Antonio Jorba, apostado en la
sala de espera de un Hospital de Barcelona, estaba algo inquieto, pero se
sintió feliz… Ese 22 de diciembre era su aniversario; cumplía sesenta años, un
cambio de década que es algo que suele marcar más que un «cumple» normal; y en
ese momento su hija Gisela estaba en el paritorio, trayendo a la vida al que
iba a ser su primer nieto o nieta (y único, aunque eso él aún no lo sabía)
Antonio había perdido tres años
antes a su esposa María, esa mujer de la que estuvo enamorado toda la vida,
desde que se conocieron de niños… Un desgraciado accidente se la llevó. En esos
instantes, la echó de menos con más intensidad que nunca y lamentó no poder
compartir con ella un momento tan especial y único. Miró de soslayo a sus
consuegros, felices como él pero menos nerviosos, quizá porque ya tenían cinco
nietos. Intentaban tranquilizar a su hijo, que se veía muy azorado… Pero no
consiguieron que el joven padre dejara de retorcerse las manos hasta que una
enfermera les mostró un «bulto» envuelto, del que solo asomaba la cabeza, y les
felicitó tras asegurarles que Gisela estaba muy bien, el recién nacido,
fenomenal, y que pronto podrían subir a la habitación y estar con ambos.
Antonio confesó que ese era el
mejor regalo que había recibido en su vida, que el hecho de que su primer nieto
hubiera llegado al mundo el mismo día que él era un designio de los astros y
que ese niño, al que sus padres pusieron por nombre Pol, era una bendición, una
auténtica ilusión por la que vivir.
Cuando Pol comenzó a parlotear,
llamó a Antonio «abuelo», aunque en su lenguaje trastabillante, claro. Pero a
Antonio eso de «abuelo» no le gustaba mucho, prefería el apelativo «yayo»; así
se lo fue haciendo saber al pequeño y, al final, todo quedó en un compinchado «Yayo—abu».
Fue creciendo la complicidad
entre los dos protagonistas a medida que pasaba el tiempo y compartían juegos y
experiencias; y se fue reforzando año a año al celebrar juntos su aniversario,
convertido en un sabroso entrante a las fiestas de Navidad que se celebraban
invariablemente en casa de Gisela y Ferrán, junto a los otros abuelos… Pero
Antonio prometió a su nieto, en cuánto tuvo uso de razón, que el día que ambos
cambiaran de década, ellos dos solos lo vivirían de forma especial…
Aquel 22 de diciembre en el que
Antonio cumplía 70 años y Pol 10, era viernes. El hombre preparó una mochila
con víveres, linternas, ropa…, también rescató del trastero dos sacos de dormir
y una antigua tienda de campaña; con todo ello llenó el maletero de su coche y
fue en busca del chaval... Pasarían un tiempo juntos en el macizo del Montseny,
muy cercano a Barcelona; allí acamparían una noche y al día siguiente, con
calma, regresarían a la civilización, a tiempo para celebrar el fin de semana
los aniversarios de ambos en familia y, también en familia, pasar la Nochebuena
y Navidad.
Con la cantinela de los niños de
San Ildefonso, esos que cantan cada año la Lotería, abuelo y nieto iniciaron su
corto viaje, saboreando la mágica llegada, ya inminente, de esos días festivos
en los que la gente se mostraba más sensible, más contenta o triste,
dependiendo de cada uno, pero repleta de buenas intenciones aunque solo fuese
de palabra. Por supuesto, el niño estaba contentísimo desde el momento en que
terminaron las clases; y muy feliz con la deliciosa expectación que suponía dar
y recibir regalos o sentarse en una mesa decorada con esmero, surtida de
manjares especiales, dulces típicos, refrescos, vinos, cavas y turrones. Pero
esa escapada con su abuelo, solos los dos, acampando y pasando unas horas
juntos el día de su aniversario, le entusiasmó mucho al chaval, muchísimo;
quizá porque vivió la ilusión de sentirse mayor.
