En la
calle olía a invierno. Algunas estelas de humo se elevaban por encima y por
detrás de las caravanas y de las tiendas. Era el 24 de Diciembre y La colonia
bullía de gente. Los niños, ataviados con gorros y bufandas de lana, cantaban
antiguos villancicos ajenos al frío y a las nostálgicas miradas de los más
ancianos que se perdían en otras navidades, al parecer, irrecuperables en los
tiempos actuales.
En
una de las caravanas, Isabel ayudaba a su iaia
a reciclar lo que en su día fueron cortinas. Metros y metros de tela que servirían para hacerle varias camisas el iaio y alguna que otra prenda a la niña.
En un apartado rincón, en el interior del viejo baúl, se amontonaban otros
trapos, éstos, ya inservibles para
cualquier uso que no fuera el de enjugar las futuras menstruaciones de
Isabelita.
—Iaia, cuéntame otra vez el cuento de la
travesía de Manu y Sandra —pidió Isabel a su abuela.
—Isabel,
sabes que solo me gusta contarte cuentos cuando caminamos por el campo.
—Ya…,
pero hasta la primavera no podremos subir al barranco. Y me aburro. Aún falta mucho para que venga la feria.
La
abuela, se levantó pesadamente de su silla y,
con un gesto, la invitó a recoger las telas. El abuelo no llegaría hasta
una hora más tarde y el reparto de la cesta
no se llevaría a cabo hasta la hora
del Ángelus. En la colonia, la gente iba a lo suyo, y lo suyo era: no
intervenir en la vida de los demás. Así que, en voz muy bajita, una vez más, la
iaia se dispuso a retroceder en el
tiempo evocando unos días que, aun cercanos, parecían tan remotos como los de
los primeros cristianos, allá en tierras ocupadas por el imperio de Roma.
—Eran
los tiempos en que reinaba la luz en la tierra. Manu y Sandra vivían felices en
su casita, en un barrio cercano al hospital en el que Sandra atendía a los
niños deficientes que acudían a su consulta… —comenzó a relatar la iaia.
—Iban
acompañados de sus papás, en busca de nuevas terapias que atenuaran en alguna
medida sus carencias —interrumpió la niña que sabía la historia de memoria.
—Sí,
en efecto. Sandra investigaba los efectos que las nuevas terapias surtían en el
desarrollo cognitivo de aquellos niñitos. Cuando ella les hablaba, éstos
sonreían, o lo intentaban, pues no todos podían hacerlo. Se mostraban
tranquilos en presencia de Sandra porque era un ser excepcional. Ella deseaba
tener un niñito, pero no podía concebirlo de Manu.
—Y
entonces decidió recurrir a la Ciencia que ella tan bien conocía —se adelantó
Isabel.
—Manu,
por aquellos días se dedicaba al diseño de muebles. Lo hacía muy bien y le
llovían los contratos. Con sus respectivos trabajos se permitían llevar una
vida bastante desahogada. Viajaban mucho. En uno de aquellos viajes, Sandra se
sometió a una inseminación con el fin de poder alcanzar su sueño de ser mamá.
—Pero
no lo tuvieron fácil, ¿verdad que no, iaia?
—No,
Isabelita. A las pocas semanas, el hospital retiró a Sandra de sus
investigaciones. El trabajo de Manu aún les permitiría seguir con su ritmo
habitual de vida durante algún tiempo. Pero el futuro no se presentaba nada
halagüeño. No obstante, nunca desistieron. Lucharon para que el hospital
recuperara los recursos que permitieran a Sandra seguir con su de
investigación, pero todo fue en vano. Los recursos se iban para otro lado.
—Y la
luz sobre la tierra se fue apagando poco a poco…
—Nunca
se apagó del todo. Quienes lo intentaron jamás pudieron alcanzar su objetivo.
Hay cosas que no se pueden comprar ni con todo el oro del mundo, Isabelita. Y
aquella batalla por la posesión de la luz la ganaron los débiles. Los fuertes
no pudieron apagar jamás el calor del sol ni el reflejo de la luna. Aunque sí
se erigieron en dueños y señores de los beneficios que su transformación
proporcionaba.
—Iaia,
¿el iaio nos acompañará esta noche a
la Misa del Gallo? –preguntó Isabelita cambiando de tema.
—Claro.
