Todas
las mañanas se levantaba con un sabor arenoso en la boca. Sábanas de color
sepia iluminadas por una tímida luz solar que rasgaba las cortinas de una
habitación cada vez más pequeña. Tan minúscula que no quedaba espacio para las
sombras, solo tonos claros.
Como
cada día se incorporaba sobre el colchón
duro, rígido, incómodo, que no le dejaba dormir y se acercaba al cuarto de
baño. Cada amanecer se lavaba la cara y miraba en el espejo con un deje
despectivo hacia su persona. La tez clara y ojos castaños denotaban que era una
persona joven, pero la piel agrietada y la mirada cansada, casi harta, lo
convertían en el más anciano de los hombres.
Día
tras día su vida había sido una serie de instrucciones. Cuando era un niño, las
prohibiciones que debía seguir de manera tosca y simple. Tocar, experimentar,
aventurarse, eran algo que no se encontraba en su niñez. A cambio, la prisión
maternal, el miedo a las pesadillas y el desamparo habían hecho mella en su
cuerpo. Pero se aferró a su imaginación. Cada minuto, a pesar de no moverse,
podía soñar que volaba como una gaviota siguiendo una suave corriente de aire.
Luego
llegó su juventud. Cual máquina desempeñó un papel. Todas las mañanas a clase,
a estudiar entre viñetas, entre recuadros. Muchas veces con un leve movimiento de
lápiz rompía esas barreras, esos extremos que nadie se había atrevido a
sobrepasar. Pero no servía de nada, el lápiz resbalaba y caía por el dorso del
libro. En su mente solo paseaba una frase cuando eso ocurría: Todo tiene
bordes. Si los rompes, quizá no haya nada más allá.
Su
madurez, donde intentó ser libre por todos los medios posibles. Rebeldía,
desobediencia, obstinación, indomabilidad, sublevación. Solo salir de un
espejismo para caer en otro. Más como él, sumisos a una libertad. A otro
recuadro más.
Y
finalmente, adulto, acatando la orden del superior. Día tras día, como un
reloj, se levantaba en el mismo cuarto, con las mismas sábanas sepia, con la
misma luz entrando por la misma ventana, con el mismo dolor de espalda por el
colchón duro y rígido, yendo en el mismo momento exacto al mismo lavabo, a
mirarse en el espejo y acabar llegando a la misma conclusión: un hombre que es
joven pero que en su interior está decrépito.
Y
como cada mañana, día, hora, minuto, segundo, se retiró el flequillo que le
cubría la frente para descubrir como aquella herida tomaba forma de palabra: Emet.
Al
leerla, en su cabeza sonaba la nada golpeando el todo como si de un martillo se
tratase. Solo se le recetó una cosa para sentirse libre y romper con su vida
tan rutinaria. Borrar una única letra lavándola con agua.
Quizás
era el hastío, el cansancio, la inseguridad, pero hasta aquella mañana no se había
nunca planteado el borrarla de su cabeza. Aquella mañana, de aquel día, a
aquella hora, en el aseo levemente iluminado por la tímida luz de las ventanas,
borró la letra.
Solo
quedó Met.
Y
un montón de barro sin sentido que se miraba con aburrimiento frente al espejo.
David Nortes Baeza. Nacido en el año 1988. Vive en Los Belones. En la actualidad estudia Grado de Filología Hispánica en la Universidad de Sevilla. Escribe a menudo aunque no suele participar en publicaciones ni concursos, excepto en el de Relato Hiperbreve VI (Universidad de Murcia) en el que fue accesit.
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