―¡Ya tengo dos números, Yayo—abu!
¡Ya no soy un niño!
―¡Ay…! Cuando tengas mi edad,
camarada, no te gustará tanto cumplir «tacos». Todavía no sabes lo rápido que
pasa el tiempo… ¡Y claro que eres un crío! – rió.
―No. Ya hace dos años que sé «lo»
de Papá Noel y los Reyes Magos…
―¿Qué es lo que sabes, canijo?
―Ja, ja, ja… Que son papá y mamá…
Pero me gusta igualmente la Navidad, no te creas.
―Me dejas más tranquilo –sonrió.
―¿Has dormido muchas veces en una
tienda?
―Sí. Cuando era joven iba mucho al
Montseny. Conozco algunas fuentes, senderos… ¡Y tengo mi rincón secreto!
―¿Lo tienes?
―Claro.
―¿Me llevarás a verlo?
―Si te llevo ya no será secreto –
rió Antonio.
―¡No me chivaré! ¡Porfa, porfa…!
―Ya veremos…
―¡Será nuestro secreto de los dos,
Yayo—abu!
No encontraron excesivo tráfico.
En una hora Antonio y Pol ya estaban en las lindes del macizo, subiendo por una
carretera serpenteante entre poblaciones pequeñas. Desde una de ellas se
divisaban a lo lejos grandes plantaciones de abetos, y al cruzar la Plaza Mayor
tuvieron que sortear varios puestos de venta de árboles de Navidad, figuras de
Belén, adornos navideños y dulces típicos.
―Tú no tienes un árbol en tu casa,
Yayo—abu…
―No.
―¿Por qué?
―No me gustan.
―¿No? –repitió Pol, extrañado― ¡Si son muy bonitos!
―Sí que lo son, canijo.
―¿Entonces? ―Antonio recordó la bolsa de
plástico que llevaba en el maletero y tanteó su bolsillo antes de
responder, muy misterioso―:
Lo descubrirás tú
mismo.
Los dos viajeros fueron
ascendiendo por la serpenteante carretera, gozando de la vista y respirando
aire puro. Un poco más adelante, el vehículo se adentró en una pista forestal,
abierta en un bosque repleto de vegetación y muy tupido. Pol iba mirando con
interés y escuchaba con atención las explicaciones que le daba su abuelo:
―Esos son abetos, y los de ahí
pinos mediterráneos… ¿Ves lo grandes que son aquellos helechos? Mira la roca
verde de allá… ¿Por qué crees que es verde?
―¿La han pintado?
―Ja, ja, ja… No, canijo, es verde
porque está repleta de musgo. El musgo es lo que has puesto en tu Belén para
decorarlo.
―¿Solo hay una piedra verde?
–preguntó Pol observando atentamente el lugar.
―Claro que no.
―¿Y por qué aquella otra no tiene
musgo?
―Porque le da el sol. El musgo
crece en sitios húmedos. Fíjate que esa primera roca es muy sombría y está
rodeada de helechos, que también buscan humedad; eso significa que,
probablemente, hay cerca un arroyo o agua subterránea. La otra, Pol, es una
piedra solitaria, con menos plantas alrededor; y las que hay son arbustos, que
necesitan tierra más seca y algo de sol… Cada especie vive en unas condiciones
distintas. Algunas crecen con escasa luz y otras con mucha; unas con poca agua,
como los cactus, y las hay que dentro de ella…
―¿Y las que viven en casa? –
interrumpió el niño.
―No existen exactamente plantas «de
casa»…
―¡Sí existen! Mamá tiene.
―Lo sé, lo sé. Solo quiero decir
que en la Naturaleza las plantas crecen en los lugares que les favorecen, pero
no construyen viviendas. Lo que ocurre es que algunas necesitan calor porque
son tropicales, por ejemplo, y esas sí se adaptan a vivir bajo techo si tienen
suficiente luz, riego y se las coloca con unas condiciones parecidas a las que
tendrían en libertad.
