Mi entrañable abuela Rosa era una
típica anciana de su época. Cubría su cabeza con un pañuelo negro de seda,
pañuelo que le resbalaba hacia atrás cada vez que realizaba un enérgico
movimiento de cabeza, dejando entonces al descubierto su dócil, lacio, fino
cabello níveo. ¡Qué cabello tan bonito tenía mi abuela Rosa!
Mi entrañable abuela Rosa vestía
siempre de oscuro. Era lo habitual en muchas mujeres mayores llevar continuado
luto por los seres queridos muertos, que todas las personas que alcanzan una
edad avanzada tienen.
Vestidos, mi abuela poseía tres:
dos eran quita y pon para diario (llevaba uno mientras, lavado, esperaba a que
se secara el otro) y un tercero para ir a misa los domingos. Vestidos que la
cubrían desde el cuello a los tobillos y emitían un gracioso frufrú apagado
cuando, por alguna razón ella aceleraba el paso.
Calzado para sus pies de uñas
gruesas (que yo le cortaba con unas tijeras cada cierto tiempo pues a ella le
dolía la espalda al permanecer agachada) y a menudo la espalda le dolía sin más
razón aparente que la de que «el Señor ponía a prueba su santa paciencia y
aguante al sufrimiento».
Calzado para sus viejos pies
tenía unas zapatillas de felpa y unos zapatitos bajos, de no sé qué tela
gruesa, éstos para ir a la iglesia.
Poseía unos pies muy pequeños, y
bonitos según ella y según le había dicho montones de veces su marido, mi
entrañable abuelo Silvino. Yo no entendía entonces nada sobre pies (y sigo
igual), así que si mi abuela decía que eran bonitos, y lo mismo había dicho su
llorado marido, a mí no me asistía razón alguna para opinar lo contrario.
Al igual que la gran mayoría de
las personas de esa época, mi abuela era creyente (toda la gente que pasaba
penurias económica y enfermedades ponía su esperanza en que la religión les
ayudase a sobrevivir en la miseria y en la desgracia, mientras que entre los
ricos era tradición practicar la fe cristiana, por lo menos de cara a la
galería luciendo sus mejores galas en iglesias donde algunos tenían reservados
asientos de honor con cómodos y lujosos cojines en los primeros bancos de los
recintos sagrados).
Mi abuela Rosa nunca se acostaba
sin antes haberle pedido a Dios salud, primero para su familia, a continuación
para todas las personas que conocía y les tenía afecto y al final la pedía para
el resto de criaturas del mundo entero.
Mi abuela Rosa, con ojos
llorosos, cada vez que los recuerdos viejos inundaban su mente mencionaba a su
marido muerto y ensalzaba sus extraordinarias cualidades. Pasaba alguien
llevando en su mano una guitarra y ella me decía:
—Dios mío, que maravillosamente
bien tocaba la guitarra tu abuelo, nene. Vamos, la hacía hablar. Si la hacía
hablar triste te acercaba al llanto, y si la hacía hablar alegre te entraban
ganas de ponerte a bailar de felicidad. Todos los jóvenes del pueblo venían a
casa a pedirle que les afinara sus guitarras.
Alguien había tallado un pájaro y
mi abuela recordaba:
—El que tallaba de maravilla era
mi pobre marido, que Dios tenga en su santa gloria. Tengo una figurita de
Jesucristo tan bien hecha, que si fuera de tamaño natural podría creerse que
está vivo.
Lo de la figurita es muy cierto,
pues ella la tuvo toda su vida en lo alto de una cómoda con un cuenco, aceite y
mariposas para que le iluminase por ese camino lleva las almas al cielo, y yo
tengo ahora esa figurita en mi pequeña librería del salón.
Iba ella, con sus pasitos cortos
y arrastrando los pies, a la pescadería a comprar morralla, lo único que estaba
a nuestro alcance pues en casa entraba únicamente el poquísimo dinero que mi
madre ganaba haciendo faenas por las casas.
—Mi pobre marido pescaba el mejor
pescado que hay en toda la mar. Conocía la mar como la palma de su mano, y los
nombres de los peces: ¡todos!
Y mi abuela Rosa abría los brazos
como si pretendiera abrazar a una ballena.
