadas junto al libro forrado que me dedicó y que tanto aprecio de El lenguaje de las flores. Su recuerdo quedará por siempre sellado en cada una de las dulces ilustraciones de esas páginas amarillentas.
Las semanas se escurren astutamente por la rendija de la puerta, y si la cierro se las ingenian sin causar trabas para aventarse descaradamente y aparecer al otro lado, como cuando alguien pasa una nota por debajo de la puerta. O más bien una hoja del calendario. Quizá por culpa de esa delicada astucia ni siquiera sea consciente de las alteraciones, quizá todo acontezca últimamente de forma tan natural y fluida que solo desempañando con la mano la ventana ya fría de un pasado, lo justo para asomarme un instante y que vuelva a empañarse con avidez, advierta la mudanza de la realidad, y divise claramente las desviaciones que fui tomando. Bifurcaciones que juzgué sobre la marcha. Y en lo que se convirtieron nuestras vidas. Pasado de largo ese momento, ese breve segundo en que volví a ser quien, donde y cuando era, olvidando durante esa breve improvisación todo lo que ahora me acompaña, tras ese soplo ilusorio, de nuevo todos los recuerdos de una sola sonrisa achispada hicieron resurgir una a una las miradas como ondulantes llamas que se insinúan, los parajes, los olores y los sabores de un jugoso aliciente que robustece, los recuerdos del presente. De lo que una vez asomó y aún ahora perdura, de esos tímidos brotes que se tornaron en ramas férreas y que prosperan a la par.
A las altas horas de la noche, me despido al fin del día que besó a su muerte. Bajo el ambiguo hechizo de la oscuridad, la nostalgia de las voces propagadas del disco de Bon Iver y el eco lejano y solitario de guitarras eclipsa cualquier sonido en una madrugada sonámbula. Aunque en ocasiones sienta que el día no fue lo que había esperado, todo acaba cuando al abrigo de esa oscuridad apenas corrompida por las luces de la ciudad que se aventuran a colarse por la angosta rendija entre las cortinas, antes incluso de escalar la barrera del redil de la realidad, desato mi espíritu. Dejo que planee libre, a acompañar a esos a los que tanto extraña imaginando aquello con lo que estarán aún ocupados; llama a la puerta de los sueños de los que quizá se encuentren ya embelesados por el encanto de los cuentos oníricos narrados por Morfeo cada noche, para así hacerles compañía en el inverosímil relato.
Aun con agotamiento de la esperanza, todo cesa bajo esa capa provisoria de frío negro: un lienzo sobre el que podemos pintar en blanco aquello que perseguimos cada día, adonde nos acercamos imperceptiblemente pero sin la más exigua tregua…
Alicia Zapata Girón. Nació en Jerez de la Frontera, vivió durante dos años en Barcelona, y ahora se encuentra en el último curso universitario en Traducción e Interpretación en Sevilla. Realizó el curso pasado en París. Dentro de sus metas se encuentra la de ser traductora editorial y literaria. Su gran afición es escribir, la música y la fotografía. Podéis encontrarla en facebook y
No hay comentarios:
Publicar un comentario