La gélida brisa
de diciembre nos inundaba a estas alturas del invierno. Las cumbres de las
montañas estaban nevadas y el ambiente era húmedo. Las agendas laborales,
adheridas a nuestras vidas cotidianas, habían impuesto que planeáramos con
antelación las fiestas navideñas.
El sábado anterior
a la Nochebuena saqué del trastero el Nacimiento, almacenado en una caja desde
al año pasado: las figuras de porcelana de los pastores, los Reyes Magos
cabalgando en sus camellos, el buey, la mula, la Virgen María y San José
posaban su dulce e inerte mirada en su retoño envuelto en pañales; en cambio,
mi madre echaba un vistazo a la televisión, sentada en el sofá del salón, con
unos ojos que habían perdido el brillo de antaño. Desde hacía meses no nos
reconocía, aunque seguíamos amándola. Se hacía improbable entablar una
conversación con ella, tan solo escuchábamos sus largos silencios o, a veces,
palabras incongruentes.
De los tres
hermanos, soy la mediana. Mi hermano mayor, Juan, me asignó desde la infancia,
al Rey Gaspar para pedir juguetes. Juan le escribía la carta a Melchor, y
Sergio a Baltasar. Y, aunque ya éramos adultos, ese año no deseaba que fuera
diferente para mí. Anhelaba que me impregnara el ensueño de la niñez. Ese era
mi propósito.
Yo trabajaba
jornada intensiva y no tenía pareja; a pesar de todo se me hacía arduo convivir
con mi madre: el deterioro cognoscitivo que sufría me minaba emocionalmente. Su
situación ya no tenía punto de retorno.
Vendimos su casa
y, con ese dinero más la pensión que cobraba, cubríamos los gastos necesarios
para su cuidado. Entresemana asistía a un centro de día. El autobús pasaba a
las ocho y cuarto, cada mañana, y regresaba a las cinco de la tarde. Los
sábados y domingos mis hermanos se turnaban
y se la llevaban a sus casas.
Cuando amanecía,
el ritual se repetía. Nuestra madre acostumbraba a recorrer con sus torpes
dedos, poco a poco, sus cabellos cortos y se miraba con curiosidad el rostro en
el espejo del cuarto de baño: los diminutos ojos marrones se clavaban en el
reflejo que le devolvía la luna, sin apenas comprender lo que había cambiado.
Las huellas del tiempo marcaron su piel y el pelo cano dejaba constancia de las
primaveras sucedidas. Después yo la perfumaba con agua de rosas. Ella
arrastraba los pies enfundados en zapatillas de felpa y cubría su cuerpo con el
batín azul de seda. En la mesa de la cocina, nos esperaba café humeante y
tostadas con aceite. Más tarde, la ayudaba a vestirse.
Aquel sábado,
tras colocar el Nacimiento en una mesa de caoba auxiliar junto al costado
izquierdo de mi sofá tapizado en granate, elegir un álbum de fotografías de uno
de los anaqueles de una de las paredes del salón y extraer de la impresora del
despacho unos folios en blanco, me senté junto a mi madre en el sofá.
En el papel,
apoyada sobre el álbum que reposaba sobre mis rodillas, me dispuse a escribir
la carta al Rey Gaspar. Unas pocas alegrías y sueños no me ocasionarían ningún
mal. Sin embargo, antes de empezar, con tristeza inconmensurable, miré los ojos
de mi madre, vacíos de recuerdos. Se asemejaban al más profundo de los abismos.
La mujer de voz
cálida que me abrigaba con ternura siendo niña se había desvanecido, y los
roles se invertían. Ahora yo la arropaba a ella todas las noches. Comenzó olvidando
cosas tan triviales como si había comido o no; meses después, dejaba el cazo
sobre el fuego encendido con gas butano; y al final, ni reconocía a sus hijos.
Día a día la mente la traicionaba y, como efecto ineludible, su físico
empeoraba. Resultaba muy triste para nosotros. Eso sí, a veces, notábamos que
nos observaba con afecto cuando le acariciábamos la mano o las mejillas. No
podía decir que me hubiera acostumbrado a verla de ese modo. No cesaba de
repetirme que «esto no debería estar pasando».
Con la ridícula
intención de luchar contra su enfermedad, solía hablarle del pasado y del
presente. De las personas a las cuales ella había querido y que seguramente en
algún rincón de su cerebro seguía amando, pero ya no sabía expresarlo. Su mal
avanzaba a grandes zancadas, dando paso a negras nubes. En su cerebro salía el
sol. Sus hijos debíamos ser la luz que la guiara, como la estrella de Belén a
los Magos.
Le enseñé una
foto de mi padre fallecido. Su vaga mirada descubrió un hombre que sonreía, y
con titubeo me preguntó que quién era.
—Es papá
—respondí, con las cejas arqueadas y una punzada de dolor en el pecho.
