En aquella jungla plagada de bichos y con una humedad
sofocante, que empapaba como si lloviera a mares, se guardaba un
aterrador secreto. La criatura amada por la bella Selene vagaba aullando
de pasión por su húmedo vergel, hasta que su amada se dignó a aparecer
en el cielo para bañar su dorada piel con sus rayos de luz plateada,
haciendo que sugiriera a su amado licántropo.
El
hermoso hombre lobo aullaba de placer al ver descender a la bella
Selene, que con níveos brazos lo abrazaba mientras besaba con dulzura su
peludo y musculado torso.
La
luz de Selene no solo iluminaba la oscuridad de la jungla, sino que
también transformaba al licántropo, suavizando la ferocidad de sus ojos
dorados y revelando la profunda ternura que guardaba para su amada. Sus
aullidos, antes de anhelo y melancolía, se volvieron ahora susurros
roncos de devoción.
Mientras
los efluvios de la selva se hacían más intensos con la noche, ellos se
entregaban a su ritual. Selene, etérea y luminosa, se fundía con la
forma lobuna de su amante, sus cuerpos entrelazándose bajo el dosel
espeso de las hojas.
La
piel plateada de ella contrastaba con el pelaje oscuro y espeso de él,
una unión de lo celestial y lo salvaje. En ese abrazo, el secreto
aterrador de la jungla parecía desvanecerse, reemplazado por la magia de
su amor, un amor tan antiguo como la luna misma y tan primario como el
latido del corazón de la bestia.
M. D. Álvarez
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