Los infiernos de Orfeo
Ayuntamiento de León, 2009
Los infiernos
de Orfeo son los infiernos de Martín Orfeo, quien, atribulado,
recuerda a Eurídice García, su amor perdido, en la soledad de su cuarto,
pinchando la aguja en el vinilo, que suena a blues, mucho blues y algo/
de bolero, de fado… Quema el amor perdido en sus ojos, como quemaba la
nieve en un poema de Ángel González, y además/están esas motas de
polvo/que son como los heraldos negros de Vallejo, pero Martín Orfeo sabe
que, como vana tarea ha de recopilar recuerdos inservibles, enloquecidos
arpegios que suenan a cristal roto, mientras la aguja en el vinilo chasca con
un tic tic, tic tic, tic tic intermitente, pues ya ha terminado la música,
cualquier tipo de música, las canciones como golpes secos en el umbral de la
memoria, porque Eurídice, Eurídice García, su inconfesable amor, ya no existe
(o, por lo menos, le ha dado un plante).
Martin Orfeo es un
alter de Joaquín Piqueras, uno de sus posibles, una línea de desarrollo o de
destino, que insiste desde las sombras del inconsciente para realizarse en la
luz. Esa luz es la realidad, que es absurda, esto es, carente de sentido; por
eso Orfeo es interpelado como una imagen distorsionada del propio autor en el
espejo del desasosiego. La ironía y la mirada nihilista como consecuencia están
servidas, y arrasan. Ya desde el primer poema del libro,Orfeo y el síndrome
de Diógenes, el protagonista se sumerge (dispuesto a no tirar nada fuera de
sí), en el pasado de un recuerdo devastador que se acompaña con una reflexión
sobre el amor y el sentido de la vida en tono ácido. Una inquietante melodía y
una melancolía incierta provocan en el lector la sonrisa, junto con la tristeza
y unos atisbos no poco inquietantes de locura, y le remueve en su asiento, pues
ese lector de forma análoga baja a sus propios infiernos, que son los de Martín
Orfeo: la vivencia del desamor y la soledad.
Se entrecruzan en el
libro tres motivos que configuran su armazón: el mito de Orfeo, el infierno de
Dante y la peculiar visión conforme al universo simbólico propuesto por el
autor acerca de la cotidianeidad. El mito se reinterpreta, aunque conserva su
esquema: el protagonista al igual que su homólogo baja a los infiernos para
rescatar a su amor, pero al igual que su homólogo asciende sin su amor y con la
consciencia del fracaso: quien ha bajado al infierno y de él ha ascendido porta
en sí el infierno. Casi como un ejercicio onanista, Orfeo, a partir de ese
momento tocará solos con su saxo o acaso con su Fender Telecaster de seis
cuerdas cada noche antes de salir al escenario/ de la vida. El
infierno de Dante provee la estructura de la obra; son nueve círculos los del
infierno del florentino al igual que las nueve pistas que componen cada una de
las dos partes del poemario, que a modo de caras, A y B, lo conforman como si
fuera un disco/CD. Es que Martín Orfeo es músico y poeta; tras la pérdida de su
amada, casi como un movimiento involuntario viajará hacia el fondo de su
memoria en el intento por rescatarla, pero se encontrará con los pecios últimos
de un yo náufrago que flota en una mar de insomnio,
inconsciente, ambigua, fluctuante y perversa.
Orfeo baja al infierno
y en él naufraga, pero de él asciende renacido, aunque de un modo harto
extraño, porque también él vendió su alma al diablo,/ por el amor a
Eurídice García,/ él solo quería aprender los acordes del amor eterno/ y se
encontró con las veleidades del destino. El infierno está en él, pero
también fuera de él, por lo que, ascendido del Hades, Orfeo adquiere una nueva
conciencia, esto es, una nueva mirada sobre las cosas y el mundo. Estupefacto
viene a saber que no encaja en una realidad deslavazada, en un mundo sin valor
que se desmorona como la herrumbre y al que no salvan ni los arpegios de la
música, por muy sublimes o melódicos que estos sean. Esa nueva conciencia
adquirida no es otra sino la de un grandísimo cronopio. Cronopio, cronopio… un
título honorífico para quien no encaja en el mundo, y, además, grandísimo,
como Louis Amstrong en el artículo de Cortázar, enormísimo, y no
importa que Martín Orfeo no sea Louis Amstrong ni Robert Johnson, no sea
Charlie Parker ni Whitmnan, ni Dylan Thomas, ni Morrison, ni Joplin, ni
Curtis, ni Hendrix, ni Cohen, ni tantos otros, para saberse cronopio,
un globito verde y húmedo en anarquía interior que flota por ahí, en el éter de
los románticos quizá, poblando los teatros y escenarios vacíos para desafiar
las leyes lógicas de la razón/ y del mundo.
