Mientras la
noche extendía su manto negro sobre la cuidad, en una calle apartada, de la
capital de España, don José extendía cuidadosamente unos cartones en el suelo
del portal donde iba a pasar la noche. Se detuvo un momento en su tarea al oír en
la cercanía unos villancicos cantados por unos niños. Esas melodías tan lejanas
a su vida actual pero tan familiares en su memoria, le hicieron recordar que
esa era una noche mágica, la noche de Navidad. Una mueca amarga se dibujó en su
cara, cuando murmuró con ironía, mirando al sitio escogido para tan especial
evento: «Ese será mi portal de Belén».
Se acostó sobre
ese lecho de miseria, la cabeza apoyada sobre el viejo bolso que contenía todas
sus pertenencias, tapado por otro trozo de cartón que le servía de manta y
cerró los ojos con la esperanza de que el sueño se apoderará rápidamente de él
y le alejará de la triste realidad.
Aunque
llevaba ya unos cuantos meses viviendo
en el pozo más profundo de la sociedad, le costaba todavía entender cómo él
había podido llegar ahí. Su vida de empresario acomodado se había quedado muy atrás, mientras bajaba despacito escalón
a escalón la escala social. Solía comentar a los pocos que le escuchaban,
principalmente vagabundos, compañeros de bancos y parques, que por fin había
encontrado la estabilidad al haber tocado fondo, ya que nada más le podía
afectar.
Cuando poco a
poco el cansancio le hizo perder la noción de lo que le rodeaba, oyó cerca el
ronroneo del motor de un vehículo que se había parado al borde de la acera.
Abrió un ojo sin moverse y distinguió una furgoneta blanca de la cual se bajó
una persona que se iba acercando.
No podía
distinguir sino una silueta que se desplazaba en su dirección, iluminada por detrás por los faros del
vehículo que se habían quedado encendidos. Avanzaba, tal una sombra rodeada de
un halo de luz, el pelo centelleando. Cuando llegó ya cerca, se inclinó.
─¡Hola,
don Pedro! Sabía que le encontraría aquí. Ese es su sitio preferido.
─¡Ah,
eres tú! –Respondió el anciano al reconocer al joven– Pues sí, aquí no se nota
la brisa. ¿Pero qué haces tú aquí a esta hora? Deberías estar celebrando la
navidad con tu familia.
─¿Qué
le parece una sopita caliente? –sugirió el joven, ignorando la pregunta. Vestía
un polo blanco con una cruz roja dibujada en el pecho.
El estómago vacío
del viejo gruñó de entusiasmo.
Sin duda le
vendría bien. Conocía a ese chico, Hugo,
el voluntario de la Cruz Roja que se había preocupado ya varias veces por él y
le había propuesto llevarlo a algún albergue. Don José se había negado. «Por
dignidad» había argumentado.
Cuando se marchó
el vehículo, el anciano siguió bebiendo muy despacio el líquido caliente para
prolongar las buenas sensaciones.
─¡Feliz
navidad, don José! Quizás vuelva a pasar a verlo más tarde cuando termine mi
ronda. –le había gritado el joven al alejarse.
Unas lágrimas
bajaron lentamente sobre las mejillas del anciano, mientras recordaba los
regalos que había recibido en su vida, algunos de mucho valor económico en sus
tiempos de empresario, pero ninguno había llegado a emocionarle como este. Esa
sopa que le recalentaba el cuerpo y el corazón simbolizaba el verdadero
espíritu de la navidad. Amor y solidaridad.
Ya no esperaba
nada de la vida. La edad y el cansancio se apoderaban cada día más de él. Había
hecho todo lo que le tocaba hacer en ese mundo, solo deseaba irse en paz, sin
rencor, la vida no le había tratado tan mal a pesar de todo.
Sin duda, la
sopa le había hecho bien al cuerpo e incluso al alma. Se sentía a gusto,
abrigado por los trozos de cartón que le tapaban, el suelo le parecía de
repente menos duro. El sueño se apoderaba poco a poco de él.
Un ruido en la
cercanía le hizo abrir un ojo, y después el otro. Se repetía la misma escena de
antes. Tenía que haber pasado cierto tiempo dormido porque de nuevo le apareció
la silueta de Hugo en un halo de luz.
Estaba a punto
de preguntarle por qué había vuelto tan pronto cuando, para su gran sorpresa,
sonó otra voz, más ronca, más madura que la del joven.
─ ¿Qué
tal, Josito. No te habrás olvidado de mí?
Abrió los ojos
aún más, mirando a esa silueta, de pie, tan grande frente a él que permanecía
echado en el suelo. Forzó lo que le quedaba de visión para detectar de quién se
trataba. «Josito»… Ese nombre… Nadie le había llamado así desde que se había
marchado del pueblo.
El personaje se
inclinó y José pudo verlo, por fin. Un hombre mayor, la mirada seria pero
bondadosa, los labios estirados en una sonrisa burlona que parecía decir, «sí
soy yo, aunque no te lo creas».
