Ajena a cuanto la rodeaba, sólo tenía ojos para detectar escaparates con ropa de bebé. Ni la desapacible tarde de aquel otoño adelantado ni la distancia impuesta para el encuentro podrían malograr su alegría y la certeza de que también él acabaría por celebrarlo. Lo supo nada más verlo; su chico no solía ser muy puntual.
«Llegas tarde -dijo por todo saludo-Y estás muy cambiada. Demasiado gorda.»
¿Cómo espera éste que esté -se preguntó ella-, después de seis meses sin vernos y en mi estado? Seis meses soñando con aquella promesa de felicidad que los unía, recordó la bella croata.
-Eso era ayer -quiso aclarar él.
-No te entiendo.
-Es la ventaja de no hablar la misma lengua. Toma, llama a un taxi y vuelve al centro -dijo introduciendo dos billetes en el bolso de ella-, que debes estar muy cansada. Tienes hasta mala cara.
Lo de menos era la lengua. Pero no lloró, ni pidió explicaciones, buscó una parada de Bus y se sentó a esperar al primero que llegara. Sólo que su fortaleza disminuía a medida que la espera se alargaba. ¿Adónde podía ir? Ni siquiera contaba ya con el cobijo de su última semana en España, ni con nadie que la esperara; con lo único que contaba era con los cien euros que él le camuflara a modo de un «Ahí te las apañes.» Sin más abrigo que el amplio vestido de lino, cuando subió al autobús sentía malestar y estaba helada. «¿No tiene un billete mayor? -preguntó molesto el conductor mirando los cincuenta euros que la joven le entregaba-. Ya es mala sombra tener este trayecto de noche y que, encima, le salga gratis al viajero.»
–Lo siento, no cuento de otro –se disculpó la croata en su pésimo castellano.
–Vamos, suba. No le daré billete –dijo el hombre con visible prisa por arrancar.
Ella se dirigió al último asiento de aquel autobús vacío y, hundida la cabeza en el regazo, no tardó en dormirse. Y en soñar con el hijo maravilloso al que no tardaría en conocer; tenía el pequeño los mismos ojos que le cautivaran en el padre y un dulce respirar. A ella le hechizaba acariciar la delicada piel y el asomo de angora que cubría la adorada cabeza y no sentía otra necesidad que la de ver pasar los días enlazados unos con otros, embebida en la fragancia emanada del minúsculo cuerpecillo; enamorada, feliz y orgullosa ante aquella realidad salida de sí misma. Solo a una hermosa melodía de Schubert se le permitía ser testigo de aquel dúo perfecto. Si por ella fuera jamás se reincorporaría al detestable espacio exterior.
La despertó un rugido maligno. Miró en torno suyo y no vio nada; volvió a mirar hacia todos los lados excepto a la cuna, aquella fiereza no podía venir de allí. Pero venía de allí. Del dulce lecho transformado en la imagen del horror. Era de la adorada imagen de donde emergía la siniestra cabeza dominada por unos ojos crueles y una gigantesca boca dispuesta a devorar.
–¡Redíez, señorita! -protestó el conductor ante el horrible grito de la joven viajera-. Para sustos como ese podía haber seguido dormida.
–¿Estamos ya en la Terminal?
–¡Yo qué sé dónde estamos después de una hora dando vueltas por todo Madrid!
–Lo siento. Yo, ni siquiera sé...
–La verdad es que me dio pena despertarla; parecía tener tan dulces sueños... ¿Qué ocurrió, se convirtieron en pesadilla?
–Así... Algo. Bueno, me apeo ya; muchas gracias para todo.
–No se le ve a usted buen aspecto. ¿Seguro que se encuentra bien? ¿Necesita que la lleve a algún lugar. Un hospital, quizás? Es igual, la acercaré al centro; no quiero ser responsable de lo que pueda salir mañana en los periódicos.
–No se moleste para más... Yo, quiero sola, Necesito sola...
–Como quiera.
El conductor la vio marchar sintiendo sobre sí el desamparo de un padre ante la hija indefensa y vencida. Ella no volvió la cabeza. Caminaba lenta, encorvada. Pocas veces se podría pensar con mayor fundamento que el peso del alma se agolpa en las entrañas. Vagó por la calle ignorando los pocos bares aún abiertos. Ni siquiera sabía qué era lo que buscaba. Hasta que vio una clínica. ¿Mencionó el conductor un hospital? No se le había ocurrido antes; entró a los aseos y se encerró durante mucho tiempo; cuando despertó de su desmayo lamentó que no hubiera sido eterno. El cuerpo de la mujer tiene mucho de tirano y no está por complacerla de buenas a primeras. Estrangulando su insufrible tortura, se apropió de todo el papel higiénico que había en los aseos y cubrió un lavabo con él. Se agachó para recoger su hermoso sueño del suelo y lo colocó sobre la improvisada sabanilla de celulosa. Terminó de cubrirle con lo que había dejado aparte y echó a correr deseando quedarse ciega, sorda y amnésica. Deseando morir a cambio de que el otro ser viviera.
