Revista de creación literaria en busca de creadores del mundo

martes, 22 de septiembre de 2015

Ana y la nada, de Mills Fox Edgerton (Reseña nº 743)

Mills Fox Edgerton
Ana y la nada
Ediciones Irreverentes, noviembre de 2014

No sé qué decir respecto a la clasificación de esta novela, no sé si es un tratado, un estudio filosófico, un viaje a los pensamientos más profundos de cada uno de nosotros, de los lectores, o del autor, que ha aprovechado para darnos a conocer sus dudas, sun inquietudes, sus temores.

Es, eso sí, un libro de amor, del excelso amor de Ana por Andrés, recién fallecido, y el temor de ella a que su amor quede -tras la muerte de él- como si no hubiese existido nunca. Para Ana, la idea de que Andrés hubiera quedado aniquilado, de que fuera de los recuerdos que ella guardaba no quedase nada del amor que habían vivido juntos, la angustiaba. (Pág. 14).

A ella, y supongo que a todos los humanos, la idea de la nada no se le quitaba de la cabeza. A la pregunta de su amigo Luis Enrique, que mantiene a lo largo de todo el libro charlas con Ana, producto de las cuales es la obra que comentamos, sobre qué entiende por la nada, ella le responde: No sé si Andrés vive, si su alma vive ahora y para siempre más allá de la muerte, o si no queda nada de él, si es ahora como si no hubiese existido nunca, como si nuestro amor no hubiera existido nunca.

Ese es el principio de lo que vamos a encontrar en esta obra: el terror a la nada, y que para entender su actitud ante la nada él, Luis Enrique (y con él todos nosotros, los lectores) debía conocer todos los aspectos de su relación con Andres.

Un libro ameno, que en momentos me costaba trabajo dejar de leer, profundo, de amor, de felicidad, pero también triste, de esa necesidad que tenemos los humanos de que nuestra vida (Ana dice nuestro vivir) tenga sentido.

La nada, ¿es la ausencia de algo o alguien que dé valor a lo nuestro?

Te invito a leerlo y a descubrir qué es la nada... para Ana.

Francisco Javier Illán Vivas

lunes, 21 de septiembre de 2015

Nostalgia de París

Una noche de otoño, debía ser por el año mil novecientos sesenta y tantos, escuchando la radio en uno de mis habituales periodos de insomnio, la voz de Jacques Brel irrumpió en la soledad de mi dormitorio. Tras la canción, cuyo título no recuerdo, venia una entrevista con el personaje. Acababa de salir de su retiro de varios años en unas islas del sur, desde que le diagnostican un cáncer de laringe  para hacerse una última revisión en Paris en la que le comunicaron su inminente final. Aquella entrevista, la ultima que concedería y de la que yo me había convertido en inesperado testigo radiofónico, era su despedida del mundo de la canción y del mundo de los vivos. Había grabado un último disco, en cuya carátula aparecía sin vanidad y sin temor, depauperado por la enfermedad y por el tiempo, en una fotografía que distaba muchos años de las últimas conocidas. Con una barbilla, aun negra, demacrado y con la muerte anclada en sus facciones, pero digno y desafiante como correspondía al hombre que había dejado muchos años de mensajes fundamentales tras de sí.

Formaba parte, con Edith Piaf, Brasens, Moustakis, Serge Regiani y otros, de aquella pléyade de cantautores (cuando aún la expresión no estaba devaluada) que llenaron de contenido las nostalgias desconcertadas de nuestras vidas en búsqueda de parámetros estéticos y vivenciales. Entonces, entender a los parisinos no era tan difícil para la juventud que teníamos el francés como segunda lengua y menos si, como en mi caso, habíamos recibido una educación catalana. La bella lengua francesa nos permitía disfrutar de los dulces matices en los que los sentimientos pueden ser expresados en ella. Cada lengua, con sus virtudes y sus defectos, está encaminada a unos objetivos determinados. El alemán, duro y expresivo, difícil para los europeos no teutones, es árido y declinativo, pero tan rico en expresiones que solo en alemán son concebibles las operas de Wagner, el Caballero de la Rosa o la fundamental historiografía antigua y contemporánea. Sin saber alemán, Borges no hubiera podido escribir el Aeph en castellano.

El inglés, es sintético y práctico, nadie, en ninguna lengua del mundo podía haber descrito con mayor brevedad y exactitud lo que es un bip. Sin el inglés, parece imposible la comunicación entre los pueblos de hoy día, pero no es una lengua respetable, aunque merezca todos mis respetos por imprescindible.

