Poemas desde Church Street (Edición Bilingüe)
Ediciones Baquiana, 2006
Debo a Ardentísima
y, por extensión, a José María Álvarez, haber hecho el ridículo unas cuantas
veces. Referiré dos de ellas. La primera fue en Molina, cuando un grupo
representativo del por aquel entonces Grupo
Espartaria de Poesía, fuimos convocados para dar un recital poético en el
Salón de Actos de Caja Murcia. Ufanos, contentos, pletóricos, nos dirigimos
allá («Al fin la fama», pensábamos), pero la sorpresa fue mayúscula al
encontramos con la puerta cerrada a cal y canto… ¡Allí no había nadie! Ni el
conserje, ni el Tato. Miramos de nuevo el folleto informativo, por si el error
era nuestro y, con las prisas por darnos a conocer, nos hubiéramos precipitado
un día antes, a lo mejor dos, o... ¡quién sabe si se nos había pasado el arroz!
¡Pues mira que no! Claramente se especificaba que tal día y a tal hora, el
grupo Espartaria daría un recital allí mismo. Por fortuna, alguna señora de
edad avanzada se personó en el lugar con ánimo de poesía, lo que nos hizo
sentirnos menos solos, y en honor a ella realizamos una semilectura poética
encaramados en un banco de la calle. La segunda el ridículo fue, diría, hasta
sangrante. En aquella ocasión, habían puesto taxis al servicio de los poetas;
salían estos desde el Rincón de Pepe, montaban al susodicho y lo llevaban a
destino. Y allí que me vi, en taxi, contento y con un repunte de vanidad. «¡Ya
es hora de que se haga justicia con la poesía, la hermana pobre de la
literatura! ¡A los poetas se les pone taxi, como es debido!…», eso iba
pensando, o algo parecido, durante el trayecto hacia el IES Santa María de los
Baños de Fortuna.
Llego a destino, pues, bajo del taxi y entro
en el instituto. Es horario lectivo y los pasillos andan vacíos… Me acerco a
Dirección o a Jefatura de Estudios, no sé, ahora no me acuerdo, y les digo que
yo soy el poeta que están esperando.
—¿Cómo? ¿El poeta que estamos esperando?
Dos individuos, con un gesto de extrañeza no
disimulado, han elevado desde sus asientos unos ojos hacia mí.
—El mismo —respondo, con aire de importancia.
—¿Esperábamos a algún poeta? —pregunta uno,
mira al otro, y luego los dos se miran entre sí.
—¡Ah, sí!... —suelta el más avispado—. Eso es
cosa de Fulana, la profesora de literatura.
Me indican entonces que siga recto, tome a la
derecha, después a la izquierda, etcétera, hasta llegar al aula tal. No sé si
soy excesivamente suspicaz, pero a estas alturas de la película ya llevaba la
mosca en la oreja.
Abro la puerta del aula, saludo y pido
permiso para entrar:
—Soy el poeta que viene de parte de Ardentísima.
Y la profesora, ante aquella inesperada
interrupción, expresa su desagrado a la vez que su sorpresa:
—
¿¡Cómo!?
¡Pero tú no eres Pedro Marín...!
—No… Yo soy Jesús Cánovas y me han enviado
para acá… los de Ardentísima...
Vuelve la profesora a la carga, e introduce
una réplica con otro pero, un tanto
capcioso:
—Pero a quien esperábamos era a Pedro…
Está confusa, desconcertada, y me contagia su
confusión y desconcierto. De repente empiezo a sentir vergüenza, se me enrojece
la cara y me invade igual sensación que aquella que puede invadir a un pato
perdido en un garaje.
La profesora tiene tablas, y pronto salva la
situación. La incomodidad del inicio se distiende gracias a su simpatía. Aun
así me recuerda que llevaban varios días trabajando un poemario de Pedro, y que
sus alumnos se sienten muy descolocados al verme a mí allí y no a Pedro…
Sería injusto concluir, de cara a estas
experiencias (en todo caso particulares), que Ardentísima no cumplió un cometido importante en la Región de
Murcia. Quienes me conocen saben que hablo poco, y si hablo, lo hago al
descubierto; no me gusta esa hipocresía que estilan ciertos individuos, los
cuales ponen piadosa o beatífica cara y aun limpian el polvo de la chaqueta de
aquel al que, a sus espaldas, rajan de forma inmisericorde (al respecto, puedo
dar unos cuantos nombres si se me pidieran). Esa gentuza me da asco. En cuanto
a mí, lo digo a las claras: José María Álvarez lo hizo muy bien, y las
sucesivas ediciones de Ardentísima
supusieron un hito en la pequeña historia de la literatura de la Región. Fue
una suerte tener a la mano a poetas de talla internacional, oír los poemas de
sus labios, percibir su respiración, cruzar alguna palabra con ellos. La poesía
se dignificó durante aquellos días, y agradable fue asistir a la multiplicidad
de recitales que se fueron sucediendo mañana, tarde y noche. No concluiré, por
tanto, nada negativo.