«Llegas tarde -dijo por todo saludo-Y estás muy cambiada. Demasiado gorda.»
¿Cómo espera éste que esté -se preguntó ella-, después de seis meses sin vernos y en mi estado? Seis meses soñando con aquella promesa de felicidad que los unía, recordó la bella croata.
-Eso era ayer -quiso aclarar él.
-No te entiendo.
-Es la ventaja de no hablar la misma lengua. Toma, llama a un taxi y vuelve al centro -dijo introduciendo dos billetes en el bolso de ella-, que debes estar muy cansada. Tienes hasta mala cara.
Lo de menos era la lengua. Pero no lloró, ni pidió explicaciones, buscó una parada de Bus y se sentó a esperar al primero que llegara. Sólo que su fortaleza disminuía a medida que la espera se alargaba. ¿Adónde podía ir? Ni siquiera contaba ya con el cobijo de su última semana en España, ni con nadie que la esperara; con lo único que contaba era con los cien euros que él le camuflara a modo de un «Ahí te las apañes.» Sin más abrigo que el amplio vestido de lino, cuando subió al autobús sentía malestar y estaba helada. «¿No tiene un billete mayor? -preguntó molesto el conductor mirando los cincuenta euros que la joven le entregaba-. Ya es mala sombra tener este trayecto de noche y que, encima, le salga gratis al viajero.»
–Lo siento, no cuento de otro –se disculpó la croata en su pésimo castellano.
–Vamos, suba. No le daré billete –dijo el hombre con visible prisa por arrancar.
Ella se dirigió al último asiento de aquel autobús vacío y, hundida la cabeza en el regazo, no tardó en dormirse. Y en soñar con el hijo maravilloso al que no tardaría en conocer; tenía el pequeño los mismos ojos que le cautivaran en el padre y un dulce respirar. A ella le hechizaba acariciar la delicada piel y el asomo de angora que cubría la adorada cabeza y no sentía otra necesidad que la de ver pasar los días enlazados unos con otros, embebida en la fragancia emanada del minúsculo cuerpecillo; enamorada, feliz y orgullosa ante aquella realidad salida de sí misma. Solo a una hermosa melodía de Schubert se le permitía ser testigo de aquel dúo perfecto. Si por ella fuera jamás se reincorporaría al detestable espacio exterior.
La despertó un rugido maligno. Miró en torno suyo y no vio nada; volvió a mirar hacia todos los lados excepto a la cuna, aquella fiereza no podía venir de allí. Pero venía de allí. Del dulce lecho transformado en la imagen del horror. Era de la adorada imagen de donde emergía la siniestra cabeza dominada por unos ojos crueles y una gigantesca boca dispuesta a devorar.
–¡Redíez, señorita! -protestó el conductor ante el horrible grito de la joven viajera-. Para sustos como ese podía haber seguido dormida.
–¿Estamos ya en la Terminal?
–¡Yo qué sé dónde estamos después de una hora dando vueltas por todo Madrid!
–Lo siento. Yo, ni siquiera sé...
–La verdad es que me dio pena despertarla; parecía tener tan dulces sueños... ¿Qué ocurrió, se convirtieron en pesadilla?
–Así... Algo. Bueno, me apeo ya; muchas gracias para todo.
–No se le ve a usted buen aspecto. ¿Seguro que se encuentra bien? ¿Necesita que la lleve a algún lugar. Un hospital, quizás? Es igual, la acercaré al centro; no quiero ser responsable de lo que pueda salir mañana en los periódicos.
–No se moleste para más... Yo, quiero sola, Necesito sola...
–Como quiera.
El conductor la vio marchar sintiendo sobre sí el desamparo de un padre ante la hija indefensa y vencida. Ella no volvió la cabeza. Caminaba lenta, encorvada. Pocas veces se podría pensar con mayor fundamento que el peso del alma se agolpa en las entrañas. Vagó por la calle ignorando los pocos bares aún abiertos. Ni siquiera sabía qué era lo que buscaba. Hasta que vio una clínica. ¿Mencionó el conductor un hospital? No se le había ocurrido antes; entró a los aseos y se encerró durante mucho tiempo; cuando despertó de su desmayo lamentó que no hubiera sido eterno. El cuerpo de la mujer tiene mucho de tirano y no está por complacerla de buenas a primeras. Estrangulando su insufrible tortura, se apropió de todo el papel higiénico que había en los aseos y cubrió un lavabo con él. Se agachó para recoger su hermoso sueño del suelo y lo colocó sobre la improvisada sabanilla de celulosa. Terminó de cubrirle con lo que había dejado aparte y echó a correr deseando quedarse ciega, sorda y amnésica. Deseando morir a cambio de que el otro ser viviera.
María Jesús Benedicte
No hay comentarios:
Publicar un comentario