El castellano es otra cosa, como una catedral barroca en medio de una campiña verde y desolada. Por sí misma llena todo espacio, inasequible al tiempo y a las circunstancias, inmóvil e insondable, que diría el Dammapada, ajena a los juicios de los tiempos, pero con cierta renuencia a la adaptación. Por barroca y extensa, poco practica en los tiempos en que la consecución del éxito se requiere inmediata. Ahora o nunca, es el mensaje del futuro, y el Castellano requiere un conocimiento, una larga practica y una serenidad que no sé si han de hacerlo viable en el futuro.

Y a medio camino hacia ningún sitio está el francés, nacido como todas las lenguas europeas del romance latinizado, occitano, o cualquier otra, fruto de francos y alamares que ha cultivado una pronunciación dulce y rasgueante y una capacidad de expresar sentimientos como ninguna otra que yo conozca. Cuando los ansiosos jóvenes universitarios de los setenta escuchábamos las canciones de Edith Piaf en su última época decadente en lo personal pero siempre brillante en lo artístico a pesar de su patético afán de colocar en candelero, a Theo Sharapo con aquella inolvidable y patética canción de “a quoi ça sert l’amour” que nos hacia brotar lagrimas de los ojos aun comprendiendo la penosa decadencia de aquella extraordinaria artista, víctima de su incontenible pasión por la vida que ignora la realidad y el ridículo, la vida adquiría tintes desconocidos y mágicos y descubríamos que el mundo escondía muchas más amplitudes de las que nuestro cutre sistema montado por el pequeño general exponía como únicas.

Para los más “connaiseurs” estaba Brassens, con su francés parisino de arrabal,  duro, sin concesiones que no fueran para el mensaje existencialista y serio, que no permitía desviacionismos. Había que escucharlo en círculos post-cena critica a la incierta luz de gruesos velones que disipaban a malas penas el humazo de los progres canutos, dejándose penetrar por la desesperanza del “Cimetiere d’Orly”. Uno se sentía trascendental y al propio tiempo inútil en un mundo que, difícilmente era capaz de entender.

Y después estaba Moustakis, griego-frances y en definitiva apartida como todos los griegos y capaz de ser meteque en cualquier sitio y sobrevivir con ello. Con muy poquita voz, pero con un encanto inigualable hacia que nos identificáramos entonces con la niña que tenia quince años de la misma forma que, veinte años después nos hizo identificarnos con sus padres. Nunca olvidaré la noche en que lo escuché, en compañía de Bárbara, en el Palau de la Música Catalana. La exquisitez de su figura enfundada en una camisola blanca y larga, prolongación de una melena, ya rala, blanca y venerable de contestatario permanente, contrastaban con la elegancia de una silueta de aguja negra, casi evanescente de la que su partenaire de aquella noche sacaba las dulces melodías que daban la réplica a las canciones por todos conocidas.

Reggiani era feo el puñetero, feo de verdad, pero con esa fealdad entrañable que uno quiere incorporar al corazón en las noches de tristeza. Escasamente creador podía ser considerado como un disseur que escogía cuidadosamente los temas de su repertorio de forma que nunca se pudiera asociar con ningún rastro de chabacanería. Con una discreción llena de ternura era capaz de cantar, con mejor plectro, temas de Moustakis, llenando registros de los que el autor era incapaz, sin que por ello le robara más que la forma. Como los grandes, pasó sin pena ni gloria después de editar un magnifico disco recopilatorio, ya cumplidos los ochenta años. Tengo serias dudas de que hoy nadie lo recuerde.

Por la proximidad lingüística seguramente, estos muchachos inspiraron, con otras connotaciones al movimiento de la nova canço catalana, aunque en esta, con evidente razón, se expresaran ideas de índole política. ¿Cómo no recordar al Llac de la primera época o al nen del poble Sec, a Raimon, a Pi de la Serra, a Sisa, o a Ovidi Monllor, el alcoyano polifacético de voz inolvidable, a Mª del Mar Bonet?

Para el muchachuelo inexperto y ávido de conocimientos que yo era entonces, ninguno igualaba a Brel. No era francés sino belga y como es bien sabido, aunque el idioma sea común en algunas zonas, el espíritu es bien diferente, por más que cuando habla de los pequeños burgueses de un arrabal parisino, el mensaje sea aplicable de forma universal. En sus canciones, como en su vida, late un sentimiento permanente de optimismo lleno de amor hacia todas las cosas, que no empecé el sentimiento de lo efímero y del final inminente que late en gran parte de su obra.