Para desagraviar a Ardentísima de tanta crítica solapada como recibió y,
consecuentemente, a su instigador, contaré dos cosas magníficas que me
sucedieron.
La
primera fue la posibilidad de tomar un
café con María Kodama. Un descalzado de la poesía tiene pocas
oportunidades de
codearse con los grandes, así que en un impasse burlé la estrecha
vigilancia
que sobre ella ejercía José María Álvarez y la invité en un bar de la
Plaza de
Santa Catalina. Aunque breve el contacto, las sensaciones que
experimenté
resultaron multiplicativas. No fue solo hablar con aquella
interesantísima mujer (tímido por naturaleza, hoy no podría decir
exactamente sobre
qué), circunstancia por sí misma merecedora del recuerdo, lo que me hizo
flotar
durante unos instantes, sino algo que aconteció como un plus: una suerte
de
catalización que se operó a través de la Kodama. Ocurrió como si todo
Borges, a
quien yo había descubierto y leído con pasión en mi etapa universitaria,
descendiera sobre su viuda y desde ella se comunicara conmigo, él y su
obra
toda.
Parecida sensación, aunque con las
connotaciones que ahora explicaré, tuve con Maricel Mayor Marsán, la segunda
cosa buena de la que quiero hablar. La conocí en el aparte de un recital,
cuando Juan Ramón Barat y yo entablamos una conversación con ella y su esposo,
Patricio E. Palacios, en el bar Zalacaín. A pesar de que su poesía me impactó,
yo no había oído hablar de Maricel; pronto me enteré que junto con Patricio
dirigía una revista digital de gran calidad, muy extendida por el ámbito
hispano: Baquiana.
Al tomar conocimiento con una persona se
establece una comunicación subliminar por la que se sabe si en un futuro podrá
haber compatibilidades o no. Si surge la empatía, se evidencia a sí misma; es
un hecho. Difícil describir en conceptos unas sensaciones que rayan lo
extraordinario; son sensaciones estas que aluden a los sentidos llamados
inferiores más que a los de la vista o el oído; ahora bien, tengo que añadir a
continuación que esos mismos sentidos son inmediatamente trascendidos para
mostrar otra verdad, diría que trasluminada, diferente a la meramente táctil,
olfativa o gustativa. Si con María Kodama percibí el descenso de Borges y su
obra, de Maricel Marsán me llegó, como aroma o tacto, la bondad, la belleza, la
inteligencia, la ternura, la sencillez, la hermosura, el sufrimiento, la
alegría, la proximidad, la dulzura, la tranquilidad, la anchura, la extensión,
la apaciguada lucha, la verdad.
Poems
from Church Street
está dedicado a la memoria de las víctimas del 11 de septiembre de 2001. Es un
libro, por tanto, agónico, en su sentido original de lucha y sufrimiento, en el
que Maricel Mayor Marsán muestra su empatía con aquellas víctimas inocentes de
la barbarie terrorista.
No es conveniente olvidar, según el quinto manual que nos propone la
autora, el de las equivocaciones, y
de la cita de Karl Shapiro que lo alumbra, los
errores del pasado. La memoria, y en este caso la poética, ha de registrar
los errores de ese pasado, y archivarlos, para mostrarlos luego tal como
fueron: errores. Y esto porque la poesía, al no ser sabia, es inocente, y por
lo mismo se puede adentrar por los campos del terror y de la muerte sin ningún
tipo de preconcepciones o lastres que no sean los de la propia mirada del
poeta. La poesía no aprende de lo que podríamos considerar un sentir general y,
por lo mismo, universalizable; no: La experiencia poética es única en cuanto
respeta la particularidad de cada poeta, o, incluso, de cada lector concreto.
Ahora bien, si estamos llamados a tener dicha experiencia en singular, ¿qué es
lo que podemos comunicar, entonces? Veamos la respuesta que ensaya Maricel Mayor:
Siempre podremos transmitir aquello anterior a la palabra y que informa la
palabra; en el caso que nos ocupa el desasosiego o el silencio, sea el presente en caos, en el caso del
primer manual, o la complicidad del miedo,
en el caso del segundo. Un pie para la meditación del primero lo supone una
cita de Longfellow, para el segundo, otra de T. S. Elliot, que reproduzco: I will show you fear in a handful of dust (Te mostraré tu miedo en
un puñado de polvo). Aun así la poeta
apuntará al mandato del décimo manual,
el de la espera, resumen o conclusión
al que tiende su hacer poético: La
humanidad en lo humano. La esperanzadora cita que lo glosa es de Walt
Witman: In this broad earth of ours,/
amid the measureless grossness and the stag,/ enclosed and safe within its
central heart,/ nestles the seed perfection (En esta amplia tierra
nuestra,/ en medio de la inmensa densidad y la basura,/ rodeada y segura en el
centro de su corazón,/ anida la semilla perfección).
