Nada hizo presagiar a Carmela que esa mañana apacible, pudiera convertirse en
el prólogo de una de las mayores aventuras de su vida.
Como todos los días desde que llegó al apartamento que había alquilado
en la Playa de las Gaviotas, abrió las puertas que daban a la terraza de par en
par. Un sol retozón comenzaba a lamer las paredes despertando reflejos en los
azulejos colgados sobre los tabiques de ladrillos que representaban escenas
marinas. Su preferido era el que mostraba un barco de vela meciéndose sobre las
tranquilas aguas, volvió la vista hacia la playa cercana recorriendo sus casi
doce kilómetros de arena dorada y cogiendo el libro que reposaba sobre la
estantería de mimbre se dejó caer en el silloncito que ocupaba un lugar
preferente.
Allí
pasaba muchas horas, todas las que podía. En vacaciones disfrutaba de su gran
pasión sin que se le cerraran los ojos como le ocurría cuando estaba trabajando
que tenía que releer varias veces párrafos enteros vencida por el cansancio. Su
amor a la lectura y un entusiasmo pertinaz le hacían mantener en la mesita de
noche un libro con la decidida intención de leer cada noche antes de dormir.
Misión que llevaba a cabo durante escasos
minutos, en múltiples ocasiones antes de doblar la primera página Morfeo la
acunaba en sus brazos y el libro caía lánguidamente sobre el embozo. Carlos era
el que se ocupaba de retirarle las gafas, restituir el libro a su punto de
origen, acomodar la cabeza sobre la almohada y depositar un beso liviano sobre la
frente para no despertarla mientras apagaba con mucho cuidado la luz.
Ahora todo era distinto, el descanso estival le permitía desayunar
tranquila contemplando las aguas turquesas y a los primeros paseantes o
deportistas que iniciaban el rito de cada mañana dando largos paseos a buen
ritmo con los brazos a compás, o los que batían la arena con sus pies en una
carrera en solitario. Ensimismados los unos y los otros en su mundo particular.
Después de paladear junto a Carlos el desayuno especial que ambos
preparaban entre risas y caricias cómplices: Unas cuantas piezas de fruta de
temporada peladas y troceadas formando una multicolor amalgama de sabores y
texturas, el café tinto y azucarado preparado en la cafetera de toda la vida que
despertaba no sólo sus neuronas sino que abría el paladar a la suculenta tortilla mestiza. Después de batir los huevos
y echarlos sobre la sartén caliente iban añadiendo según se les antojaba los
diferentes aderezos: una loncha de queso, rodajas de chorizo picante, tomate
crudo, jamón serrano, bacon, cebolla o cualquier otra vianda que se les
antojara y que tuvieran a mano. La guinda era una buena rebanada de aguacate
coronando su especialidad.
Relamiéndose
de satisfacción se preparaba una última taza de café que iba apurando mientras
se deleitaba con los mil mundos que se abrían ante sus ojos a través de las
diferentes historias que bebía de los libros, reservados para degustarlos en
los días veraniegos, en su sillón preferido, absorbiendo por cada poro de la
piel el aire salitre del Mar Menor. Su refugio.
Esa mañana como tantas otras dejaba volar su imaginación con los
personajes que le contaban historias de viajes, amores, aventuras, risas y
lágrimas ensimismada en sus páginas. Un vientecillo inoportuno comenzó a
revolverle el pelo, a arrastrar las pavesas que encontraba sobre el piso
formando pequeños remolinos y a silbar entre los árboles del pequeño jardín que
daba acceso a la playa.
Carmela levantó los ojos del libro con gesto de fastidio y vio en la
lejanía, sobre el azul intenso dibujada una raya, a partir de la cual, el tono
gris oscuro se apoderaba del cielo hasta donde la vista alcanzaba. Por debajo
de ella, la oscuridad, el viento y la lluvia avanzaban sobre un mar que se
encrespaba por la velocidad del viento.
Su pensamiento voló al lado de sus hijos, esa mañana habían decidido
llevarse la barca neumática para probarla en el mar. Cuando les preguntaron si
les parecía bien, tanto Carlos como ella estuvieron de acuerdo. El día era
radiante y el mar festejaba su calma con pequeñas olitas que apenas rolaban
sobre la playa.
De un salto salió de la terraza y llamó a gritos a su marido.
-¡Carlos! ¡Carlos! ¿Dónde estás? ¡Por Dios, mira lo que está pasando!
-¿Qué quieres Carmela? Justo ahora estaba en lo más interesante del
programa.
-¡Ven! Corre.
-Pero ¿qué pasa? ¿Por qué tanta prisa?
-Asómate y mira.
Carlos
miró hacia donde le indicaba y el asombro se unió a la alarma cuando a pocos
metros de las potencias desatadas de la naturaleza descubrió a Pablo y Javier
dentro de la balsa neumática tratando de alejarse de las olas, ni los pequeños
remos, hechos para el juego y la distracción, ni sus jóvenes energías eran
suficientes para contrarrestar la resistencia del agua. Carlos y Carmela se
miraron aterrados y casi sin mediar palabra guiados por un impulso común
echaron a correr, afortunadamente la lancha de motor que iban a utilizar esa
mañana descansaba sobre la todavía tranquila zona de playa alejada unos metros
de la tormenta.
En la
orilla, unas cuantas personas que no se habían unido a la desbandada general
miraban las peripecias de los chicos. Al ver cómo Carlos trataba de fletar la
motora se unieron a sus esfuerzos, Carmela, sentada en la proa sostenía el
timón con firmeza para que la pequeña nave enfilara mar adentro.
