Revista de creación literaria en busca de creadores del mundo

lunes, 9 de octubre de 2017

Una dama y una niña, de Dea Coirolo



Trascurría el año 1952 y la niña había acabado de cumplir 7 años; era delgada, de rostro oval, con grandes ojos tristes  y melena lacia de color castaño. Leía todo lo que estaba al alcance de sus ojos, y esto incluía libros, y carteles de propaganda en la calle que seguía con la mirada desde el ómnibus. De fértil imaginación, curiosa e inteligente, se interesaba por todo lo que encontraba: un insecto, una flor, una historia, un hecho, y por las personas con las que tenía contacto y sus diversas maneras de reaccionar frente a sucesos de la vida diaria. Observadora, registraba todo lo nuevo y quedaba encantaba con sus descubrimientos. Su nombre, Delfina. 
El 24 de Diciembre su madrina de bautismo, con quien tenía una profunda relación de amor y cuidado, la invitó a conocer  una dama muy anciana, dueña de una casona antigua y misteriosa A pesar de que la señora tuvo hijos, pasaba muchas horas sin compañía. La familia tenía poco tiempo para convivir con ella, tanto sus hijos, como sus nietos. Era una abuela solitaria, que tenía poco tiempo para convivir con niños.  Su madrina dijo:
—Delfina, ella es una dama muy viejecita y un tanto extraña, no tengas miedo de lo que veas, quédate quieta y no converses mucho. La casa es grande. No toques  nada—; la niña asintió con un gesto, pero en sus pensamientos decidió inmediatamente que ver no es tocar, y que entonces  vería todo lo que una casa como esta habría de ofrecerle. Después de un interesante viaje de ómnibus,  llegaron frente a una casa señorial, de dos pisos, con una cerca verde de Gratéus llenos de frutitas rojas, por detrás de una reja colonial. Delfina dejó correr suelta su imaginación y ya se veía entrando en un castillo de cuentos de hadas y de brujas. Llamaron a la puerta y vino a abrir una  «jorobadita» desdentada, con una verruga enorme al lado de una insólita nariz redonda, de uniforme negro y delantal blanco. Era la mucama, y apenas si abrió la boca para decir:
—Buen día Doña Daisy. Pase y espere aquí que voy a comunicar que llegó —e inmediatamente las guió a través de un enorme zaguán, al cual daba una puerta de cada lado; altísimas, asustadoras, con dibujos estampados en los propios  vidrios. Delfina no perdía un detalle. A la jorobadita  la imaginó ¡una duende!  Pasando el zaguán entraron en una gran sala, de cielo raso muy alto, y Delfina se quedó muda cuando vio, del lado izquierdo, una enorme escalera de balaustrada brillante, de barrotes entallados, que se perdía en las alturas...
—Madrina, esto es un castillo como el de la bella durmiente!
 —Más o menos Delfina, aquí uno puede imaginarse cualquier cuento. Cuando acompaño a esta Sra. y me quedo a dormir aquí, me da un poco de miedo ir de un lado a otro por la noche. Es muy grande y se escuchan barullos indefinidos.
Retornando, la  «jorobadita duende» dijo:
—Puede subir Doña Daisy.  La niña que espere aquí.
Delfina miró a su madrina temerosa, pero ella tranquilizándola, con un gesto le mostró la derecha de la sala, y como sabía de los intereses de su ahijada, agregó:
—Recorre esta sala, hay cosas interesantes para ver, pero no debes tocar  nada. Después te explico lo que desees saber. Espérame que  venga a buscarte  no bien Doña Ema me lo permita.
Cuando su madrina subió la escalera,  la mucama dio una sonrisa tuerta y se alejó por un pequeño corredor debajo del arco de escalones. Delfina se quedó solita y un tanto recelosa. Las piernas le temblaban, no sabía si de miedo o de inquietud. Decidió sentarse (sentarse no es tocar...) Una silla terrible, de madera oscura, tallada en arabescos y pequeños... ¿monstruitos? Su imaginación la hizo ver un sillón misterioso, que podía tragarse quien se sentaba. Prefirió quedarse de pie...