Dos cosas de sus canciones me impresionaban permanentemente: la consciente exhibición del culo desnudo de los muchachotes a los próceres ciudadanos (el notario, el boticario, el jefe de policía) al salir de la taberna llenos de dignidad, tras una velada en la que arreglaban frívolamente los problemas de la comunidad; y el ascenso vigoroso del nombre de la amada, Frida, después de retratar el sórdido ambiente de los pequeños burgueses (todo pequeño) que hocican en la sopa enriquecida con un chorro de vino en la cena cutre y provinciana.

No tenía el aspecto de un hombre feliz. Me recordaba a menudo a otro cantautor de tierras más remotas, Alfredo Zitarrosa, este con un look tétrico y engominado, que encajaba con su origen uruguayo y que arrastró su interesante melancolía por nuestros escenarios por la misma época, con canciones llenas de sensibilidad impregnadas de contestación y mensaje social envuelto todo ello en un pesimismo que invitaba a cortarse las venas.


Yo, en el fondo envidiaba a Brel como se envidia a todos los que tienen un don del que uno carece. Y aun ahora, cuando hace muchos años que desapareció y gracias a estos medios extraordinarios de los que disfruto y que entiendo con dificultad, puedo escuchar de nuevo su voz siempre viva y cálida, mi corazón se reconforta y vuelve a acunarse en sus melodías como si el tiempo no hubiera pasado, como si nada tuviera importancia, como si la vida y la muerte fueran una misma cosa, como siempre he sospechado.

Mariano Sanz Navarro

viernes, 18 de septiembre de 2015

C´est fini

Cuando el Amor se apaga
la ciudad queda a oscuras.

Las manos sólo sienten fallos,
los ojos sólo ven las sombras...

... El miedo, no oyes el miedo
de rama en rama, revoloteando?


Juan Pedro Ruíz. Licenciado en biología. Su obra se ha ido publicando en diferentes revistas literarias, con nosotros colaboró en el número tres, dedicado a París.

martes, 15 de septiembre de 2015

La Cruz de Hattin, de José A. Carbonell Pla (Reseña nº 742)

José A. Carbonell Pla
La Cruz de Hattin
Alicia Rosell Ediciones, marzo 2015

La supuesta cruz donde Jesucristo fue crucificado fue robada y recuperada por el emperador Heraclio en el año 614, la Cruz se dividió para evitar nuevos robos. Una parte fue para Roma, otra para Constantinopla, otra quedó en Jerusalén y una cuarta parte se distribuyó en astillas por iglesias, monasterios y santuarios de todo el mundo conocido. (Página 186).

El misterio de esta cuarta parte que quedó en Jerusalén es el motivo de la novela de José A. Carbonell. Partiendo de los sucesos previos a la batalla de Hattin, donde los ejércitos del Rey de Jerusalén, mal comandados, desavenidos entre ellos, fueron masacrados por las tropas de Saladino, aglutinadas todas alrededor de una figura que había conseguido unir a todo el mundo árabe.

Todo apunta a que el ejército vencedor se apoderó de esa cuarta parte de la Lignum crucis, pero la aparición del manuscrito de un diario, correspondiente al monje templario, que con el tiempo se ha sabido que fue del franco Armand de Sonnac, pone en duda esa versión y crea la duda, pues éste monje asegura que él recuperó el madero -desprovisto de toda pedrería, oro y joyas- y lo enterró no muy lejos del campo de batalla, algo que en la confusión de sangre y fuego pasó desapercibido.

El mencionado monje templario llega, tras muchas peripecias, y gravemente herido, a Tartus, donde unos hermanos monjes le admiran por haber luchado en tan catastrófica batalla para el cristianismo, pues abrió las puertas de Jerusalén a los ejércitos de Saladino, y otros le desprecian como cobarde por haber abandonado el campo de batalla sin honor.

Pero a partir de ese momento se desencadenarán los acontecimientos en busca y recuperación del madero donde Jesucristo fue crucificado. 

El autor nos mezclará lo que pudo ser con lo que fue, en una galería de personajes históricos y de su propia cosecha que convierten a esta novela en lo que pudo ser, ¿por qué no?, si el madero no fue saqueado y profanado por las huestes musulmanas.

A ti, desconocido lector, te toca viajar, siguiendo las instrucciones del manuscrito, solo o acompañado, hacia la ciudad de Lubia, en cuyos alrededores puede que aún permanezca la venerada reliquia, aguardando el gozoso día de ser devuelta a la cristiandad.