Maricel propone Diez manuales con sus pertinentes mandatos y citas, soportes estas
últimas para la meditación particular de cada uno de los lectores de Poems from Church Street. Ahora bien, si
el poemario busca la complicidad del lector, es porque previamente ha habido
una exposición de los sobrecogedores motivos del horror. Y son precisamente
estos motivos los que informan las otras secciones del libro: Ante la presencia del dolor, De otredades y circunstancias, Habitantes anónimos de la ciudad de Nueva
York y Algunos poemas desde el
asfalto.
El World Trade Centrer se desmorona bajo un
sudario de estupor y sorpresa; una lluvia de polvo, cascotes y cemento viene a
caer ominosa sobre la Gran Manzana y las gentes corren llenas de pasmo hacia
ningún lugar (The ashes fly everywhere./ They have taken with
them the trace/ of many faces of friends ―La ceniza vuela por todas partes./ Se ha llevado consigo el rastro/ de tantos
rostros amigos—). Son gentes anónimas; no saben ni comprenden, apenas
identificada la amenaza, por qué o de qué huyen. El cielo es plomo, arde
derretido; extraños ángeles de fuego circulan, caen los vidrios rotos; el humo
se eleva negro, retumba el polvo. Entre los que huyen se encuentra Pedro, el
tendero, o Imanil, el asistente de mesero, o George, el taxista negro de
Harlem. Cada uno tiene su historia; la muerte les ha segado algo íntimo y
caminan insomnes. Sus vidas ya no serán igual a como fueron porque
definitivamente sienten quebrada en su interior la delgada línea que, al
romperse, los adentra por el territorio incierto de la vulnerabilidad: Why he and not me?/ Why my friend and not
me?/ Why not the two?, se pregunta,
insistente, Imanil. Son
preguntas angustiosas ante lo que no se comprende y golpean como un marro en el
fondo de sus psiques. Así es. La atrocidad del horror se ceba en los inocentes;
por eso, de forma semejante a la del Evangelio, una voz unánime clama
desconsolada por Manhattam: Es la de Maricel-Raquel, que llora a sus hijos
porque ya no existen:
I observe the remains of a disaster,
the memorial of the laceration of many.
Some pray, some others look fearless,
others swing themselves discreetly in their places,
push gently, whisper in mourning,
silently struggle in their spaces…
(Observo los residuos de un desastre,
el memorial del desgarre de tantos.
Unos rezan, algunos miran impávidos,
otros se mecen discretamente en sus sitios,
empujan levemente, susurran en duelo,
pugnan callados en sus espacios...)
El horror posee tintes surrealistas, de
hecatombe: las nubes asfixian, los aires son pavesas y yeso, la mañana se tiñe
de salvajes oscuridades, los cuerpos se evaporan o se descuelgan múltiples
voces más allá del polvo... Mientras, desde el horror y el caos, ascienden las
almas de los muertos. Una fuerza especial posee el poema que lleva por título The maccabees of the ground zero (Los
macabeos de la zona cero), que comienza del siguiente modo: Soldiers of ashes and bones/ looking for the
eternal light/ in the remembrance of others (Soldados de cenizas y huesos/
buscando la luz eterna/ en los recuerdos de otros). Con sobrios trazos, la
mirada impávida y el dolor contenido, la autora subraya su impotencia ante la
muerte gratuita de cualquier ser o la estupefacción que le produce contemplar
hasta dónde puede llegar la maldad humana. Surgen así poemas tan tremendos como Infecund
parable o At the hour of all hours:
My pores get filed with your bad luck,
There is no line or fold of my body,
Exempted from the alluvium of the tragedy.
I breathe, live, feel
And
barely
Understand your death.
(Los poros se me inundan de tu mala suerte,
No hay renglón o pliegue de mi cuerpo
Que se exima del aluvión de la tragedia.
Respiro, vivo, siento
Y
apenas
Comprendo
tu muerte.)
