El
dolor era tan fuerte. Oscar sentía como si un pequeño duende
juguetón y con mala leche se hubiera instalado tras su ojo derecho
con un jodido tambor. Y puntual, como todas las mañanas, entonaba
esa sintonía machacona que aporreaba sin compasión hasta hacer el
simple hecho de respirar doloroso. Pero Marta estaba ahí, como
siempre. Ella conocía perfectamente aquel mal que volvía una y otra
vez sin razón aparente. Como si de un castigo divino se tratara. Y
Marta, como un ángel de la guarda, estaba ahí con la pastilla que
ponía fin al dolor y al sufrimiento. Era una constante en su vida.
Desde el día en que realizó la entrevista de trabajo para la
empresa farmacéutica donde ambos prestaban sus servicios. Todo un
sueño para él que ha fecha de hoy, aún no entendía muy bien el
cómo ni el porque fue admitido. A veces intentaba recordar como era
la vida antes de aquello, pero su mente
se perdía entre una
niebla de recuerdos confusos con imágenes de una sociedad caótica y
en decadencia que sólo conseguían confundirlo más agudizando el
dolor de cabeza. Pero Marta siempre estaba ahí, y el dolor…
desaparecía. La empresa y Marta lo eran todo. Sentía que su
existencia era como un dormitar eterno, pero salvo el dolor de
cabeza, todo era perfecto y agradable.
Aquella
mañana de miércoles el dolor de cabeza volvió a aparecer. Sentía
que había descansado bien, pero daba igual, siempre regresaba a la
misma hora con una puntualidad que rallaba lo absurdo. Buscó con la
mirada a un lado y otro, pero resultó infructuoso. Marta hoy no
estaba allí para darle la pastilla, y el dolor iba en aumento. Un
dolor que por momentos se hizo tan profundo e insoportable que le
hizo sentir de repente que le estallaba la cabeza.
Oscar
despertó sobresaltado. Un sobresalto que dio paso a la confusión.
Sintió que se encontraba en un lugar extraño, percibiendo ese
regusto a boca reseca de quién ha dormido demasiado. El dolor de
cabeza había desaparecido y en su lugar sintió una molestia en el
brazo derecho. Intentó levantarlo, pero apenas tenía fuerzas. Quiso
volver la cabeza y ver que era aquello que le colgaba del brazo,
pero le fallaron las fuerzas y se dejó caer sobre la almohada. Le
molestaba la luz que blanca y exageradamente potente le traspasaba
agresiva los parpados. Con que ganas se tomaría un gran vaso de agua
para aliviar la sequedad de su lengua. Y como por arte de magia,
Marta estaba allí. Como siempre. Le acarició la frente con dulzura
y le acercó a los labios el vaso de agua fresca que tanto deseaba.
Tomó un gran sorbo sintiendo cómo su boca recuperaba la humedad.
Seguía teniendo sed y cuando Marta le volvió a acercar el vaso para
beber de nuevo, depositó en su lengua la pastilla. Oscar no sabía
muy bien porque, pero le resultaba familiar esa acción, así que sin
pensarlo mucho más se limitó a tomarla junto con otro gran trago de
aquella agua que le supo a gloria y que le produjo una sensación de
bienestar tan profunda, que sólo deseó cerrar sus ojos y dormir. De
pronto… sólo le apetecía dormir.
Marta
le volvió a colocar los inductores de sueños, no podía volver a
retrasarse otra vez en la toma de la dosis. Pero el espécimen número
veinticinco y el treinta y dos de aquella sección se habían
despertado también. Lo pondría en su informe. Aquellas pastillas
empezaban a no ser tan efectivas en algunos de ellos, por lo que la
producción de la triosafosfato isomerasa bajaba alarmantemente, y
los laboratorios pronto los sustituirían. Era una pena, le había
tomado cariño a Oscar, el espécimen cincuenta, pero si no producía
el número de enzimas necesarios para la fabricación del
medicamento que aquel grupo selecto de la clase dirigente empezó a
tomar para perpetuarse ralentizando el envejecimiento celular,
prescindirían de él. Los costes de producción seguían siendo
inferiores con la utilización de seres vivos. Y a aquellos
desahuciados, nadie les echaría de menos.
Jesús
Coronado
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