Es
la hora en la que el barrio de los pescadores todavía duerme. Los
pocos automóviles que se aventuran a recorrer el perímetro del
puerto no han ocupado su papel en la escena, y solamente en algunas
de las casas se observa un humillo que se eleva por encima de los
tejados.
Voy caminando
por camino de tierra bordeado de adelfas de colores varios. Voy en
busca del mar que espera mi llegada con la ansiedad de cada día.
Paralela a mi paseo la gran explanada de Menera me saluda con
sus ocres y me invita al aislamiento.
Hace frío, y
algunos hombres acaban de cruzarse en mi camino llevando sus cañas y
nasas. No han reparado en mi presencia a estas horas tempranas ni yo
he intentado acercamiento alguno hacia ellos. Sus caras me resultan
conocidas pero no podría decir por qué razón. Un perrillo negro
les sigue de cerca; se dirigen al muelle sur mientras comentan algo
sobre el viejo mercante anclado desde el final de la contienda, y sus
voces se pierden al rebasar la última curva del camino.
Aligero mis
pasos para acudir puntualmente a mi cita y contemplar el despertar
del sol por encima del delta. Como cada mañana, el viejo faro
apagará su luz y dará paso a la claridad amiga. Él tampoco falta
al encuentro. A pesar de los cambios efectuados en el entorno y de
que otras candelas iluminan los amarres del nuevo puerto, permanece
ahí, erguido y desafiando al tiempo con la arrogancia de antaño.
Dejo atrás las
dunas y la premura, y me dirijo, ahora ya con paso sereno y hundiendo
mis pies en la arena, hasta las rocas del espigón. Respiro hondo
mientras dirijo la mirada hacia la loma, principio y fin de la sierra
y, adivinando sus contornos amurallados, me despojo de todo atuendo
comenzando por el calzado y finalizando el ritual por mis prendas
íntimas, de las que las olas se apropian disimuladamente.
El disco solar
no tarda en llegar; se asoma desde la desembocadura de un Palancia
que perece cauce arriba amordazado por la presa. El alba no viene
sola, la acompaña el poeta que, con sus versos, va tiñendo de oro
las aguas. La música se suma al diálogo: es el susurro del viejo
mar en su acariciar constante sobre las erosionadas rocas en la base
del espigón.
Las primeras
aves se aproximan siguiendo la estela del último carguero, en busca
quizá del sustento; mientras, la actividad portuaria avisa de una
nueva jornada. Las calles se visten ya de gente que va y viene ajena
a mi bautismo en los azules de mi mar que pronuncia mi nombre desde
el horizonte, y los pescadores regresan tras su expolio portando
llenas las cestas y vacías las palabras. A su lado, un perrillo
negro camina rezagado y yo me crezco cuando uno de los hombres me
mira sin verme, en mi regreso, por el camino bordeado de adelfas de
colores varios. En la explanada de Menera los ocres han desaparecido
bajo el asfalto y los vehículos se amontonan estacionados.
Atrás se queda
mi mar y, con él, mi despertar. Poco a poco me adentro en la ciudad
que no me respira. A mi lado, un perrillo negro camina y mueve su
cola. Desde el etéreo de mi cuerpo, yo lo miro, y le sonrío.
Lola Estal
Fotografía de Ismael Murria Estal
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