José lo miraba
dudando, no podía ser… En la lejanía, los cantos de navidad parecían haber
subido de tono y llegaban con más nitidez a sus oídos. La ropa del extraño pertenecía a otra época,
llena de brillo y de oro como en los cuentos de hadas, pantalón bombacho, blusa
de seda con un chaleco bordado de hilos de oro. Encima, un largo abrigo
salpicado de brillos le llegaba hasta los pies. A José, esas vestimentas le
resultaban familiares. Él también las había llevado. No tan lujosas pero
iguales.
Las emociones y
dudas chocaban en su mente, su corazón se aceleró. Sacó una mano de debajo de su manta de cartón, extendió el brazo para
tocarle y comprobar que no estaba soñando. Este la cogió entre las suyas. En varios
de sus dedos cintilaban anillos. El contacto con su piel le produjo el mismo
efecto de calor y bienestar que la sopa cuando había bajado hacia su estómago.
Se relajó y se dejó llevar.
─¿Sabes
quién soy? –preguntó con la misma voz ronca, pero con tanta suavidad que el
anciano no se pudo resistir. Asintió con la cabeza. Nada tenía sentido, pero
qué le importaba.
─Usted
es el rey Gaspar. –murmuró con la timidez que le había caracterizado de niño,
cuando era Josecito, a quien los chicos del pueblo llamaban rojito o zanahoria
por ser pelirrojo. Se burlaban de él por ser diferente hasta que, un invierno,
el cura don Benito los reunió a todos para elegir quiénes iban a hacer de reyes
magos para la función de la parroquia. «José va a ser Gaspar –sentenció–,
porque es el único que tiene la ventaja de tener el pelo como Gaspar». Vio la
envidia en los ojos de sus compañeros y entendió entonces que ser diferente le
hacía especial. A partir de ese momento, cada año, en el colegio como en la
parroquia, le tocó vestirse de rey Gaspar.
Se tomó esa
tarea muy en serio hasta el punto de tenerle un cariño especial que le había
seguido a lo largo de toda su vida. A Gaspar le debía la confianza en sí mismo
que le había ayudado a afrontar la vida con honradez.
─Sí,
José, soy el rey Gaspar –respondió su interlocutor–. He venido a buscarte.
─¿A
mí, por qué? –preguntó el anciano incrédulo.
─Nosotros
–respondió el rey mientras apoyaba su mano sobre el hombro de José que ya se
había sentado–, los reyes, tenemos el privilegio de poder acompañar, a quien se
lo ha merecido, en el último largo viaje hacia la luz. Ya ha llegado el
momento, José.
Gaspar se puso
de pie.
─Puedes
elegir. Quedarte aquí en la tierra más tiempo o venir conmigo, allá arriba.
–con esas últimas palabras levantó la mano y apuntó con un dedo al cielo negro
donde brillaban con un intensidad inhabitual millones de estrellas.
El viejo José
sonrió viendo tanta belleza y respondió con una gran sonrisa y entusiasmo.
─Con
Usted, claro, aquí ya no tengo nada que hacer.
Pero algo le inquietó
y preguntó.
─Pero
hoy es navidad… Usted no debería estar aquí… Es... Es muy pronto. –Balbuceó
José
El rey Gaspar
explotó en una gran carcajada y añadió:
─Pues,
tienes razón. Ahora vine solo a buscarte. Tenemos un camino largo por delante.
Cuando tú llegues allá –se volvió a mirar hacia el firmamento y se quedó unos
segundos en silencio disfrutando de la vista de esa espectacular inmensidad
negra pintada de brillos– yo regresaré aquí a la tierra con Melchor y Baltasar
a traer los regalos para los niños y cumplir mi tarea.
Apoyó de nuevo
su mano sobre el hombro de José y añadió:
─¿Vamos?
José se levantó
sin apenas tocar el suelo, ya no le dolía nada, se sentía ligero como el aire,
los cánticos sonaban ahora con claridad en sus oídos, y cuando Gaspar se elevó
del suelo, notó cómo le seguía, volando, el alma llena de gozo.
Más tarde, esa
noche, el furgón de la Cruz Roja se volvió a parar en el mismo sitio. Hugo se
bajó y encontró, en el mismo lugar donde le había dejado una hora antes, el
cuerpo sin vida de José. No se había movido, nada había cambiado, pero su cara
reflejaba una gran paz, una sonrisa de gozo y felicidad le iluminaba.
«Fue muy extraño
–contó más tarde el joven voluntario de la Cruz roja–. Parecía haber
rejuvenecido».
Pascal Buniet. Saint Pol sur Mer
(Francia), 1952. Licenciado en filología inglesa, universidad de Lille, Francia.
Residente
en Tenerife desde 1979.
Autor
de la novela: Lágrimas en el mar,
editorial Alhulia, 2009. Fue publicada también en Francia, 2014, la traducción
con el título: Des larmes d’espoir.
Edilivre
Autor
de la novela: La verdadera historia de
Gloria T., M.A.R. Editor. 2015
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