—¿Qué es aquello tan bonito? Y en cuanto se preguntaba estaba yendo hacia un pedestal «embrujado» donde animales y seres infernales le observaban desde sus figuras esculpidas. Delfina, con temor, pensó en el castillo de una bruja mala! —Me quiero ir... Pero su curiosidad podía más que todo. Encima del pedestal lucia un florero enorme, —para flores gigantes y carnívoras— se dijo. Tal vez por ese motivo es tan bello, para atraer víctimas. Como estaba sin flores se acercó a verlo de cerca. Tenía una base ovalada y un cuello largo, cilíndrico. Era de vidrio color de rosa, jaspeado, y estaba decorado con figuras de árboles de color negro en relieve. No se cansaba de mirarlo, hasta que no resistió, y desobedeciendo, pasó un dedito, levemente sobre su superficie. Al tacto era áspero como arena fina, a la vista, translúcido y opaco al mismo tiempo.
—¡Qué bello! Los árboles, volutas y flores son en relieve, negros, y muy lisos! ¿Como hicieron esto? Y para su sorpresa sus hojas comenzaron a crecer con movimiento y las corolas de las flores se abrían lentamente. Asustada dio vueltas alrededor y percibió unas letritas en relieve que decían «Gallé». Podía ser un florero para plantas carnívoras pero su belleza la fascinó, sobre todo porque siendo translucido al mismo tiempo tenía cierta opacidad. Cuando ya el objeto no le interesó tanto, las flores y hojas volvieron a su lugar de origen como respondiendo directamente a su atención. Así es que, dirigió su mirada a un enorme gramófono. Nunca había observado uno de cerca pero los conocía de verlos en «El tesoro de la juventud», la famosa colección de libros de inicios del siglo XX. Encantada con ver «un aparato que toca música», fue en puntitas de pie hasta el mueble rectangular que sustentaba  una enorme flor de metal dorado, por donde surgían los sonidos! Una voz seca dijo a sus espaldas:
—Es una vitrola mágica, habla y canta! ¿Quieres escuchar?
Delfina se viro lentamente  y casi cae de susto cuando ve…  —¿Una «bruja»?
Una mujer alta, muy delgada, de cabello canoso despeinado, de gruesas lentes que hacían sus ojos pequeños, nariz aguileña y una boca de labios finos, en un rostro casi sin expresión, que parecía una esfinge. 
¡Esta es una bruja, como la de la manzana envenenada!, pensó.
Mirándola seriamente la mujer dijo:
—¿Pregunté si quieres escuchar? Pero te aviso que a algunos niños muy traviesos les crecen las orejas cuando oyen los villancicos de Navidad. Como esta noche es Noche Buena, y ahora es de mañana, tal vez su música no cause este fenómeno. No a todos, la vitrola hace el mismo efecto. Algunos relatan que ven y oyen seres extraños…
Delfina estaba atónita  y aterrorizada:  —¿Quien es esta mujer?  Yo quiero mi madrinaaaa!!  —pensaba. Pero su curiosidad era muy grande y  no resistiendo respondió bajito:
—Quiero escuchar sí. Nunca oí un aparato de música.
La mujer abrió un cajoncito del mueble y sacó unos discos  negros. Delfina observaba todo con ojos atentos. —¿Será que me crecerán las orejas? No puede ser. Soy traviesa, pero no tanto! ¿Será que esta bruja es buena o será que es mala? Voy a escuchar.  Como dice papá, «quien no arriesga no gana». Así vio cuando la mujer colocaba el disco y accionaba una manivela lateral cada vez más rápido... Y se hizo el milagro! Una voz cantaba un villancico que hablaba de mazapán y burrito orejudo y navidad! A medida que escuchaba, el ambiente oscuro y hostil de aquella casa embrujada, se fue transformando en un jardín bonito, con haditas de alas sobrevolando, y un carrito lleno de mazapán, pasas y dulces secos, tirado por un burrito que dirigía un pequeño duende con ropas coloridas! Y ella era una niña que le saludaba desde el borde del camino con la mano en alto.