Mi abuela Rosa había nacido en un
pueblecito muy pequeño de Valencia del que, desgraciadamente no recuerdo el
nombre. Lo que sí recuerdo es que ella me contó que era una de las pocas
mujeres de ese municipio que sabía leer y escribir por haberle enseñado a ello
un hermano suyo mayor, listísimo. Y estaba tan ufana de este conocimiento, y le
daba tanta importancia que, mucho antes de que yo tuviera edad para ir al
colegio, con la ayuda de papeles de cualquier tipo y un lápiz de carpintero
(única herencia que al morir me había dejado mi desdichado padre, junto a un
puñado de herramientas de su oficio) me enseñó las formas que tenían las
diferentes letras que existen en nuestro abecedario y también sus nombres.
Empezó por las vocales, que
cantábamos a dúo y que me hacía reír porque lo encontraba divertido. A, e, i,
o, u, decíamos dándole entonación de escala musical, una veces acelerando y
otras ralentizando. La “u” la alargábamos y, a continuación nos entraba la
risa. Luego vinieron las consonantes, bastante más difíciles de aprender pues
encontraba yo que eran muchísimas, un montón muy grande.
Cuando fui capaz de conocer sus
nombres y escribir esas letras con soltura, mi abuela Rosa me enseñó a juntar
unas cuantas de ella y formar nombres de cosas y personas.
De esas cosas recuerdo que las
primeras que junté por ser facilitas y de frecuente uso diario fueron: tú, yo,
él, ella, pan y agua. Luego pasé a las de dos silabas: comer, cama, madre,
noche. Y de tres sílabas y más: abuela, vosotros, nosotros, desgraciados, etc.
Me apasionó enormemente esta
especie de juego tan interesante, un juego en el que las palabras además de
dichas podían ser representadas por medio de signos que adquirían el
significado que habíamos querido darles.
Gracias a mi abuela Rosa, cuando
asistí a mi primera escuela asombré a don Feliciano, un maestro viejo y
achacoso que abandonaba a menudo la clase, permitiéndonos que la convirtiéramos
en un campo de batalla en el que los hijos de campesinos traían canutos de caña
y disparaban lentejas y los que, para comer hubiéramos querido tenerlas,
arrojábamos bolas de papel mascado. Las lentejas dolían, si te impactaban,
bastante más que las bolitas de papel mascado.
Supongo, ahora que sé más cosas
sobre los funcionamientos del cuerpo humano, que la continuada asistencia de
nuestro maestro al cuarto de baño podía deberse a que su próstata le causaba
problemas de frecuente necesidad de micción.
Mi abuela Rosa era una de tantas
personas de su tiempo que sacaba cuentas con los dedos y las sacaba muy bien,
pero al año o así de asistencia mía a la escuela llegó mi turno de enseñarle a
ella las dos reglas matemáticas aprendidas por mí: sumar y restar.
Y disfruté lo indecible
observando el interés con que ella aprendía, el brillo de ilusión en sus ojos
cuando sumaba o restaba bien y el asombro que le producía este nuevo lenguaje
desconocido para ella. Y cuando iba al horno a comprar pan, repasaba la cuenta
que le hacía la panadera y exclama triunfante cuando la tendera se había
equivocado:
—No, no, señora María, 1 + 3 + 4
son ocho, no nueve como ha puesto usted aquí en este papel.
—Bueno, bueno, el que tiene boca
se equivoca —se justificó.
—Equivocarse es humano, pero
equivocarse a favor de uno ya es otra cosa —suspicaz.
La panadera se puso roja como un
tomate y ya nunca más volvió a equivocarse al echarle la cuenta a mi abuela, y
lo mismo sucedió con la verdulera, la del colmado de ultramarinos y el hombre
que vendía carbonilla para el brasero, pues en aquel entonces la gente humilde
no tenía ningún otro medio de calentarse que ese cacharro con asas hecho de
metal, que lleno carboncillo encendido metido en la mesa camilla redondo con
faldas, en las noches de crudo invierno se calentaba toda la familia, y se sentía
tan bien que daba una pereza enorme levantarse y abandonar su cercanía. Cuando
había que mover la lumbre con la paleta de metal, me ofrecía voluntario. Me
gustaba la luminosidad de las brasas al ser libradas de parte de la ceniza y
también el olor que desprendían y el golpe de calor que me daba en la cara.
Mi abuela Rosa era una persona
especial en muchas cosas. Tenía lo que ella llamaba “virtud”.
