y fusilar al rey de
los poetas
con balas de juguete.
con balas de juguete.
Joaquín Sabina
Los clientes del bar permanecían sumidos en un letargo
similar a un sueño recurrente. Esperaban
y bebían de sus vasos de forma mecánica, y se lanzaban desconfiadas miradas.
Aún no había sucedido nada y eran ya más de las once. La penumbra gelatinosa y
blanca provocada por el humo de los cigarrillos era recortada por la macilenta
luz de focos que iluminaba el pequeño escenario. Sobre las tablas tres músicos
simulaban tocar una triste y patética canción de amor. Desafinaban y el público
hacía que bostezaba. La tensión rugía silenciosa entre los desacordes del
guitarrista y el tintineo de los hielos en las copas. Algún escote generoso de
mujer simulaba la escabrosa escena. La atmósfera se cargaba lentamente de
recelo y la gente empezaba a inquietarse con
un arrebato en escala ascendente.
Una vehemencia soterrada comenzó a
aflorar disimuladamente y no parecía menguar con la fingida música de los tres
individuos que ocupaban el escenario. Tres harapientos músicos, tres actores
sin guión. Algún camarero, presa de la embarazosa situación, dejó caer una copa
sobre el regazo de una señora. Se disculpó y continuó con su sutil trabajo.
Todavía no había ocurrido nada, habían acabado la primera ronda de canciones, y
el público se impacientaba. Dos o tres clientes simularon un débil aplauso. Un
nerviosismo preocupante se hacía patente. Los comentarios en voz baja eran cada
vez más notorios. Una mujer en primera fila giraba la cabeza y miraba hacia
atrás en busca de su marido o del ineficiente camarero. El cantante no parecía conocer la letra de
las tonadillas y el pianista sudaba profusamente. Justo cuando la peor de las
canciones alcanzaba su punto álgido entraron en la sala tres señores armados
con ametralladoras y abrieron fuego. Descargaron cientos de ruidosos proyectiles sobre los tres figurantes. La
señora de la primera fila se cubría la cara para no recibir el impacto de la
sangre que brotaba del cuerpo del vocalista. Los tres artistas improvisados se
desplomaron sin abandonar sus puestos. El público se cubría los oídos y los
camareros se acodaban en la barra para contemplar el súbito espectáculo. La
sangre era abundante. Cuando la ráfaga y
el estruendo de las balas se detuvieron los recién llegados asesinos se
marcharon sin mucha prisa. Uno de ellos encendió un cigarro con parsimonia
antes de salir por la puerta. Echó un último vistazo para cerciorarse de que
los difuntos artistas no retomaban sus instrumentos. Un silencio revelador se
extendió por el antro como anuncio del final de la tormenta.
-¿Se han marchado ya? Preguntó con muestras de impaciencia
el que parecía el dueño del local.
-Sí, ya no hay
peligro de que vuelvan. Respondió la señora de la primera fila cuyo escotado
pecho decoraban brillantes perlitas de
sangre bermellón. Y no se han percatado de nada, jamás lo conseguirán, ya
pueden salir los músicos de verdad.
Y tras
esconder los tres cadáveres, como tantas otras noches, salieron los músicos
reales y la fiesta se reanudó sin más sobresaltos.
Pedro Pujante
Realmente inquietante... bravo, pues. Un saludo,
ResponderEliminarRamón García Durán
http://naturalezaindiscreta.blogspot.com.es