—Feliz Navidad, cantaban las voces... Delfina no sabía bien si soñaba o imaginaba, pero todo lo que sucedía le daba una idea de magia, medio real, medio fantasmal… Cuando la música terminó se acabó el encantamiento y estaba sola otra vez en aquella enorme sala misteriosa.
—¿Dormí? ¿Soñé? ¿Fui encantada? Se preguntó.
Mirando a su vuelta vio un piano de cola, bello, negro, reluciente, cubierto con un mantón de Manila bordado de claveles rojos.  Sin percibir cómo se encontraba ahora en una Plaza de Toros, donde un niño torero le cantaba una melodía conocida, que ya había oído a su madre cantar...«Pisa morena / pisa con garbo / que un relicario que un relicario te voy a hacer / con un trocito / de mi capote /que haya pisado que haya pisado / tan lindo pie.» ¡Cuánta gente, cuántos mantones y peinetas, cuántos claveles! Delfina nunca había estado en España, pero había leído, mucho y esa exótica cultura la fascinaba. Ahora estaba allí, en una plaza de Toros de Madrid! Arrobada, se veía a sí misma y al torerito de traje bordado en lentejuelas lanzándole un clavel.
—Delfina! Delfina, estás tonta? Te dije que me esperaras en la entrada y que haces aquí  al lado de este piano? ¿De dónde sacaste ese clavel? Escuchó a su madrina decir. Y antes de  que respondiera, la  «jorobadita» entró y hablo:
—La niña se ha comportado bien. Doña Julia la hizo escuchar la vitrola y le dio ese clavel. No rezongue, hoy es Navidad y muchos sortilegios pueden suceder. 
Desde este minuto y para siempre, Delfina amó a la mujercita deformada de la que ni sabía el nombre.
—A propósito niña, me llamo Morgana —dijo la vieja mucama y Delfina se asombró de que ella hubiera adivinado su pensamiento. Acompañándolas hasta el pie de la escalera agregó: —Llévela a ver a Doña Ema, creo que se van a entender.
¡Al fin! Había venido a esta casa  a conocer una vieja abuela y en vez de eso, participara  de un mundo encantado: comió mazapán: vibró con un torero que  le dio un clavel que estaba en su mano, escuchó villancicos y observó movimientos misteriosos en un florero muy extraño. 
Subieron aquella enorme escalera y llegaron a una habitación muy iluminada por el sol, que entraba a través de ventanales de vidrio y de una puerta abierta hacia una terraza, donde se veían geranios florecidos en grandes macetones de pie. Al medio de la habitación, en un sillón de hamaca rodeada de almohadones, estaba una señora de espaldas, de cabellos muy blancos y largos, extendidos sobre una toalla que le cubría los hombros. Su mano blanca y fina sostenía un cepillo de pelo, de brillante plata, que esta «viejecita» pasaba en su cabello.
 —No se canse Doña Ema, ahora yo le seco el pelo y la peino —dijo la madrina tomando el cepillo y pasándolo suavemente en el cabello finito y plateado de la dama, de la cuál  Delfina aún no había visto el rostro. Ya estaba imaginando una abuela hada.
—Doña Ema, le traje mi sobrina y ahijada para que la conozca. ¿Quiere verla? —oyó decir a su madrina. Y una voz muy antigua, clara y suave dijo:
—Sí quiero, tráemela.
Tomándola del codo, la madrina la trajo al frente de la anciana, que extendió sus manos, (tan frágiles y arrugaditas!!) y le tocó el rostro, los ojos, la nariz, la boca...—(¿Qué hace? ¿No me ve?) Inmediatamente después de  su pensamiento escuchó a Doña Ema decir: 
—Casi no veo, he perdido la vista, soy revieja, ¿sabes niña? Por este motivo el tocarte me ayuda a saber cómo eres.  
—Yo sé que los ciegos usan el tacto. Tengo una tía ciega, hermana de papá, que hace lo mismo. Puede tocarme. 