Y lo que ella llamaba virtud era
el don especial de, pasándole varias veces la mano por la frente a una persona
que le dolía la cabeza, ésta dejaba de dolerle. De la eficacia de su método
aliviador daban fe muchas de las vecinas de nuestra casa, que acudían a ella
cuando sabían que el mal de su cabeza no lo producía el hambre, que así solía
ser cuando los suaves frotamientos de la mano huesuda, blanca y llena de venas
oscuras (manos que yo adoraba cuando me acariciaba con ellas las mejillas o el
pelo casi siempre despeluznado de mi cabeza) no le hacían ningún efecto
benéfico.
—Encarna, ¿cuánto tiempo llevas
sin comer?
—¡Ay, querida Rosa, desde ayer al
mediodía!
—Pues no te preocupes, que en
cuanto comas el dolor de cabeza se te quitará.
En nuestra calle había un solar
abandonado. En ese solar los chiquillos habíamos organizado un campo de futbol,
limpiándolo de hierbajos y colocando en la parte más larga del mismo dos
piedras grandes que servían de portería. Portería que no ofrecía discusión para
que fuera gol si la pelota venía rasa, pero como la pelota viniese alta se
armaba un buen lío entre los que pretendían que había sido gol y los que lo
negaban porque había pasado muy por encima del brazo en alto del portero,
puesto éste que pocos queríamos ocupar pues era el más criticado y al que
siempre se culpaba de la pérdida de un partido por haber encajado goles que,
según criterio de los perdedores, debió parar.
Por lo general jugábamos con
pelotas de cuero rellenas de papeles, que el padre de uno del grupo traía del
club de fútbol del pueblo y que habían sido desechadas por descosidos, desgaste
y deformación. Estas pelotas así rellenadas pesaban una tonelada y botar, ni
soñarlo. Y si metías la cabeza cuando te venía de lo alto, el brutal impacto
que te provocaba esa pesada pelota te tiraba de culo.
Con pelota de reglamente sólo
jugábamos cuando Pepito, el hijo del médico (el único de los que nos juntábamos
en «El campillo» que poseía una de esas maravillas), se unía a nosotros, y
jugabas con ella si él no estaba reñido contigo, pues en este caso el muy
cabroncete decía con maldad:
—Si va a jugar Andrés, me llevo
el balón para mi casa ahora mismo.
Y Andrés no jugaba para que
pudieran jugar los demás. Y Andrés se iba a ver triscar las ovejas de Genaro el
Apestoso, para no sufrir viendo como todos los chiquillos del barrio disfrutan
jugando al fútbol, todos menos él. Y trataba de sumar las veces que movían su
hopo, cuando lo hacían a la velocidad del rayo porque una avispa les rondaba el
trasero.
Mi abuela, era la única anciana
que venía a vernos jugar. Bueno, en realidad venía a verme jugar a mí y pobre
del que me diera una patada, porque en cuanto veía a su madre se lo contaba y
mi agresor recibía una regañina, por bruto. Las patadas que yo daba, mi abuela
tenía la ventaja visual de no verlas.
Era extraordinaria tejiendo cosas
de punto. Con jerséis de lana que la gente se despendía de ellos por estar muy
rotos, ella los deshacía convirtiéndolos en un ovillo de varios colores con
muchos nudos, y con ese ovillo me hacía un jersey con el que yo iba chulísimo.
Le pedí que me enseñara a manejar
las dos grandes agujas de tejer, pero me equivocaba con demasiada frecuencia y
ella me desanimó diciendo que yo había nacido, sin la menor duda, para realizar
en su momento cosas maravillosas, pero que para hacer punto estaba negado.
Lo que sí me enseñó mi abuela fue
a zurcir calcetines y aseguraba, con orgullo, a sus amigas de toda la vida, con
las que hacía corrillo los domingos a la salida de misa, en la plazuela que
existía delante de la iglesia, mientras tomaban el solecito del mediodía, que
yo me había esmerado tanto en aprender que ya zurcía calcetines mejor que ella.
Durante la época en que se recoge
la fruta, los dueños de fincas del pueblo, nos pedían a los chavales que
fuéramos a ayudar a recogerlas y que algo nos caería a cambio. Las chiquillos
trabajábamos, algunos casi tanto como los adultos, para al final recibir lo que
podía ser considerado una miseria.
Yo llevaba mucho tiempo
alimentando una gran ilusión, regalarle a mi abuela un pañuelo para la cabeza,
pues el que llevaba siempre puesto lo tenía muy viejo y tan desteñido que más
que negro era ya violeta.
