Ojos brillantes y sonrisa de
satisfacción en Alicia
cuando, eufórica, escapa al bosque:
corretea por los senderos, acogida
por la sombra de los árboles,
saluda, coqueta, a las ardillas y a
los pájaros de sus ramas,
explora las madrigueras, anhelando
un encuentro
con el simpático conejo blanco y su
reloj dorado de bolsillo,
se tumba al sol, cerca del riachuelo
pero pronto aparecen los guardianes,
y Alicia se ve acorralada por dos
enfermeros y un frívolo doctor
que someten su alma risueña a una
camisa de fuerza…
Pobre
Alicia.
El
diagnóstico: alucinaciones paranoides, desequilibrio mental.
Porque
los enormes conejos que tocan la trompeta
y
los gatos traviesos e invisibles no existen.
Porque
ella no fue testigo de la muerte del último dodó.
Porque
su imaginación concibe gusanos fumadores de opio.
Porque
el ritual del té y las pastas comienza a las cinco de la tarde.
Porque
una monarquía desalmada de aficionados a rebanar pescuezos
es
una visión surrealista.
Pobre
loca.
Y
Alicia se rinde, sumisa: se deja arrastrar por sus captores,
asume
la medicación psiquiátrica recomendada,
¿pero quién podría asegurar que
Alicia estaba tan mal de la cabeza?
Simplemente le afligía
habitar
entre la contaminación
atmosférica,
comida basura, primas
de riesgo,
príncipes y princesas
desleales,
hipotecas, miserias
y poetas nihilistas.
Y por eso,
el corazón se refugió en su realidad.
Dios
te bendiga, Alicia.
Dios
bendiga a los locos.
(Poema De
“Píldoras de Papel”).
Ana Patricia Moya
(Imagen de Alicia, de John Tenniel)
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