—¿Papá? —Sin
poderlo evitar, la congoja se apoderó de mí.
—Mamá… —dije, y
opté por callar, sabiendo que la palabra «mamá» había quedado vacía de
contenido para ella.
Entonces, como si fuera capaz de entenderme,
pasé a explicarle quiénes fueron los Reyes Magos. Señalé con el dedo cada
figura del Nacimiento, rodeado de luces y coronado por un ángel y una estrella
plateada.
—Cuentan
que vinieron de Oriente —comencé—, y fueron guiados por la estrella de Belén.
Allí encontraron al Niño Jesús recién nacido y le adoraron, ofreciéndole
Melchor, oro, presente que se le hacía a los reyes; Gaspar, incienso,
reconociendo su naturaleza de Hijo de Dios; y Baltasar, mirra, que se utilizaba
para embalsamar a los muertos, presagio de una segura futura muerte —terminé de
hablar con un suspiro.
Intentaba
acaparar su atención; ella, por su parte, me observaba casi sin pestañear y de
vez en cuando desviaba la vista hacia otro lado. Las horas corrieron más que el
viento y las manecillas del reloj marcaron las dos del mediodía. No pude
escribir mi carta. Juan tocó el timbre, que me sacó de mi burbuja, para
llevarse a mi madre a su casa. Tras despedirlos, retomé el álbum. Encontré
entre las páginas una postal de un cuadro de Velázquez que compré en el Museo
del Prado siendo niña, durante un viaje con el colegio: Adoración de los Magos, pintura al óleo fechada en 1619.
En
el cuadro aparecían, bajo un paisaje crepuscular, los tres Reyes Magos, la
Virgen, el Niño, y san José. Más que Reyes Magos, eran sabios llegados de
Oriente; hasta ellos se postraron ante el Niño. Y pensé en escribir por fin la
ansiada carta, una vez que se desvanecieron mis pensamientos místicos. Cuando
terminé, la eché al buzón más próximo. En el remite puse mi nombre de pila.
Imaginé que los carteros estaban acostumbrados, en esas fechas, a que los niños
llenaran los buzones de cartas.
Transcurrieron
las fiestas de Navidad. El 6 de enero, Día de la Epifanía del Señor o Día de
los Reyes Magos, invité a mis hermanos, cuñadas y sobrinos a comer. Mi salón
amaneció con obsequios envueltos con cariño y lazos dorados.
Todos abrimos
con alegría los regalos que nos dejaron Sus Majestades. Los niños corrían y reían.
Más tarde, comimos asado de cordero al horno con patatas y guarnición de
verduras. Y al final, mientras, unos adultos fregaban platos, otros sacaban
bebida y copas para brindar. Mi madre, sentada frente a la mesa en un cómodo
sillón de reposabrazos, con el batín azul y las zapatillas, echaba un vistazo a
todos lados sumida en su cada vez más frecuente mudez.
Las risas
flotaban en cada rincón de la casa. De postre, agasajé a mis familiares con el típico
roscón. Me afané en cortar las raciones. La primera se la puse a mi madre y
después al resto de los comensales. Acto seguido, ayudé a servir la bebida. Mi
madre mordisqueó el trozo que yo le había dejado en el plato y, con la
algarabía de fondo, le pregunté muy cerca del oído si le gustaba. Fue entonces
cuando giró la cabeza y clavó las pupilas en mí. Una leve sonrisa alzó una
comisura de su boca y me contestó: «Claro, Luisa». Quedé perpleja. Sonó como si
estuviera presente. En el tiempo que dura un parpadeo, retornó de su alejado
mundo en tinieblas. En ese instante no supe si reír o llorar, si callar o
anunciar a los cuatro vientos la bonanza: me había llamado por mi verdadero
nombre.
Sin pensarlo, la
besé en la cabeza. Con los ojos húmedos por la emoción, continué llenando
copas. Pero los ojos me escocían y las lágrimas brotaron sin poderlas contener.
Botella en mano, me acerqué de nuevo y la besé en la frente, al mismo tiempo
que murmuré al aire: «Muchas gracias, Gaspar». No obstante, ella permaneció
mordiendo el roscón que tenía en las manos. Los demás me ojearon extrañados por
las delatoras lágrimas que cubrían mis mejillas, aunque no se percataron de la
maravilla que aconteció, dando a mi corazón nuevos latidos de alegría. No di
ninguna explicación. Pero rememoro las atónitas caras de mis familiares, ajenos
a las palabras pronunciadas por mi madre.
Hoy, años
después de su partida, necesito creer que el atisbo de memoria que afloró en
los labios de ella no fue una mera coincidencia del destino. Es hermoso
recordar mi nombre en su arrulladora voz. Su última caricia. Gaspar me obsequió
con el regalo que le había pedido en aquella carta. Fue el más valioso de toda
mi vida
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