Tras unos kilómetros, la pista
forestal pasó junto a una masía en la que un cartel de madera anunciaba: «Comidas
caseras».
―Cenaremos aquí –informó Antonio―. Yo venía mucho con tu abuela… ―murmuró, ocultando el leve
desasosiego que ese recuerdo le produjo―.
Celebraremos nuestro aniversario como «Dios manda», no siempre se cambia de
década, canijo.
―¡Y se tienen dos números! –añadió Pol― ¿Dónde comeremos? –preguntó.
―En nuestro campamento, camarada.
Primero montaremos la tienda y luego le daremos a la mandíbula ¿Estás
hambriento?
―Sí.
―Ya casi hemos llegado.
Un poco más adelante, Antonio
salió de la pista conduciendo hacia un claro abierto a la izquierda. Allí
aparcó. Con la mochila, los sacos y la tienda, abuelo y nieto caminaron unos
metros hasta la cercana arboleda y de inmediato instalaron su campamento al
abrigo de unas rocas.
Pol disfrutó ayudando a Antonio a
montar la tienda. Era antigua, la típica denominada «canadiense» y requería el
uso de piquetas y el ensamblaje de la estructura. Todo aquello era nuevo para
el pequeño y no dejó de charlar, preguntar y asegurar que cuando volviera al
cole explicaría a sus amigos la aventura y podría fardar de la experiencia.
Colocada la tienda de campaña,
los aventureros dejaron sus enseres en el interior y cogieron dos cantimploras
de aluminio. Pol siguió a su abuelo por un estrecho sendero, repleto de
vegetación. Solo unos metros más allá, dieron con lo buscaban: una fuente. Allí
se refrescaron y hasta bebieron agua utilizando ambas manos a modo de
recipiente. El niño se llevó un buen sobresalto al acercarse a la charca que
quedaba bajo el caño y advertir un movimiento brusco… ¡Una rana!
―En verano, charcas como esa están
llenas de renacuajos –explicó Antonio―. Las ranas ponen huevos y de ellos nacen sus crías,
que solo tienen cola y cabeza.
―¿Solo?
―Sí. Van creciendo dentro del agua
y respiran con branquias, como los peces; poco a poco, les salen las patas,
pierden la cola y se convierten en ranas. Eso es una metamorfosis. También las
mariposas nacen gusanos que todavía no tienen alas.
―¿En serio? ¿Un gusano y una
mariposa son lo mismo?
―No siempre, hijo. No todos los
gusanos se convierten en mariposas, pero sí todas las mariposas han sido antes
gusanos.
―¡Qué guai!
―Pero hablando de las ranas…:
Cuando son adultas respiran con pulmones y a través de la piel. Pueden vivir
dentro y fuera del agua; por eso se les llama… ¿Cómo se clasifican esos
animales, Pol? ¿Lo sabes? –El niño negó con la cabeza―. Anfibios –explicó Antonio―. Son anfibios los seres que
viven dentro y fuera del agua.
―¡Yo lo soy! ¡Sé nadar, Yayo—abu!
―Ja, ja, ja… Pero no puedes
respirar si te sumerges.
―Sí, sí que puedo con el tubo – insistió
el pequeño ―.
Me lo pongo en la boca y…
Antonio se dio por vencido y
pensó que su clase de zoología debería preparársela más concienzudamente… Con
afecto, pasó la mano por la cabeza del niño y ambos llenaron las cantimploras. Minutos
después, de regreso junto a la tienda, comieron con apetito una tortilla de
patatas, carne empanada y mandarinas.
Concluido el almuerzo, abuelo y
nieto depositaron los desperdicios en bolsas de plástico.
―Es importante no dejar nada –afirmó
Antonio―. La Naturaleza
hay que cuidarla, hijo. No podemos ensuciar un sitio como éste.
―¿Y hay que separar la basura,
Yayo—abu?