Doña Ema era una viejecita de piel suave, transparente, con pequeñas venitas azuladas,  cruzando su rostro, muy bonito. Usaba lentes para miopes, un rebozo tejido de lana le abrigaba los hombros y unas caravanas doradas le adornaban las pequeñas orejas. Su cara oval, diminuta, enmarcada por aquel cabello suelto, la hacía parecer un ser fantasmagórico, deslumbrante y Delfina pensó: —Esta casa es el castillo de las hadas y las brujas. Esta señora está más para reina de las hadas, y aquella de abajo, más para bruja...
Cuando su madrina terminó de secar el cabello de la dama cepillándolo al sol, hizo una trenza, la envolvió sobre sí misma y haciendo círculos concéntricos los prendió en un coque perfecto, con unos prendedores que tenían una perlita en la punta. Todo lo que emanaba de aquella figura conmovedora era luz, bondad, amor. Su madrina agregó:
—Vas a quedarte unos momentos a solas con Doña Ema, porque tengo que resolver unos problemitas de la casa. Vuelvo cuando termine.
Delfina se quedó allí en pie, hasta que la anciana dijo:
—¿Quieres salir a la terraza? Ve y tráeme  un geranio para sentir su perfume.
Así lo hizo y Doña Ema aspiró la suave esencia. Después apretó los pétalos entre los dedos, que se mancharon de rojo y expresó:
—Este jugo que sale, es el alma de la flor. Impregna mis dedos y me presta sus poderes mágicos. Las plantas son vivas y quien las ama y las respeta tiene mucho para aprender con ellas. Pero ahora vamos a lo que interesa. Hoy es día de Navidad y los niños reciben regalos. Papá Noel llega en trineo y seguramente en esta casa irá a dejar algo para ti. —En este momento Delfina recordó a su abuela Silvina, diciendo algo semejante cuando adornaba el árbol de Navidad que su abuelo había colocado en uno de los extremos  del comedor. La niña amaba sus abuelos, figuras importantes que ocupaban un lugar único en su vida y que siempre participaban de las fiestas navideñas. Viajaban en tren desde Rio Branco a Montevideo durante 10 horas, cargados con muñecas de paño fabricadas por la abuela, que alegraban a sus nietas, y con libros de cuentos que su abuelo compraba para ellas, exaltándoles la imaginación. Se le ocurrió que Doña Ema tal vez fuera la abuela de las hadas y que un día traería a su abuelita Silvina para conocerla…
—Debemos cuidar de los renos que tiran del trineo, que tengan agua y comida —continuó Doña Ema. Delfina nunca había oído decir que se colocaban alimentos para renos y su ensueño la trasladó a un campo nevado donde renos pacían en libertad.
—¿No sabes qué renos vuelan y traen el trineo de Papá Noel?
—Parece  que esta dama lee mi pensamiento… Y un poco inquieta respondió:
—Es que yo nunca los vi, señora.
—Pues sal al balcón  y mira a tu izquierda y al fondo.
Incrédula, dio unos pasitos lentos y salió al sol, que dándole en los ojos la encandiló. A través del brillo y de la luz apareció una imagen un tanto nebulosa. Unos renos pastaban  en un enorme campo suspenso de flores blancas. ¡Racimos que crecían hacia arriba! Y que luego se curvaban con largas cadenas de flores perfumadas, que los renos masticaban con placer. Un perfume denso y delicioso le excitó el olfato y Delfina, cerrando los ojos, inmóvil, aspiró varias veces, disfrutando de aquel momento único de luz y fragancias. No sabía si soñaba despierta o si estaba en una realidad paralela a la de su existencia diaria. Perdida en sensaciones placenteras y desconocidas, despertó de pronto del transe, cuando oyó a su madrina decir al mismo tiempo que ingresaba al grande balcón y le colocaba cariñosamente una mano en el hombro:
—Ah!... Delfina. ¿Estás viendo las bellas pérgolas donde enraman y florecen la blancas y aromáticas glicinas?