Irá toda la colonia. El alcalde ya nos dijo ayer que este año el Oficio iba a
ser especial. «Vendrá un invitado de peso» fueron sus palabras. Los últimos
años las navidades han sido muy tristes y desde la Oficina de la Comunidad van
a hacer lo posible para que se recupere aquel espíritu navideño de antaño.
Aquel en el que las personas vestían sus mejores deseos y desnudaban sus
rencores dejándolos en suspenso hasta unas semanas más tarde.
—¿Será
eso posible, Iaia? ¿Sería posible que
Manu y Sandra regresaran de aquel exilio y retomaran su antigua vida? —la niña
ansiaba el momento en que «la normalidad» volviera a las calles. Era un deseo
compartido por todos pero silenciado, igualmente, por todos.
—Yo
no llegaré a verlo, pero estoy segura de que volverán los días de la luz. Ya
seguiremos con el cuento en otro momento, Isabelita. Ahora debemos arreglar la
caravana. Ve a jugar a la calle con los otros niños.
Isabel
ayudó a su abuela a poner en orden los pocos enseres que constituían el ajuar y
se marchó a la calle. Faltaba poco para La
hora del Ángelus. Aquella era la establecida por los servicios sociales
para repartir la comida a las diferentes colonias que proliferaron en la
periferia de las ciudades. En la cesta
ese día contarían con una pastilla de turrón y unos mazapanes. A los abuelos de
Isabel tan solo les darían la ración de la niña. Ellos se conformarían con los
panecillos y las sardinas. Quizá, si todo iba como aseguraban desde la
megafonía de la oficina municipal, al año siguiente compartieran algo más que
las sardinas y los panecillos. ¡Le hacía tanta ilusión a la iaia elaborar alguno de aquellos
manjares que tanto gustaban al iaio! Pero aquello era cuando las navidades se
celebran en el interior de las casas de ladrillo; con la familia alrededor de
la mesa; cuando el rey de todos los ciudadanos ofrecía un discurso que solo
unos pocos se tomaban en serio, mientras otros muchos lo veían como uno más de
los gags humorísticos de los
espectáculos que se emitían en la Noche Buena. Porque entonces aquella noche sí
que era Buena; las de ahora eran tan solo una imitación. No obstante, la nueva
generación las disfrutaba al máximo. Solo unos pocos nostálgicos con la edad
suficiente para recordar antiguas festividades con sus correspondientes misas y
ágapes, eran conscientes de lo manipulado de las navidades actuales, y asistían
a los Oficios tan solo porque era lo que se esperaba de ellos.
A
medida que se acercaba la media noche, los vecinos de la colonia se iban
preparando para iniciar el recorrido hacia el centro, hacia la iglesia
adjudicada al distrito. Los niños, delante de la comitiva portando pequeños
cirios aún apagados, candelillas cuyas mechas no prenderían hasta la señal
convenida. Detrás, en procesión, los hombres a un lado, con el uniforme de sus
respectivos gremios. Las mujeres ocuparían la otra fila, todas ataviadas con
negra mantilla, todas ellas con las caras limpias de maquillaje, todas con el
reflejo de la castidad en sus rostros. Las
embarazadas ocuparían el centro de la procesión, entre los hombres y las
mujeres. Ellas serían sin duda las protagonistas de la noche. A ellas se
dirigirían los sermones vinculados a las antiguas leyendas. Sus gestaciones
recibirían las bendiciones correspondientes y, una vez finalizados los cánticos
y aleluyas, las vírgenes adolescentes, se postrarían ante los cuerpos hinchados
de las gestantes. A ellas rendirían pleitesía y a ellas se someterían hasta el
alumbramiento.
A las
doce en punto de la noche, el Oficiante pediría silencio absoluto. Era el
momento esperado por los más pequeños. De pronto, el tañido de campanas daría
la firme estocada a ese silencio. Llegaba el instante en que los cirios y
candelillas prendían todos al mismo tiempo. Isabel sonreía satisfecha entre los
otros niños. Un brillo especial iluminaba sus ojos y con gran alegría desfilaba
ante el altar, en busca de su preciado tesoro. Primero comulgarían los
pequeños, y después les seguirían en orden los adolescentes, las mujeres
adultas y los hombres. Las embarazadas no lo harían. En la Noche Buena no les
era permitido. Sí participarían, sin embargo, del abrazo del Oficiante y del
más alto dignatario eclesiástico, invitado de honor a la ceremonia y cuya
presencia constituía todo un privilegio.