―Por supuesto. Reciclar es
imprescindible para evitar el deterioro del planeta. Por eso el plástico lo
ponemos aquí –señaló.
―¿Y tu sitio secreto? –inquirió
Pol de pronto― ¿Me
lo enseñarás?
―Ya veremos…
―¡No me chivaré! Porfa…
―Si te portas bien, igual te lo
enseño mañana.
―¡Me porto bien, Yayo—abu! ¡Ya soy
mayor! ¡Ah! Tengo un regalo para ti… ¡Lo he comprado yo, con mi dinero de mi
hucha!
Excitado, Pol sacó del bolsillo
de su anorak un paquetito… Antonio sintió que se le encogía en corazón mientras
desgarraba el envoltorio y dejaba a la vista una agenda de espiral con el
dibujo de un superhéroe decorando la cubierta.
―Es para que apuntes –informó el
niño―. Mamá dice
que nunca te acuerdas de nada, ni de ir al médico cuando tienes cita.
―¡Qué gran idea, hijo! –exclamó el
hombre, tratando de que su emoción no le jugara una mala pasada―. Muchas gracias, campeón. Yo
también tengo algo para ti…
Pol abrió mucho los
ojos, expectante.
―Pero te lo daré durante la cena.
Ahora solo te doy un anticipo…
Antonio abrió la mochila y sacó
un libro viejo y usado, carente de envoltorio. El niño miró aquello sin ocultar
su decepción, más el hombre simuló no darse cuenta:
―Pol… Esta novela la leí cuando
tenía tu edad. Le tengo especial cariño porque con ella me aficioné a leer, y
esa afición es uno de los mejores regalos que uno puede hacerse a sí mismo; no
a los padres ni profesores, a sí mismo. Como ves, el libro está algo
amarillento y la cubierta gastada; pero me gustaría que lo conserves tú…
El niño alargó la mano y se fijó
primero en la ilustración de la cubierta: tres hombres atados a cuerdas
subiendo o bajando por una pared; luego leyó el título y el autor: «Viaje al
centro de la Tierra de Julio Verne». Tratando de no mostrar contrariedad, Pol
intentó fabricar una mueca parecida a una sonrisa; pero su abuelo se anticipó:
―¿Sabes que la imaginación es
importantísima y la base de todo proyecto?
―Pero esto es un libro… ¡Y no
tiene dibujos!
―Mejor, porque así tendrás que
crearlos tu.
―¿Los pinto?
―No, Pol. Los creas en tu cabeza;
eso es usar la imaginación. Cuando ves una película te lo dan todo hecho;
cuando lees, esa película la fabricas tu. Puedes cambiar algo de los
personajes, adaptarlos a tu gusto; también es posible imaginar un final que te
interese más que el que ha escrito el autor… Lo importante, sin embargo, es que
cuando leas te metas dentro de las historias, hables con los personajes y vivas
con ellos. Mientras haces eso, desarrollas la imaginación. Y no olvides lo que
te he dicho… ¡La imaginación es la base de todo proyecto!
―¿Por qué?
―Porque no existe nada, ningún
invento, que alguien no haya imaginado antes.
―¿Seguro, Yayo—abu?
―Segurísimo. Ha hecho falta mucha
imaginación para diseñar un cohete espacial, por supuesto; pero también para
fabricar una escoba.
―¡Anda ya!
―Te digo la verdad, canijo. Si
nadie hubiera imaginado que con un palo y un cepillo sería más fácil recoger
las migas del suelo que cogiéndolas una a una, todavía lo haríamos así, como
las gallinas.
―Ja, ja, ja…
Los dos aventureros pasaron el
resto de la tarde inspeccionando el entorno. Caminaron hasta una segunda
fuente, pasaron por delante de un antiguo corral derruido, donde Pol merendó, y
regresaron al campamento a tiempo para adecentarse un poco y dirigirse a esa
masía en la que servían comidas caseras y abuelo y nieto celebrarían juntos su
aniversario, sentados a la mesa y ante una soberbia cena.
