Conocí
al mejor poeta del mundo. Fue en Valdivia, una tarde de lluvia, allá
por el ochenta y tantos. Fuimos de bar en bar, bebiendo una caña de
vino en cada uno. Yo pagaba, y él, cuando advertía mi presencia, me
hablaba.
Fue a eso de las tres de la
mañana, cuando logré que me explicara. Yo habría querido
preguntárselo de inmediato. Pero él era el mejor poeta del mundo.
Yo, poco menos que nada.
–¿Por qué nunca has
escrito?– pregunté de golpe.
Él miró su vino rancio;
luego miró el techo. Pareció leer las volutas de su cigarrillo. Se
empinó el vaso hasta el fondo. Se dejó la colilla exánime entre
los labios. Me mostró una servilleta y me parece que dijo que era
una hoja en blanco; pero había una mancha violácea en una esquina.
Me quedé mirando esa mancha.
La radio desgañitaba un
bolero; la noche, solo lluvia…
–Dudo– me dijo entonces,
con voz pastosa –que sea posible superarla.
Era un arte poética; era la
nada que lo contenía todo. Brindamos nuevamente.
Ya casi no quedaban bares
abiertos. Recorrimos calles adoquinadas, buscando la última caña
antes del amanecer.
No sé si fue en el muelle, o
unas cuadras más allá. El caso es que cayó al río. Recuerdo que
hui como si le hubiera clavado un cuchillo; hui tambaleando, yendo a
tumbos por la acera, resbalando, afirmándome en las paredes, en los
postes de alumbrado público, hui, subiendo por las calles trepan
hasta el centro, despertando a los mendigos que dormían en la puerta
del correo, a los perros que se cobijaban bajo las marquesinas de las
tiendas, y a los niños que soñaban bajo las campanas de bronce,
hechos un ovillo, junto a la catedral…
Cuando me detuvieron los
carabineros, pensé que me culparían de inmediato, que habría
testigos, que alguien me ubicaría en la escena del crimen. Pero al
otro día, una vez que mi embriaguez se volvió náusea y cefalea, me
dejaron ir sin preguntarme nada.
Afuera, la lluvia cantaba su
eterna letanía.
Me detuve frente a un quiosco
a leer los titulares; ningún diario hablaba de aquella muerte que
–oscuramente– yo me atribuía.
Mi cabeza daba vueltas.
Trataba de convencerme de que no era mi culpa, que cualquiera tan
ebrio como él podía caerse al río. Pero yo había huido, y ese
solo hecho me acusaba. ¿Cómo podría explicar algo semejante?
Me sentía afiebrado. Caminé
por la costanera, dejando que el diluvio enfriara mis ideas. Mis
manos estrujaban la humedad en los bolsillos de mi abrigo.
Fue entonces cuando mis dedos
palparon un bultito, que se deshacía apenas lo tocaba. Lo saqué
alarmado, con asco, como si fuera una babosa, un animal vivo y
peligroso, algo que era necesario arrojar de inmediato si quería
seguir con vida. Lo miré por un momento; la mancha violácea aún
estaba allí. En ese instante, volví a ver al poeta intentando
escribir algunos versos, queriendo retener con mala letra el contoneo
de las musas, empuñando un lápiz roñoso, de carpintero viejo, la
mano temblorosa, los labios gelatinosos, la baba manchando la mancha
violácea, arruinando por completo la hoja en blanco, y mi mano
sujetando su muñeca, ofreciéndole otro trago, llevando la botella a
su boca –porque ya no estábamos en el bar, porque bebíamos junto
al río– y mi palma izquierda empujando su espalda, como en cámara
lenta, sabiendo que nadie podría acusarme, que si me preguntaban,
diría que no me acordaba de nada, o sencillamente, que estaba ebrio
y se había caído al río….
René de la Barra Saralegui
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