Iba a contestarle —No! Solo veo renos en campos de flores...—cuando por detrás del brazo de su madrina, encontró la mirada expectante de la anciana y en un vuelo rápido de pensamientos presintió que era un secreto que Doña Ema había compartido con ella, así dijo apenas: 
—Vi  las flores...No sabía que se llamaban glicinas.
 —Estas no son comunes, son blancas, misteriosas y parecen nubes olorosas.  Las más conocidas  son lilas, magentas, rosáceas —oyó decir con voz suavecita a la anciana dama.
¡Delfina había visto y oído voces, había sentido perfumes y participado de escenas inimaginables! Se encontraba en un estado de delicioso asombro cuando llegó la «jorobadita» cargando una grande bandeja con bordes de mimbre trenzado que depositó frente a Doña Ema, en un soporte semejante a un caballete.
—Las invito a tomar un tecito. ¿Aceptan? Delfina miró a su madrina porque en definitiva era ella quien debía aceptar, y la oyó decir:
—Yo le agradezco. No deseo el té.  Delfina puede quedarse un poco más con Ud. y compartirlo. —Ah...Qué maravilla, pensó Delfina. ¡Lo que más quería era quedarse a solas con esa vieja hada! Los milagros se manifestaban siempre que su madrina no se encontraba presente!
—Siéntate en ese banquito de muérdagos, y vamos a tomar el té, dijo Doña Ema. Trajo el banco a que se refería su anfitriona de uno de los rincones de la habitación. Cuadrado, alto, mullido y forrado en brocado estampado con muérdagos navideños. ¡Una belleza! Se sentó de otro lado de la mesa— bandeja. En un mantelito bordado inmaculado, dos tacitas de porcelana en forma de flor, sobre un platito semejante a una hoja y una cucharita, también de porcelana, haciendo juego. Delfina nunca había visto algo tan bello y delicado.
Casi ciega, parecía que Doña Ema sabía de memoria el lugar de cada objeto. Tomó en su mano el alza de una tetera de brillante metal y derramó el té hasta que completó una media tacita. Después agregó leche de una pequeña lechera, diciendo: —Una nube de leche sobre el té negro, lo hace más agradable.
Delfina nunca había oído, «una nube de leche» y observando la superficie del té mezclándose con la leche, vio las nubes en formación y concluyó de que estaba, sí, en un mundo encantado, que esa noche era Navidad, que en aquella casa todo podía suceder, y que ella iba a aprovechar al máximo de ese momento mágico, porque tal vez, nunca más se habría de repetir. Perdida en sus divagaciones estaba cuando Doña Ema habló:
—Tienes que lavarte bien las manos antes de comer. Ve al baño. Está allí a la izquierda del corredor.  No abras una caja verde que está sobre la mesada de mármol. Lávate las manos y vuelve.
Delfina entró en el toilette y se quedó en pie observando lo que nunca había visto. Las cerámicas que cubrían las paredes eran color verde pastel  muy suave. Relieves esmaltados subían por las paredes, como trepadoras, con hojitas y flores coloridas! Era tanta la belleza del ambiente, iluminado por una claraboya ubicada en el techo, que por unos momentos se quedó inmóvil. La pileta de gruesa  porcelana  era una campánula, una flor lila que parecía tener rostro y sonrisa. En la mesada, una jarra decorada igual a la pileta y una jabonera donde se apoyaba lo que parecía un canario, pero que con certeza era un jabón. Tomó el pajarito entre las manos, abrió un grifo dorado y se jabonó. ¡Qué delicia! El agua estaba tibia y el perfume almizcleño del jaboncito se difundía  en el aire. En un toallero de pie, una toallita bordada con campanitas, copos de nieve, medias coloridas y otros motivos navideños esperaba para ser usada. Un enorme espejo ovalado le permitía ver su imagen. Y entonces… vio la caja verde! Una caja forrada en tela, con un gnomo bordado en la tapa.