Entré en la mercería de la señora
Paca, que era quién los vendía. Cuando me dijo lo que costaba uno de esos
pañuelos se me cayó el alma a los pies. Valían una peseta más del total que yo
tenía ahorrado con mil sacrificios, entre los que se contaba ver como otros
chiquillos se permitían el lujo de adquirir y disfrutar alguna chuchería que
para mí habría querido.
Me produjo tanta pena este hecho
de no alcanzarme el dinero para el objeto que anhelaba obtener, que rompí a
llorar. Ha habido siempre personas a las que el llanto de un niño las enternece
y conmueve profundamente. La señora Paca era una de estas personas. Quiso saber
el motivo de mis lágrimas. Y entrecortadamente, alternado sollozos con hipidos,
le conté la razón de mi congoja.
Apareció un brillo bondadoso en
sus desavenidos ojos y me propuso llevarle durante una semana el almuerzo en
una fiambrera metida con pan dentro de una servilleta anudada, a su marido que
estaba en un monte, a cinco kilómetros del pueblo, fabricando carbonilla.
Le llevé a aquel hombre tiznado
el almuerzo durante siete días y ella, a cambió de esto y del dinero que yo
tenía ahorrado me entregó el pañuelo que yo quería para la blanca cabeza de la
madre de mi madre.
Mi abuela se quedó boquiabierta
de asombro, pero enseguida reaccionó preocupada y me preguntó:
—Nene, ¿de dónde has sacado tú el
dinero para comprarlo?
Se lo expliqué y fue otra de las
pocas veces que a mi valiente abuela Rosa la vi llorar mientras me llenaba la
cara de tiernos besos.
Todo el pueblo se enteró de este
detalle mío, porque ella se encargó de pregonarlo allí por donde iba. En vista
del éxito que yo había tenido, muchos chiquillos ansiosos por tenerlo también
regalaron pañuelos para la cabeza de sus abuelas y, como dijo don Carmelo, el
cura, en uno de sus sermones dominicales, que no creía él hubiera en toda la
región un pueblo cuyas abuelas lucieran tantos pañuelos nuevos como en el
nuestro.
La mercera reconociendo mi mérito
en sus ventas de pañuelos para la cabeza, me regaló la trompa que había
pertenecido a un nieto suyo que lo había atropellado el tren en el paso a nivel
del pueblo que no tenía barreras.
Y durante mucho tiempo, cada vez
que hice bailar aquella peonza tuve la fuerte impresión de que alguien, desde
lo invisible, se encontraba a mi lado viéndome. Nunca me atreví a hablarle a
esa presencia incorpórea, en público, aunque estuve tentado de hacerlo en más
de una ocasión al salir ganador de algunas perras chicas jugando al “círculo”
con otros chicos, pero mi exagerado sentido del ridículo y el miedo a que
pudieran creerme loco, me contuvo.
Un día que vi a la mercera
barriendo la acera perteneciente a su negocio le pregunté si su nieto se había
llamado Agustinito.
—¿Quién te ha dicho su nombre?
—sorprendida.
—Él —sorprendiéndole yo todavía
más, y salí corriendo porque por aquel entonces me daban vergüenza muchas cosas
y esa era una de ellas, admitir que podía contactar con personas que nadie
veía.
A consecuencia de aquello, la
mercera le regaló a mi madre unos pantalones y una chaqueta, casi nuevos, que
habían pertenecido a Agustinito. En un momento en que él y yo nos comunicamos,
Agustinito me dijo que estaba muy contento de que yo llevara sus ropas y que yo
estaba muy guapo y elegante con ellas.
Otra cosa que sabía hacer mi
abuela era curar el mal de anginas. Mal que sufría yo muy frecuentemente de
niño. Ella me untaba con un poco de aceite la parte izquierda de mi muñeca
derecha, y la parte derecha de mi muñeca izquierda y a base de ir pasando su
dedo pulgar con fuerza, arriba y abajo, me las aliviaba muchísimo.
Mi abuela sabía también curar
dolores del cuerpo con ventosas y también con cataplasmas. Cataplasmas que
nunca se me ocurrió preguntarle qué ingredientes usaba y que sé que las hacía
con hierbas que recogía del campo.
Y sabía asimismo curar la migraña
con unas gotitas de aceite en un plato con agua mientras decía una oración y
les hacía cruces con la punta de un cuchillo.