Después
de varias tentativas en las que a punto estuvieron de volcar consiguieron pasar
la línea y adentrarse en las aguas turbulentas. A toda máquina enfilaron hacia
la barca neumática que como una peonza loca giraba impulsada por el temporal.
El par de voluntarios que habían saltado a la lancha con ellos les resultaron
de gran ayuda, con mucho esfuerzo consiguieron mantener el rumbo contra
corriente, el mar embestía con andanadas feroces pero metro a metro ellos iban
ganando la batalla. Cuando estuvieron a su altura les tiraron la cuerda que
siempre llevaban para casos de emergencia. Desafortunadamente por el constante
balanceo y el impulso del viento el cabo cayó muy lejos de las manos
extendidas. En las sucesivas intentonas volvieron a fracasar ante la
desesperación de todos, no perdieron por ello el empuje ni la esperanza.
Carlota se aferraba al timón hecha un ovillo , con los pies aferrados al suelo
y el cuerpo volcado sobre los brazos que sujetaban el volante en dirección a su
objetivo sin ceder un milímetro. El pasaje de El viejo y el mar se mezclaba con la realidad infundiéndole coraje.
Si Santiago había conseguido su objetivo en una simbiosis con su mortal
enemigo, ella también lo lograría.
Querer es poder, y ella quería con toda su alma que sus hijos cogieran el cabo
que en un nuevo intento atravesaba el corto espacio que les separaba. Y esta
vez sí, las olas que hasta ese momento
les habían impedido alcanzar la maroma lanzaron el bote hacia arriba en el
preciso momento en que la punta del cabo sobrevolaba sus cabezas. Dando un gran
salto Pablo logró atrapar la cuerda, a su lado Javier la agarró con energía y
entre los dos, no sin grandes esfuerzos, consiguieron atarla a la abrazadera.
Lo más
difícil ya estaba, hubo un suspiro de alivio general, ahora tenían que
concentrar toda su voluntad en conseguir remolcarles sin que se rompiera la
cuerda o volteara ninguna de las embarcaciones. Desde la orilla y en las
terrazas cercanas muchas personas seguían sus avatares alentándoles con gritos
de apoyo.
No fue
fácil retornar a la seguridad de la tierra ni lo hicieron en el mismo punto
desde el que habían salido. Siguiendo las pautas del libro "Cosas imprescindibles antes de hacerse a la
mar" dejaron de luchar por imponer su criterio en cuanto a la
dirección a seguir, enfilando hacia la playa dejaron que el mar les marcara el
rumbo. ¿Qué importaba que salieran unos kilómetros más arriba o más abajo? Lo
importante es que habían conseguido llegar todos sanos y salvos.
No hay
palabras para describir su alegría o los sentimientos que experimentaron
fundidos en un largo abrazo que no se acababa. Las Fuerzas Marítimas que habían
acudido en su ayuda les envolvieron en mantas para combatir el frío y les
llevaron hasta su casa una vez puestas a buen recaudo las embarcaciones.
-Muchas
gracias por su ayuda, les estamos muy
agradecidos.
-No
las merece, solamente hemos cumplido con nuestro deber. Lástima no haber
llegado antes, pero no dábamos abasto para atender todas las llamadas, la gente
no se conciencia de lo peligroso que puede ser el mar, incluso uno calmo y
tranquilo como éste. Ustedes han podido comprobarlo. Confió que no se les olvide
nunca.
El
Jefe de la Unidad después de estrecharles la mano se alejó con rapidez, un
nuevo aviso reclamaba su presencia.
Tiempo
después nadie habría podido imaginar las horas trágicas que habían vivido.
Carlota y su familia repuestos del gran susto retomaron las actividades
normales, en el cielo volvía a lucir el sol que mandaba sus rayos luminosos
sobre el azul de las aguas y la bravuconearía del viento se había tornado en
una suave brisa que acariciaba el pelo.
Sentada
en la terraza miraba ensimismada el idílico paisaje que se abría a su vista, el
mar plácido, la gente solazándose en las playas, los juegos de los niños, la
arena dorada, la suave caricia de las olas... En la retina se entremezclaban
las imágenes superpuestas de los dos mares, el apacible y el bravo, el amigable
y el feroz, el amigo y el traicionero.
Nunca
olvidaría este día, el día en el que había descubierto que hay que respetar y
temer las veleidades de la naturaleza y atender las indicaciones. Esa mañana
cuando vio la bandera roja que anunciaba peligro pensó: ¡Que tontería, con el
día que hace tan fantástico! Y no le volvió a prestar más atención. De ahí que
cuando sus hijos les dijeron si les dejaban probar el bote neumático ninguno de
los dos se había negado ni les había hecho ninguna advertencia. ¡Qué tremendo
error! Si les hubiera pasado algo, no se lo habría perdonado nunca. Y ¡Qué gran
lección habían aprendido! Ellos y todos los que habían vivido la terrible
experiencia. Nunca volvería a ignorar las señales o dejaría de consultar el
pronóstico meteorológico, y mucho menos a internarse en aguas desconocidas,
como tantas veces lo habían hecho, alegremente, sin pensar en las
consecuencias.
Con un
suspiro alargo la mano y retomo la lectura del libro, por unos instantes detuvo
la vista sobre el título: "El viejo
y el mar"
-¿Sería
una casualidad o la vida nos alerta? Nunca lo sabremos...
Carlota se acomodó sobre el cojín y prosiguió su
lectura.
Maica
Bermejo Miranda Junio 2018
Una vez más me asomo a este Acantilado generoso y amigo. Un auténtico placer¡Gracias!
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