—¿Por qué motivo no podía tocarla? ¿Qué mal haría el ver lo que contenía? Su madrina dijo no toques nada, pero ella no estaba allí. Doña Ema dijo —no la abras— pero ella desde allá de la salita, no veía... Pudo más la curiosidad. Delfina no escuchó la voz de su conciencia que repetía, «no toques, no abras»  y con un gesto decidido abrió un brochecito que la cerraba y miró dentro. Ni bien la tapa se abrió, el gnomo tomó vida y movimiento, su trajecito bordado desapareció y se transformó en una piel negra y reseca. Un duende feo, grotesco, con grandes ojos rojos luminosos, unas orejas enormes, puntiagudas, una nariz aquilina con verrugas, una boca de dientes afilados, alas de murciélago y una voz estridente que  le dijo:
—¡Hola linda! Eres desobediente y ahora quien se divierte soy yo! Sabía que no ibas a resistir! Ve lo que sucede!
Y haciendo unos gestos extraños, fue oscureciendo el ambiente; parecía que nubes grises de tormenta cubrían la claraboya y a la vez, las plantas que subían por las paredes se hacían reales, crecían, desenvolvían grandes hojas verde oscuras, perdían sus flores y transformaban el baño en una jaula viva! Aterrorizada, Delfina quería gritar, pero los ojos rojos del duende danzarín no dejaban de clavarse en los suyos y su poder era tan dominante, que no conseguía emitir un sonido a pesar del pavor que tomaba cuenta de su mente y cuerpo. Solo podía pensar y dijo a sí misma: —¿Porqué fui desobediente? ¡No debía! ¿Y ahora? ¡Estoy muda! Ah... Me arrepiento! Siento mucho!  Mi curiosidad a veces es un regalo y a veces una maldición! Apretando los ojos y cerrando las manos agregó —Si puedo volver atrás nunca más haré lo que no debo!
De inmediato el aire opresivo fue mudando, rápidamente las enredaderas volvieron a ser relieves de cerámica y el negro duende volvió a su forma y ropas coloridas, se sentó sobre la tapa que se cerró con un clack!, y en ese momento el baño recuperó su aspecto original. Delfina salió temblando, pálida y regresando a la salita tomó asiento frente a Doña Ema, que se dirigió a ella con voz firme:
—¿Qué tienes? ¿Estás sudorosa?  ¿Pálida? ¿Qué sucede? 
La niña no respondió de inmediato porque una duda terrible la incomodaba: —Si digo que desobedecí, quién sabe el castigo que me dará. Si digo que nada, estoy mintiendo. Por lo visto ella sabe de todo! Mejor decir la verdad. —Siento mucho Doña Ema, no le obedecí y abrí la caja verde. Tuve miedo. Mucho miedo! Me arrepentí de ser tan curiosa. Puede enojarse conmigo. Perdóneme. Callando, lágrimas corrían por su rostro enrojecido de vergüenza.
—Pues bien, has aprendido una lección. En esta casa y en todos los que habitamos en ella conviven el bien y el mal. Nadie es totalmente bueno o totalmente malo, pero dependiendo  de las circunstancias, aflora más uno que otro. Tenemos poder para decidir qué camino tomar. Haz siempre lo que te parece cierto y no te asombrará el mal. EL MAL PUEDE SER TERRIBLE Y ATRAPARTE PARA SIEMPRE...
A Delfina le pareció que cuando la Sra. mudó el tono de voz por uno más fuerte y gutural, un tono azul marino iba tomando cuenta de la ropa y la piel, y que los ojos eran dos estrellas azules luminosas... Fueron apenas segundos que bastaran para fijar en su mente aquella imagen azul y sus palabras. De inmediato todo volvió a lo normal y Doña Ema le ofreció un azucarero con cubitos de azúcar, que tenía una pequeña pinza dorada para servirse. —Azúcar en cubos! Ella sólo conocía azúcar en polvo!