La iaia, con semblante triste, contemplaba
el regocijo en Isabelita, pero se sentía incapaz de compartir su alegría. El iaio, con más rabia que tristeza en su
rostro, disimuladamente contemplaba también, pero no a la niña, sino a su
esposa. Por más que lo intentaba no podía seguir aquel juego. Muy a su pesar se
había convertido en una de aquellas piezas del tablero. Solo le quedaba apretar
los puños y tragarse su rabia.
El
Oficiante del ritual lo sabía. Y también contemplaba con gran interés los
rostros de los adultos. Adivinando los pensamientos de cada uno de ellos. En algún momento de la ceremonia su mirada se
cruzó con la del iaio. No era la
primera vez que éstas se cruzaban. No hacía muchos años, aquel hombre, hoy
envejecido por el orgullo reprimido, le hacía frente dialécticamente desde un
inmerecido escaño. El asunto de la mujer científica y su pareja diseñadora
ocupaba las páginas de los diarios. La concepción, así como la relación amorosa
entre las dos mujeres atentaban contra todas las leyes naturales. Había que
impedir aquella abominación. Pero habría que hacerlo sin dañar la vida del
futuro ser que se desarrollaba en el interior de aquel cuerpo entregado al
vicio y a las malas artes. Urgía la detención de Sandra y Manuela antes de que
el bebé naciera. Había que actuar deprisa, pero con cautela para no tener a la
prensa internacional metiendo las narices en el asunto.
La
ceremonia llegaba a su fin. Poco a poco, los asistentes fueron abandonando la
iglesia. El abuelo fue el último en hacerlo. Animó a su mujer a que se
adelantara hacia la caravana. «Ve para allá, que yo te alcanzaré enseguida» le
dijo. La mujer obedeció preocupada y sumisa. Como cada año, su marido esperaba
a que saliera el último de los fieles; aún le quedaba un poco de aquel orgullo
del que fue despojado y que le permitía volverse de espaldas al gentío de la
calle y mirar de frente a aquel Oficiante ataviado con túnica bordada con hilos
de oro y plata. Observaba cada uno de sus movimientos al recoger los sagrados
elementos. El Oficiante se sabía observado y se complacía en ello. Lentamente
limpiaba la copa sagrada, hacía las genuflexiones correspondientes y se volvía
hacia el hombre empequeñecido ante el quicio de la gran puerta. Tan solo
quedaba iluminado en el interior el espacio reservado al altar.
Un
último cruce de miradas y un recuerdo compartido: la persecución solapada de
Sandra y Manuela. El exilio de éstas hacia países todavía no contaminados con
el despropósito; la casita de madera en aquel pueblecito de alta montaña, en la
que Sandra alumbró a Isabel con ayuda de la iaia
y de la matrona venida desde el otro lado de la antigua frontera. Abuelo y
Oficiante recordaban que de eso se cumplían hoy, exactamente a estas horas, los
nueve años. Ambos revivían el momento en el que la matrona, una vez cortado el
cordón umbilical de la niña, se retiró para realizar una llamada telefónica
desde su móvil. «Voy a llamar a casa para avisarles de que no tardaré en
llegar» Le dijo a Manuela. Cuando al cabo de una hora, llegaron los hombres del
gobierno, las tres mujeres comprendieron a quién había llamado en realidad la
matrona. «La urdimbre tejida por la araña siempre tuvo un alcance infinito»
dijo la iaia dirigiéndose a los
hombres. Estos hicieron oídos sordos al comentario de la abuela. Presentaron
unos papeles a las mujeres en los que se les obligaba a salir del país y dejar
a la niña a cargo de los servicios sociales. Manu y la abuela se abalanzaron sobre
ellos pero todo fue en vano. Fueron reducidas sin dificultad. La ley así lo
dictaminaba. Podían emprender un largo camino judicial, pero no contaban con
los recursos económicos necesarios para iniciar el primero de los pasos. Las
tasas solo estaban al alcance de aquellos que no necesitaban recurrir a
las leyes porque, precisamente ellos,
eran quienes las elaboraban. Pero el gobierno era tan coherente y sus normas
tan benévolas con quienes las desobedecían, que estaban dispuestos a que la
niña se criara con los abuelos. Por supuesto, bajo la atenta supervisión de los
miembros de la Oficina de la Comunidad y del Oficiante correspondiente.