PD: Cuidado con los comedores de hachis de El Viejo.

Francisco Javier Illán Vivas

lunes, 14 de septiembre de 2015

Fantasmas en el Sena

"La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre". Friedrich Nietzsche.

¡Esperad! ¿Habéis estado en la Ciudad de la Luz?

Si no es el caso, deberíais. Con sus amplias avenidas, sus elegantes comercios, sus amanerados ciudadanos. Desde que llegué, mi rutina diaria me lleva desde la hermosa avenida de los Campos Elíseos hasta el inigualable Sena, hacia donde me dirijo en estos momentos. Me gusta finalizar mis paseos ante su imponente caudal. Me aporta la tranquilidad que necesito, al tiempo que me infunde el temor propio de quien nunca tuvo la fortuna de aprender a nadar.

Solo unos días aquí me han bastado para darme cuenta. Todo parece encantador. Y sin embargo, no lo es. Cada vez que me acerco a la Plaza de la Concordia, me esfuerzo en convencerme a mí mismo: todo es una gran farsa. No hay concordia posible. Como tampoco es posible el triunfo, por muchos arcos que se construyan.  Al menos para mí. Porque me persiguen. Mis cansados ojos no los ven, pero los percibo.

¡Esperad!  ¿Cómo es posible que hayan llegado hasta aquí?

¿Los habéis visto vosotros también? Decidme que sí. Aunque mintáis. Os lo suplico. Creedme. Son reales.  Están en todas partes. No. No lo he conseguido. Lo que es peor, no me explico por qué. Creí que dejando atrás mi añorada tierra los perdería de vista para siempre. ¿Por qué no lo he conseguido? Me atormentaban allí. Lo hacen ahora aquí. Debería haber reflexionado antes. Un poco al menos. Ahora me explico muchas cosas. ¡Qué idiota fui!

¡Esperad! La historia siempre alerta.

Hubiese bastado ojear esos polvorientos libros de historia para darme cuenta. ¿Acaso no fue aquí donde ese refinado nantés comenzó a perder la cabeza? ¿Verne? ¡Qué nombre más estúpido! ¿Y qué me decís del Petit Caporal? ¿Habéis visto a algún tipo más ridículo?

Todos están locos. Una insensatez tras otra. Primero, creyeron que decorando las calles con esas horrendas esculturas egipcias podrían acceder a los secretos del más allá. Después, intentaron alcanzar el cielo con gigantesco cono hecho con chatarra. Y mientras tanto, quienes sabían que no sería posible, se dedicaban a dar rienda suelta a las pasiones más oscuras del alma tras el disimulo de esas aspas rojas. ¿Qué cabía esperar de un lugar así?

¡Esperad! Soy un alma afligida.

No debo distraerme. Me acechan. ¿Son esas mismas sombras de antaño? ¿O son esperpentos distintos? Los vi unas pocas veces, mas su presencia era continua. A estos no los reconozco. Sobrevuela la duda. Me siguen acechando. Estoy seguro. Se creen muy graciosos. Les voy a dar su merecido. No sé cómo. Lo haré.

¡Esperad!  Tengo miedo.

¿Se refugiaba Goya de lo mismo en Burdeos? Él no lo consiguió. ¿Soy yo mejor? Maldita sea. Tengo que concentrarme. No me puedo distraer. Ahora no. ¿Por qué no dais a cara? Lâches!

Mon Dieu! J’ai commis une grande erreur!

Attendez! La solution.

Mi paseo toca ya a su fin. Allí veo el torrente ocre. ¿Tenéis frío también? Empiezo a entenderlo todo. Maintenant, je comprends. No quiero seguir hablando con vosotros. No quiero veros nunca más. A nadie. Tampoco a ellos. ¿Y si pudiera acercarme un poco más a esas gélidas y profundas aguas y zambullirme? Sí. Ahí está la solución. Es la única forma de escapar de este tormento. Unos segundos bajo ellas y ya está. Sí. La decisión está tomada. Les voy a vencer.





Jesús Maeso Romero (Molina de Segura, 1.981), es Licenciado en Economía y editor del blog Saeba’s Website. Ha publicado en Ágora papeles de arte gramático, y en medios de comunicación de carácter regional (La Opinión de Murcia y Vega Media Press) y local (Molina Siete Días). Con este artículo inició su colaboración con Acantilados de Papel