En la bandeja había un soporte para tres platos, que disminuían de tamaño, siendo el inferior el mayor, con masitas deliciosas, de crema, chocolate, cerezas, con caritas de Papá Noel, estrellas, y algunos dulces semejaban pequeños paquetitos de regalos! En el del medio, sándwiches de jamón y queso, y en el superior frutas secas, todas de tamaño igual y que no excedía los dos centímetros. Una frutita, un bocado. Higos, peras, duraznos, naranjas, acaramelados. Nueces peladas, almendras crocantes y avellanas! Delfina no salía de su asombro. Nunca había tomado un té como aquel. En otro platito, mazapán y turrón duro, adornado con hojitas y frutitas rojas que siendo de azúcar, parecían de cristal! La niña no sabía de qué servirse en primer lugar e indecisa, su mirada iba de un a otro bocado.
—Sírvete en primer lugar, los sándwiches, salados y después come el dulce que desees!
—Gracias, Doña Ema, todo estará delicioso ciertamente. Y así diciendo perdió la timidez y devoró con placer aquellas confituras. Poco tiempo después, en cuanto disolvía un mazapán en la boca, escuchó a la dama decir:
—Toma un platito, coloca frutitas secas y deja en el balcón. Esta noche los renos han de alimentarse. Así lo hizo, depositando el plato en el borde del gran macetero de geranios. En ese momento volvió su madrina y anunció que la visita terminara. Doña Ema se dirigió a Delfina y le solicitó que le alcanzase una caja de costura, en la que ella tenía material de bordado!  
—¿Cómo puede bordar si no ve?
—Veo con el tacto Delfina, estoy bordando lentejuelas, galones, y vidrillos en un vestido de muñecas! —Este vestido es mágico… Él encuentra la muñeca para el que fue hecho y se adapta.  Delfina quería ver el vestido: —Me muestra?
— Puedes mirar!
Ah...¡qué belleza! Era un vestido de dama antigua, de satén rojo, con dos sobrefaldas de terciopelo negro, bordeadas de galones dorados, flores y arabescos. Delicado, impresionante y bonito. Sólo podía imaginar que la muñeca que lo vestiría, habría de ser de una princesa!
—EN ESTA CASA TODO ES POSIBLE,  y te hago  una recomendación final. En la sala inferior hay un gran trinchante que tiene gárgolas sentadas en las esquinas superiores. Nunca lo abras, ni las mires a los ojos! Son maléficas y se divierten con niños arteros!
Su madrina y ella se despidieron con un beso de Doña Ema, la que tomándola de  las manos le habló por última vez: —Delfina, hoy es Nochebuena y espero que recibas lindos regalos, pero nunca te olvides de lo que viste y oíste hoy. Escucha tu vocecita interna, ella no se equivoca! —Y cerrando los ojos se recostó en los almohadones y pareció dormir. 
Daisy y Delfina, bajaron la escalera y entraron en la sala. Ella dirigió su mirada al trinchante de las gárgolas. Le pareció que un ala de la moldura se abría lentamente, como la de murciélago negro y que un ojo rojo le hacía un guiño. Un temblor le recorrió el cuerpo y aceleró el paso para alejarse de aquellas terribles y pavorosas figuras.
Esa Nochebuena esperó por los regalos. Colocó un platito con frutas en el patio. Quería ver si los renos llegaban a comer. Pero el sueño, el cansancio y las vivencias de la tarde la dejaron agotada y se durmió abrazada a su vieja muñequita, que parecía un bebé, vestidita con pelele y batita azul. Por la mañana, muy temprano despertó. —¡Qué sorpresa maravillosa!! Su muñeca lucía el bello vestido de dama antigua de satén rojo que viera bordando a doña Ema y en la cabeza tenía una peluquita blanca de rizos de algodón. Levantó los ojos y encontró la dulce mirada de su abuela Silvina que la observada desde atrás del árbol de Navidad y que le guiñó un ojo con complicidad.
 —¿Será que mi abuela también es maga? La emoción y el amor que sentía por su abuela se conjugaron con la emoción y el amor que doña Ema le había dedicado esa Navidad.
Nunca más tuvo una Navidad igual a esta, plena de magia,  belleza y aventuras…    
¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado!

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