El restaurante era pequeño y
acogedor, montado en una sala de la casa reconvertida para el negocio. Había
unos cuantos clientes, pero Antonio tenía hecha la reserva y, en cuánto
llegaron, él y Pol fueron conducidos a una mesa del rincón, junto a un amplio
ventanal por el que solo se apreciaba la oscuridad de la noche. El mantel era
de cuadros rojos y blancos. Una cerámica con aceitunas y un porrón de vino
tinto ya estaban aguardando a los comensales, junto a la carta de platos,
bastante surtida.
―Yo tomaré una «escudella» de
primero, luego rustido…
―Y yo macarrones – interrumpió Pol
–, y Coca―Cola para
beber.
―¿Y de segundo? – preguntó
Antonio.
El niño dudó, leyendo con
atención. Por fin, imitando tal vez un gesto visto en alguna película, se dirigió
al camarero con satisfacción:
―¿Qué me aconseja?
―Pues todo está muy rico, pero
depende de los gustos… El besugo…
―No. Nada de pescado ¡Puag…!
―¡Pol! – le recriminó su abuelo.
―Perdón… Pues… ¿Me gusta el
rustido, Yayo—abu?
―Sí.
―Pues vale, me lo pido yo también.
Antonio solicitó un vaso para él
en cuánto les sirvieron los primeros platos. Echó un poco de vino procedente
del porrón y lo levantó. Pol hizo lo mismo con el suyo y brindaron.
―¡Por nosotros! –murmuró
el abuelo― ¡Feliz
aniversario!
―¡Somos los mejores!
―Muchas felicidades, canijo.
―Muchas felicidades, Yayo—abu. ¡Y
ya no soy canijo, que cumplo dos números!
En el momento de los postres, el
camarero apareció con una tarta de chocolate decorada con una vela grande y
otra pequeña.
―La grande es la mía y vale por
setenta – dijo Antonio.
―Y la otra, entonces, es la mía y
vale por diez, ¿no?
Juntos los dos, soplaron y
apagaron las velas antes de hincar el diente al pastel. Luego, mientras daban
buena cuenta del dulce, el hombre dejó un paquete junto al plato de Pol…
―Tu regalo – dijo.
El niño rasgó el papel con
expectación, y lanzó un grito de satisfacción en cuanto vio el juego de
consola, que llevaba tiempo pidiendo.
―¡Guai! – exclamó. Un instante
después, sin embargo, una sombra cruzó el rostro del pequeño y no pasó
inadvertida a Antonio…
―¿Ocurre algo? ¿No te gusta?
―¡Caro que me gusta, Yayo—abu! Es
que… Es que me he acordado de mi amigo Rubén… No tiene consola y hace unos días
el Banco se quedó con su casa…
―¡Maldita sea! – bufó el hombre,
pensando que dramas como aquel se daban cada vez con más frecuencia y montones
de familias vivían al límite, bordeando la miseria y sin perspectivas de salir
de ella ― ¿Dónde
vive ahora tu amigo?
―Con sus abuelos… Pero el piso es
pequeño y hay mucha gente; él duerme en el salón con su madre, y su padre a
veces se va con los otros abuelos.
―Puedes invitar a tu amigo a
jugar, ahora que tenéis vacaciones – sugirió Antonio.
―¿En tu casa?
―No hay problema, hijo, pero…
―Es que ahora vive cerca de tu
piso.
―¡Pues está hecho! El día que
quieras te traes la consola y que venga.
―¡Bien!
Los dos aventureros, felices y
contentos, caminaron hacia su campamento poco después. La noche era estrellada
y una Luna llena iluminaba el sendero que seguían, por lo que la linterna
apenas la usaron. Pol escuchó con atención los sonidos nocturnos, gritos y
gorjeos de aves y hasta la música cantarina de algún arroyo.
―Si fuera verano –informó
Antonio―, oiríamos
cantar a los grillos.