Y no cuento más cosas de mi
entrañable abuela Rosa, no vaya a figurarse la gente ignorante y malpensada
(tipo de gente que tanto abunda), que esta maravillosa, buenísima anciana era
algo parecido a una bruja.
Otra cosa que la hacía especial,
como mujer, era que sabía soltar unos silbidos estridentes juntando dentro de
los extremos de la boca dos dedos unidos, el índice y el pulgar, formando con
ellos algo parecido a un triángulo. Yo conocía ese silbido y si estaba jugando
en otra calle lejos de la mía corría a casa para ver que querían de mí ella o
mi madre
Gracias al amor que ella me había
inculcado por el estudio, en mi segundo curso escolar gané el galardón de mejor
alumno del colegio.
El galardón consistía en un
bonito diploma a mi nombre, el cuál acreditaba mi modesto mérito, y una banda
que también lo llevaba. La banda era de tela baratucha y llevaba los colores de
la bandera de España. No podía ser de otra manera porque una de las cosas que
con más insistencia nos machacaban en la escuela era que «España era una,
grande y libre».
El premio que me habían concedido
llevaba además el añadido de, en el tablado que se montaba en el centro de la
Plaza Mayor del pueblo para celebrar La Navidad, al galardonado como mejor
alumno del año, se le concedía el honor de recitar una poesía delante de toda
la gente.
Juro que jamás me he sentido más
nervioso de lo que me sentí esa vez. Recitar yo una poseía delante de varios
cientos de personas, todos sus ojos centrados en mí, me aterraba. Llegué
incluso a pedirle a mi madre que dijera a los organizadores que estaba enfermo
y no podría hacerlo.
Pero le pedí esto a la buena
mujer que me trajo al mundo, estando presente mi abuela que intervino muy
seria, sus ojos muy fijos, penetrantes, en los míos:
—Si el día de hoy permites que la cobardía
entre en ti, se te quedará para siempre dentro y serás un cobarde toda tu vida,
y tú no quieres eso para ti, y tampoco lo queremos tu madre y yo. Tú te subes a
ese tablado y lo haces lo mejor que sepas, que tu madre y yo nos sentiremos muy
orgullosos de ti, por mucho que te tiemble la voz y te trabuques.
Mi abuela me había inculcado que
lo peor de lo peor que se podía ser en la vida, siempre tan dura de los pobres,
era ser cobarde.
Y llegó el tan temido por mí
momento de recitar mi poesía. Llevaba puestos mis pantalones cortos menos
tronados, la chaqueta del Agustinillo
adornada ya con numerosos remiendos y la banda con la bandera de España
cruzando mi escuálido pecho.
No sé ni cómo fui capaz de subir
aquellos seis escalones que llevaban al entarimado, con aquellas piernecillas
mías temblorosas como flanes. Y cuando me vi allí, en lo alto, y miré al
frente, me pareció que la humanidad entera se encontraba reunida en ese lugar
mirándome con sus ojos expectantes, aterradores, y se me hizo en la garganta un
nudo del tamaño de una pelota de tenis, y sentí mareo y una flojera en las
rodillas que tuve la casi seguridad de que iban a doblárseme de un momento a
otro.
Un concejal del ayuntamiento dijo
mi nombre, mis méritos y que iba a recitar una poesía de mi creación que se
titulaba: «A mi entrañable abuela Rosa».
Con el paso del tiempo, esa
poesía se me perdió como se me han pedido para siempre tantas cosas y tantas
personas importantísimas que añoraré siempre. Todo lo que recuerdo de esa
poesía que quizás ni siquiera rimase, es lo grande que era el amor mío por mi
abuela Rosa y que la quería todo lo que un nieto es capaz de querer a su abuela
del alma.
Me trabuqué un par de veces, pero
mi temblorosa voz mostró tanta emoción, tanta ternura en las palabras, que mi
abuela Rosa lloró, mi madre lloró, lloraron también algunas mujeres más de las
que me oyeron, y yo terminé con un sollozo, aturdido por los ruidosos aplausos
conque premiaron mi atribulada actuación.
De los poquitos regalos que pude
hacerle, ese fue para mi entrañable abuela Rosa el mejor regalo jamás recibido.
Y si querer a los que más te
quieren es la mayor y más noble acción que uno puede hacer por ellos, yo
siempre lo intenté, y en muchas ocasiones lo conseguí. Y esa valiosísima
satisfacción me acompaña siempre.
Andrés Fornells
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