Sin embargo, junto a la descripción del
terrible caos, frente a la paralización a la que induce el horror o la
estupefacción ante lo incomprensible de tal espanto, con su conciencia
desgajada, partida, la autora nos propone tres poemas, remansados o
conclusivos, por un lado, provisionales o pendientes de futuros desarrollos,
por otro. Son los que alumbran el título del poemario y, en última instancia,
le dan sentido: Trinity Church, At the gate of an old cemetery y Saint John the Divine. Inmersa en el
espanto del horror, la poeta confiesa, emocionada, su confusión: I am hesitant and errant,/ I come from the
fire, madness coming off the sky,/ victim of I don’t know what and of I don’t
know who (Ando vacilante y errante,/ vengo del fuego, locura desgajada del
cielo,/ víctima del no sé qué y del no sé quién), para, a continuación, desear
el descanso en el viejo y humilde cementerio de la Isla. Quiere yacer con los
antiguos muertos, porque se siente parte de ellos. Allí, cesada la confusión,
la paz; pero no la de la muerte, sino aquella otra que serena el alma y da vida
a la vida. Y la encuentra tanto en Saint
John the Divine, donde los hombres rezan juntos, con independencia de sus
lugares de origen (The nations pray
together, the denominations are forgotten ―Oran juntas las naciones/ las
denominaciones se olvidan—), como en Trinity
Church, límpida iglesia, y firme, con su campanario mirando al sol,
serenada de silencio en medio del quehacer urbano, y todo eso, sin embargo, two steps away from the Armagedon (a dos
pasos del Armagedón).
¿Por qué el horror? Las impresiones poéticas
que me dejan estos Poems from Church
Street de Maricel Mayor Marsán, sin quererlo yo, me conducen a las
reflexiones filosóficas de André Glucksmann. En un libro publicado poco antes
de aquel fatídico 11 de septiembre, La
tercera muerte de Dios, el filósofo casi de modo premonitorio alertaba
sobre la posibilidad de un gran atentado proveniente del fundamentalismo
islámico; ocurrida la catástrofe, reflexiona sobre la misma en Dostoievski en Manhattam. La conciencia
del hombre occidental de nuestro tiempo se ha vaciado de valores e ideales;
Dios ha muerto por tercera vez y adviene el nihilismo. La primera vez que Dios
murió fue en la cruz; la segunda, en la razón, con las obras de Nietzsche y
Marx; la tercera en la conciencia. Esta tercera muerte conlleva la llegada del
nihilismo, no inocuo y como un adorno, sino radical, por cuanto el vaciamiento
que procura en el ser humano se traduce en la práctica de la muerte: ya no
existe un por qué o un para qué de la destrucción sino un por qué no.
El mundo Occidental ha tenido los ojos
vendados ante el horror, ya fuera por la parodia de paz en que ha vivido desde
la Segunda Guerra Mundial, la complacencia consumista del ciudadano medio o el
mismo silencio cómplice de los intelectuales; así, tras la caída del muro de
Berlín, Fukuyama declaraba el final de la historia con alegre e inocente
entusiasmo. Pero pronto se revelaría que ese acontecimiento no suponía ningún
final de la historia, sino el inicio de una nueva era, la del nihilismo,
profetizada en el siglo XIX por Nietzsche. La caída de las Torres Gemelas el 11
de septiembre de 2001 supone su triunfo.
La actitud fundamental del nihilismo es la
del todo vale; es decir, que se puede hacer todo lo que se quiera sin ningún
tipo de escrúpulos, incluso el más espantoso de los genocidios. Así pensaban
Hitler, Himmler, Goering, o cualquiera de los líderes nazis; pero también
Stalin, Mao, Milosevic, Pinochet o Videla. ¡Abajo
la inteligencia! ¡Viva la muerte!, gritó en el año 1936 Millán Astray en la
Universidad de Salamanca como única réplica posible a Unamuno. El denominador
común, pues, de los totalitarismos que han azotado el siglo XX (nazismo o
comunismo) ha sido el nihilismo y la crueldad que les vino añadida: su
práctica, su justificación y aun su legitimación. El terrorismo fundamentalista
proveniente del Islam también adopta esta característica por cuanto procura la
muerte en razón de la lógica misma de la muerte. La alegación a la divinidad es
un pretexto para el terrorista, porque no se trata de actuar a favor de lo
divino, sino de suplantarlo y tomar su lugar bajo la premisa del todo vale.
El ser humano es un ser incompleto, a medio
hacer o quizá vulnerado desde el principio, por lo que son múltiples las
fisuras de su naturaleza. Estas fisuras son las que agranda el nihilismo, y por
ellas vienen a colarse fuerzas demasiado oscuras como para poder
identificarlas. Si las identificáramos y reconociésemos se nos pondrían algo
más que los pelos de punta.
Jesús Cánovas
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