Dentro de los sacos, abuelo y
nieto todavía charlaron un poco antes de dormirse. Se seguían escuchando
sonidos diversos, pero el niño no tenía miedo con Yayo—abu a su lado; se sentía
protegido, y muy excitado y expectante saboreando esa experiencia especial.
―Dijo mi profesora que el día de
Navidad se paran las guerras… ¿Eso es verdad?
―Por lo general, sí.
―¿Por qué?
―Porque en esa fecha se celebra el
nacimiento de Cristo… A mí me parece una estupidez – añadió Antonio.
―¿Si?
―No veo serio matarse un día,
dejar de hacerlo otro y continuar al siguiente. No debería haber guerras, Pol.
Eso sí tendría sentido.
―¿Y por qué las hay, Yayo—abu?
―Porque los hombres no hemos
aprendido a resolver nuestros problemas hablando, que es como se arreglan las
cosas. Y porque damos mucha importancia al poder y el dinero… Matarse es una monstruosidad.
―Si – otorgó el niño. Y continuó,
pensando sin duda en su amigo Rubén: ―
Tampoco tendría que haber pobres, ni gente sin casa, ¿verdad?
El gorjeo de los pájaros despertó
a los aventureros al día siguiente. Se asearon, desayunaron y luego partieron
hacia el lugar secreto que había mencionado Antonio, un rincón apartado entre
rocas y desde el que se divisaba una amplia panorámica. Allí, el hombre
anunció:
―Ahora este es «nuestro sitio
secreto» ¿Te gusta?
―¡Mucho! ¡Y es de los dos!
―Y como es de los dos, vamos a
hacer algo especial… ―anunció
Antonio, abriendo la bolsa de plástico que llevaba en la mano y mostrando
una maceta con una planta―
¿Sabes qué es esto y cómo ha nacido?
Pol miró con atención, pero su
abuelo respondió por él, sacando algo del bolsillo:
―Esto son piñones –informó―. Los pinos hacen piñas y luego
las dejan caer para que los piñones que están dentro lleguen al suelo y puedan
convertirse en árboles.
―Los piñones no tienen cáscara,
Yayo—abu.
―Ja, ja, ja… Tú los comes ya limpios, sobre un
pastel. Pero, en realidad, todos van cubiertos con ese caparazón de madera.
Mira… ―Antonio,
con una piedra, abrió uno de aquellos piñones y le
ofreció a su nieto el interior―
¿Está bueno? Pues esta planta, camarada, nació de un piñón como ese. Lo planté
la primavera pasada y mira lo guapo que está el pino—bebé…
―¿Eso tan pequeño es un pino?
―Por eso he dicho «bebé», canijo.
Será un árbol grande cuando crezca.
―¿Para qué lo has traído?
―Para plantarlo aquí, en nuestro
rincón secreto.
―¡Bien! ¡Guai!!! ¿Y vendremos a
verlo, Yayo—abu?
―¡Claro!
―¿Le ponemos nombre?
―Eso estaría muy bien – dijo
Antonio mientras buscaba un lugar apropiado para plantar el árbol, humedecía la
tierra y, con su machete, practicaba un pequeño hoyo ―. Piensa tu cómo quieres llamarlo
mientras yo hago el agujero. Pero te aconsejo que le busques un nombre
especial, porque es nuestro pino especial.
Pol se quedó pensativo. Desechó
los primeros apelativos que se le ocurrieron, todos ellos relacionados con
superhéroes, porque sabía que a su abuelo no le «molarían» demasiado... Por
fin, tras dar vueltas al tema, tuvo la seguridad de que lo que acababa de
pensar era «redondo»:
―¡Ya está, Yayo—abu! Lo podemos
llamar «Ochenta».
―¿Ochenta?
―Son los años que tenemos hoy los
dos – aclaró el pequeño, muy satisfecho con su ocurrencia y feliz al observar
el rostro complacido y emocionado de su abuelo.