Las
mamás de Isabel se rindieron ante esta benévola oferta del gobierno. Asumieron
su exilio lejos de su familia y de la niña por la que lucharían desde la
distancia. En la madrugada del día de Reyes partieron hacia el país vecino. La iaia y el iaio volvieron a su casa de la costa; él a la serrería que proveía
a la multinacional del mueble, y ella, como antaño, a sus labores. En cuestión
de un par de años, su casa, como la de tantos otros, sería precintada y puesta
a disposición del poder financiero. Más tarde, y gracias a las ayudas
estatales, les fue concedida una caravana donde instalarse en las afueras de la
ciudad. Lejos de la playa y lejos de la montaña. Ambos núcleos pertenecían ya a
las élites, así como los centros de las grandes ciudades donde se preservaba la
cultura y los bienes de interés arquitectónico.
Llegaba
el momento de volver a la colonia. El abuelo, a modo de despedida, dedicó una
última e irónica sonrisa al Oficiante. Éste, no supo cómo interpretarla y,
preocupado por ella, en la seguridad de que ocultaba un último mensaje,
desapareció dejando en el silencio aquel altar presidido por los símbolos sagrados:
A la derecha del altar, un gran mural con el perfil de la gran hoz sobre fondo
azul; a la izquierda, en otro gran mural, el de un águila imperial sobre fondo
rojo; y en el centro, presidiendo el altar, esmaltado en oro el símbolo de la
banca mundial: Ave y herramienta en el interior de una gran moneda de oro… tres
personas distintas y un solo dios verdadero.
—¡Iaio, mira qué bonito!
En la
calle, los fuegos artificiales cegaban el resplandor de las estrellas
robándoles protagonismo en la noche. La gente era feliz. Cantaban y bailaban, y
la mayoría daba gracias a Dios por vivir en un país cuyos dirigentes velaban
por el bienestar de sus ciudadanos. Lejos quedaban los días del abuso, del
consumo innecesario y de las falsas libertades.
En
una de las caravanas, la iaia observaba
desde lejos los destellos de colores en el cielo cuando vio la silueta del
marido dibujada en el camino de entrada a la colonia.
—¿Y
la niña? —preguntó la mujer.
—La
dejé con sus amigos para que disfrutara un poco más de la fiesta. Tranquila
mujer que está bien vigilada. No le pasará nada. Vendrá con los padres de los
otros niños.— Por cierto… En primavera, comenzaremos la educación de Isabelita.
La
mujer también sonrió. Besó a su marido en la frente y se dispuso a ordenar los
trapos del baúl del rincón, aquellos que ya no se podían reciclar. Bien ocultos
entre el forro de unos abrigos viejos, acarició las páginas de aquellos libros.
No eran muchos, desde luego; algo de Jesús de Nazaret, Sartre, Sampedro… pero,
en lo alto del monte, en uno de los voladizos del pico con nombre de diente, se
encontraba el gran tesoro. Pacientemente esperaba de nuevo la visita de la
familia de Sandra y Manuela. Allí, juntos, en el interior de la cueva, en una
esquina de la oquedad, lo suficientemente adentrados lejos de cualquier
incidencia forestal que las abrasara, se abrazaban las palabras de los dioses
antiguos: Tales de Mileto, Sócrates, Engels, Nietzsche, Volney, Ortega y Gasset
… Y en un pequeño nicho bien custodiados, los apuntes recopilados por Rosa
sobre las mujeres silenciadas; Diotima, Hipatia, la mística Teresa, Simone de
Beauvoir, la Camps y la Zambrano, Ouka Leele, Ana Mª Matute…
—Iaia, ya estoy aquí. ¿Has visto los
fuegos? — eufórica.
—Claro
que sí, Isabelita. Y ahora, como ya hemos asistido a la misa del gallo y hemos
cumplido con nuestras obligaciones como ciudadanos, vamos a celebrar tu
cumpleaños como a nosotras y al iaio
nos gusta celebrarlo.
—¡Bien!
—dijo susurrando su emoción—, en secreto, en voz baja, y mirando a las
estrellas a través de la ventana de la caravana —La niña estaba acostumbrada a
que sus cumpleaños se celebraran en la intimidad del aquel hogar después de la
misa del gallo. Ahora esperaba su regalo, aquel que no podría compartir, de
momento, con sus amigas.
—Hoy,
dedicaremos unos minutos a los poetas —susurró el iaio antes de comenzar a leer la vida y obra del hortelano—. Nació
en un pueblecito de Alicante, llamado Orihuela. En 1910…
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