Ene-punto-opekú es escritor. Y
las historias que se inventa las siente en carne propia. Más le
chirrían a N. Opekú los aullidos del perro de su cuento El
Escapista, que los
¡buenos días!
farfulleros de su vecino el ferretero. Este escritor de perfollas y
collejas, más lloró la muerte del Finura,
(protagonista preferido de una de sus novelas), que los siete puntos
de sutura que le acaba de dar en la cabeza un médico licenciado de
Osuna, a la sazón el mimísimo galeno que mantuviera a dieta al
gobernador de Barataria.
Son las ocho y cuarto de la mañana. Y ya debiera estar el señor Opekú sudando nalgas frente al agrietado hule de su mesa carcomida por el gusano de la sequedad literaria. Lleva hoy un retraso de quince minutos. La diarrea de las acelgas de la cena de la noche anterior, que su sobrina le preparó fritas con jamón, (como a él le gustan, untadas con ajo bien picante), tienen la culpa. Por eso se detiene un poco más en el retrete. Las musas son muy puntuales. Si el escritor no está en su mesa de trabajo a la hora justa, la inspiración pasa al turno siguiente, ¡que escritores en paro hay la tira!
Todo ocurre en un tictac. N. Opekú tiene que recuperar el tiempo perdido. Sube a rodeón al perigallo para consultar el Kamasutra. Este libro, edición príncipe, con bellas ilustraciones y secuencias ricamente detalladas, lo tiene el escritor guardado en la última leja de la estantería. Precisa de una de las sesenta y cinco artes, la más despampanante, para colgarla al cuerpo del gigoló protagonista del relato que está escribiendo. Un concurso de literatura erótica cuya fecha finaliza este fin de semana. El escritor quiere esmerarse en la descripción puntillosa de una copulatio que alumbre y caliente el caletre, los instintos superiores, de un jurado emérito, así como los (instintos) de más abajo, que no por ello, son de menor cuantía y monta.
Además de escritor oscurantista y retardado, y por ende reprimido, Ene Opekú es admirador de Torquemada. Y esconde los libros prohibidos allá donde los ojos inocentes de su sobrina no puedan sentir la vergüenza de tener un tío más verde que el perejil de san Pancracio. Más se fía el escritor de lo que no ven los ojos de la ahijada que de los sobajeos que se pega su sobrina con el hijo del ferretero en el rincón del zaguán de su propia casa.
Y es que desde aquel día en que siendo N. Opekú un niño de apenas seis años, su padre le dijera, nene, al salir del colegio, me esperas en última parada el autobús, nuestro escritor desconfía de la realidad. No distingue las cosas del nombre que las dice y define. Confunde sus letras con el poste de la farola contra la que el can del Escapista se orina a pitorro abierto todas las mañanas.
Padre e hijo vivían en las afueras del pueblo. Para los niños de aquella época las vías ya eran de doble sentido, como ahora las palabras, que si dicen pan, son harina de otro costal. Así que en lugar de montarse en dirección a su casa, el pequeño lo hizo desde la acera de enfrente, justo en la dirección contraria. Y el autobús dejó al niño perdido en la otra punta del pueblo. Dos horas estuvo esperando allí al padre que nunca vino. Tiempo suficiente para llegar Opekusito a una de las dos grandes y únicas conclusiones de su vida. La primera: que la realidad, lo mismo que las verdaderas historias y los grandes acuerdos no responden a su hoja de ruta, sino que engañan más que el algodón de Mister Próper. Y a la segunda, aún no ha llegado. Ene Opekú espera hacerlo cuando muera.
No hay sorpresas para el final de este simple suceso del escritor esquizoide. Entre las prisas por no perder el turno de su inspiración, N. Opekú, al ir a consultar el clásico libro de las copulaciones escritas, se cae de tan mala manera de lo alto del perigallo, que su destornillada cabeza viene a dar en el travesaño de la escalera.
El resto de este incidente ya es de sobra conocido por el lector que se haya atrevido a husmear en esta tan surrealista como desocorrida y alocada historia: un hospital de urgencias y siete suturas en la cabeza distorsionada de un escritor quijotero.
Y para acabar, tan sólo referir parte de la conversación tenida entre el señor Opekú y el doctor licenciado de Osuna. Quería saber el galeno de Tirteafuera las circunstancias concretas de la caída. Y le preguntó al escritor:
Por casualidad, señor Opekú, ¿las acelgas de la cena de anoche tendrían algo que ver con vuestro desafortunado trastazo, cagaleras y traspiés? En tal caso, esas fritangas con jamón untadas con ajo no volverá usted a catarlas mientras yo fuere su médico de cabecera.
Y como ya sabemos que para
Opekú, no había ambrosía mejor que las acelgas picantes preparadas
por la sobrina, le replicó al discípulo de Hipócrates:
En realidad, doctor, no sé lo que me ha pasado. Yo creo que más que el hartazón de acelgas, fueron las dentelladas del perro del Escapista las que me mordieron el cráneo. A nadie amarga un buen plato, y más si éste fue condimentado con acelgas ahumadas con ajo.
Juan Serrano (Yecla, Murcia, 1943). Fue profesor de educación infantil y legopeda. En 1999 obtiene el primer premio con Lugarde, el robo del siglo, en el concurso de cuentos convocado por el Ayuntamiento de Murcia. Ha sido publicado en los libros colectivos París y Nueva York, de M.A.R. Editor. Autor del libro Esta sombra no es mía, Lecturas Hispánicas, 2013.
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