Ochenta quedó plantado ahí, en un
lugar en el que crecían otros pinos y convenientemente apartado del sendero
para evitar que los excursionistas lo pisaran. Pol le echó el agua de su
cantimplora y, felices, abuelo y nieto hicieron algunas fotos y permanecieron
en el lugar un buen rato. El niño sintió ternura ante aquel ser pequeño e
indefenso, que no estaba con «papá y mamá» y se veía desvalido. Antonio,
leyendo los pensamientos de su nieto, le dijo que los árboles no conocían a sus
padres, pero que Ochenta estaba plantado junto a otros pinos y que muy pronto
se harían amigos porque todos los seres vivos son sensibles a la amistad y al
amor, y también son capaces de sufrir.
―¿Sabes ahora por qué no me gustan
los árboles de Navidad, Pol?
―No…
―Porque están vivos, camarada,
porque un abeto necesita humedad y lo pasa muy mal en un piso con calefacción y
medio electrocutado con las luces de colores; y tampoco le gusta vivir en una
maceta, eso es como si estuviera en la cárcel. También me parece triste matar
un árbol para tenerlo unos días de adorno… ¡No es serio!
Pol miró al pequeño Ochenta, con
ternura, y se quedó pensativo antes de afirmar:
―¡Pues a mí tampoco me gustan ya
los árboles de Navidad, Yayo—abu! El año que viene le diré a papá que lo compre
de plástico…
―¿Estás seguro?
―Ahora me da pena el que tengo en
casa. Ni siquiera tiene nombre. Pobrecito… ¿Se morirá? ¿Cuándo lo deje en el
contenedor lo plantarán?
―No creo, hijo. A algunos sí los
plantan, pero no suelen vivir. La mayoría se convierten en serrín o abono.
―¿Y si lo plantamos tu y yo, Yayo—abu?
―Le darás un disgusto a tus padres
si quieres deshacerte de él, hijo…
―¡Cuando acaben las fiestas!
―Eso está mejor. Pero acuérdate de
regarlo un poco cuando vuelvas a casa. Si está moribundo no podremos plantarlo
y esperar que viva.
―¡Lo cuidaré!
Tomada esa decisión, Pol y
Antonio se despidieron de Ochenta y regresaron al campamento. En pocos minutos,
desmontaron la tienda, se dirigieron al coche y partieron, para llegar a casa a
tiempo de comer en familia y celebrar con un día de retraso el aniversario de
los dos. Por el camino, Pol divisó de nuevo las grandes plantaciones de abetos
destinados a las fiestas de Navidad y sintió pena por ellos. Luego, recordando
los piñones con cáscara que Antonio le mostró, algo se le ocurrió:
―¡Yayo—abu! ¿Me das un piñón de
esos? He pensado que Rubén y yo podemos plantar un pino para los dos, como
hemos hecho tú
y yo.
―Te lo daré. Pero antes de
plantarlo lo mejor es que crezca un tiempo en la maceta, porque así ya tiene
forma y no le pierdes la pista si lo dejas en la montaña. Toma –añadió, sacando
del bolsillo la bolsita que contenía varios piñones ―. Para ti y tu amigo.
―¡Gracias! ¿Vendrás con nosotros
cuando el árbol haya crecido y lo dejemos en la montaña?
―Sí, si queréis.
―¡Bien!
―¿Te ha gustado la excursión,
canijo?
―Mucho ¡Y ya no soy canijo!!!!
―¡Sí lo eres!
―¡No, no y no…!
Entre risas, y radiantes de
felicidad, abuelo y nieto continuaron el viaje, sintiéndose más unidos que
nunca y saboreando de antemano el placer de pasar las fiestas juntos y vivir
ese entrañable ambiente navideño con sus sorpresas, regalos, excesos y buenas
intenciones; unos días en los que la gente, en general, solía estar alegre,
sensible y más en armonía con los demás.
Pilar López Bernués
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