La conciencia de cronopio convierte
a Orfeo en replicante, en un ser en la encrucijada, en
alguien que a veces camina por el lado salvaje de la vida, que es
infiel y cobarde; en un onanista de insomnios desbaratados y sueños dulces de
imposibles, pero sobre todo en alguien que quiere sobrevivir a toda costa en
ese mundo absurdo de nihilidad amenazante: En busca del refugio
perfecto/ apuras supermercados/ saturados de espejismos. Pero
no hay refugios que sustraigan o protejan de la estulticia —se ilumina Orfeo—,
por más reformas educativas a que seamos sometidos, por más que en la noche el
insomnio nos desvele y nuestro pensamiento cabalgue, hasta deshacerse en
estrías, las preguntas sin respuesta… Cerremos los cerrojos del
crepúsculo, anudémonos el don de la ignorancia al que se nos condena; al
final, la furia de las ménades, dulce, tan temida y deseada, los arpegios o el
bramido de esa música que hace tambalear los pilares del infierno,/ que
nos sumerge en una muerte/ dulce a manos de enfervorecidas fans.
Joaquín Piqueras sería
un canalla si nos hubiera metido en el laberinto de los infiernos de Orfeo para
dejarnos ahí, perdidos, sin un posible hilo redentor de Ariadna. Pero Joaquín,
en lo que le conozco, es un hombre serio (un caballero, que diría alguien
excesivamente cursi), así que en las dos últimas pistas/poemas del libro tiene
a bien proponernos el contrapunto del dislate, la desvelación o resolución del
enigma: ¿Existe la vida después de la muerte?/ Preguntádselo a Orfeo,
que entre la pena/ y la nada ha elegido/ la temeraria pena de seguir viviendo. Para
sobrevivir y sobrevivirse se trata, pues, de no mirar hacia atrás, si el
ambiente no acompaña o la melodía externa es anticadencia del
corazón, atender únicamente a la melodía interior, que es el contrapunto
necesario, firme, para mirar hacia adelante. Por eso Martín Orfeo rescata algún
viejo libro de autoayuda y desempolva unas cuantas estrategias con las que
afrontar la vida, según una escala, musical por supuesto. Ahí van, del
poema Contrapunto (I):
DOminio sobre sí
mismo,
REconciliación con la vida, erradicar el
MIedo al fracaso,
FAmiliarizarse con los envites del destino, amar la
SOLedad edificada sobre uno mismo, dejar de
LAmentarse por los errores del pasado y
SIlenciar cualquier
amago de amor
que huela a verdad o
compromiso
o a contrato a largo
plazo.
Son versos que se
salen de sí, como la mayoría de los que componen la obra. La hábil utilización
del encabalgamiento junto con el dialogismo, intra o extra textual, convierten
sus poemas en fluidos, resonantes, vivos. Y, por si fuera poco, se les añaden
la ironía a la vez que la amargura. Desde Quevedo, no conozco poeta en el
ámbito hispano (digamos, para ser más precisos, en el ámbito murciano de por
aquí), y conozco unos cuantos, que maneje mejor y con más sutiliza la ironía
que Joaquín Piqueras; bueno, hago un inciso, también, larga y anchosa, la
maneja Pedro Javier Martínez. Ahora bien, la ironía de Pedro Javier viene
generalmente envuelta en un halo de ternura, por lo que, a la postre, queda
dulcificada; la de Joaquín es barriobajera y profunda: arrasa, quema. Retorcido
requemor, pues, con tanta frecuencia acompañado por unas muy sublimes
reflexiones, si no evocaciones… Esta maestría en la ironía le lleva a Joaquín
Piqueras a convertir su poesía en sumamente provocativa: a la sonrisa suscitada
se le adherirá, indeleblemente, el gesto indefinible
que supone el amago con que nos golpea la tristeza. Lo demás es silencio.
Jesús Cánovas
Excelente, Joaquín Piqueras, magnífica reseña de Jesús Cánovas.
¿Se puede ver el silencio?. Sé que se puede oír, es un continuo en mi vida (Simon &Garfunkel lo anunciaron).
Ayer lo vi en una imagen del gran pintor de los ángeles, Molina Sánchez. Y es que, probablemente, su visión esté reservada a un ángel, como él.
También escuché unas memorables palabras, que inexactamente reproduciré:
CAMINA PISANDO FIRME Y CON LA VISTA PUESTA EN EL CIELO.
Gracias por la bonita entrada.