Toda la tripulación hizo el mayor
esfuerzo por llegar a la Tierra
antes de la Navidad,
de no lograrlo sería el año número cuarenta y cuatro que «celebrarían»
separados de sus familiares. El capitán incluso permitió la violación de
algunos patrones establecidos dentro del reglamento para el desplazamiento
cósmico que incluso podrían poner en peligro la capacidad física de todos; pero
la integridad espiritual de los tripulantes bajo su mando no soportaba más.
La mayoría estaba consciente de
que ya no estarían todas las personas de las que se habían despedido cuando
partieron en la investigación espacial. Pero de cualquier manera iba a ser
maravilloso poder abrazar a familiares y amigos después de tantos años. A pesar
de que las noticias no eran muy gratificantes y mucho menos para ser informadas
en el extraordinario ambiente navideño; festiva tradición que había logrado
vencer el paso de varios siglos.
En total salieron seis misiones
con la intención de encontrar dentro del infinito universo algún lugar con
características específicas donde pudiera establecerse y salvarse la especie
humana. Que prácticamente ya no podría soportar por más de cien años las tan
adversas condiciones climáticas que el propio hombre había implantado en su
planeta.
Todos en la nave, y en la
estación central terrestre, sabían que cuatro de estos equipos investigativos
habían sufrido mortales accidentes cósmicos y el quinto logró regresar
totalmente diezmado y sin ningún tipo de información confiable.
Por lo tanto solo quedaban ellos
fuera de casa, y según los cálculos de desplazamiento debían tocar tierra, como
así lo hicieron exactamente en la segunda quincena del mes de diciembre del año
dos mil setecientos ochenta y tres.
Después de rendido el informe
inicial por cada miembro de la tripulación fueron autorizados para marcharse a
sus casas. Excepto los integrantes del estado mayor de mando de la nave, así
como los científicos más importantes de la exploración, que debían permanecer
en la base central.
La alegría de Orlando y su
compañera Merly, piloto y copiloto principales de la nave, sobrepasaba el aura
de cada uno, haciéndose prácticamente tangible. Y así, irradiando felicidad,
decidieron abandonar el transporte que los llevaba a casa dos o tres kilómetros
antes de la entrada al lugar que los vio crecer y los unió en la vida desde muy
niños, la intención era recorrer ese último tramo caminando y disfrutando de su
lugar de origen.
Los dos habían nacido en un
barrio periférico de aquella hermosa ciudad costera.
Pero en realidad, a medida que se
acercaban a la casa de ella, ubicada frente a un pequeño parque de coníferas el
hálito de alegría se reducía. En el parque solo se mantenían medio erguidos
seis o siete pinos como máximo. Y la casa de Merly para nada se parecía a la
imagen que ella mantenía grabada en su cerebro.
De todas formas ambos se
acercaron y cruzaron la verja para acceder al jardín donde varios niños
correteaban.
Los infantes detuvieron su
carrera para observar a los dos extraños que sin detenerse llegaron al portal,
adornado ya con algunos aguinaldos. Merly y Orlando se miraron buscando un
apoyo mutuo antes de golpear la puerta; acción que no fue necesaria ya que un
hombre se había percatado de la presencia de ambos:
—¿Buscan a alguien? ¿Puedo
ayudarlos?
—Busco a mi familia —dijo Merly
indecisa y mirando a todas partes—; yo vivía en esta casa.
—Me disculpa pero eso es
imposible, yo nací aquí y con toda seguridad le puedo decir que mis padres
también.
Ya los cinco niños habían hecho
un medio círculo frente al portal.
—Incluso todos ellos —concluyó el
hombre señalando a los muchachos—. Perdone la pregunta pero cuál es su nombre.
—Me llamo Merly —contestó
tímidamente la astronauta.
—¡¿Merly!? —se escuchó una
exclamación desde el interior al mismo tiempo que se reflejó una tremenda
expresión de asombro en el rostro del hombre que estaba en la puerta.
Los dos pilotos cósmicos se
asombraron tremendamente pero no tuvieron tiempo de reacción porque el hombre
que los detenía fue empujado violentamente por una señora que se detuvo
justamente frente a Merly, solo unos segundos hasta que se lanzó sobre ella
envuelta en lágrimas.
—¡Mi niña, mi niña, mi niña, mi
niña… —repetía besándola sin parar y dejando estupefactos a todos.
Merly no tuvo otra que abrazarla
también, y al instante se percató que entre sus brazos apretaba a la hermana
mayor que se hizo cargo de la crianza de todos después del accidente de los
padres. Entonces la separó unos centímetros para mirarla.
—¿¡Mami!? —así la llamaron desde
el trágico momento.
—Sí Mer soy yo, pensé que no te
vería nunca más —apenas eso alcanzó a decir antes de romper a llorar
nuevamente—, ¡cuánto seguí las noticias y siempre decían lo mismo: que no
regresaban!
Con dificultad Orlando y el
hombre que había abierto la puerta lograron separarlas; hasta que al fin todos
entraron a la casa. Pero nadie se atrevía a decir una palabra, ni siquiera los
niños, que también se encontraban dentro.
—¡Mer, mi niña querida, estás
igualita! —decía la «mamá» mientras acariciaba el rostro de su hermana menor—.
¿Cuántos años pasaron?
—Algunos mami, pero no pensé
encontrarte tan anciana…
—Entonces ella es mi tía —la
interrumpió el hombre de la puerta.
—No puede ser —dijo Merly ya sin
aliento para el asombro— ¿Tú eres Ruldis?
Él caminó hacia ella para
besarla, pero Merly giró el rostro hacia su madre:
—¡Cuando partí estaba todavía en
el vientre de mi hermana!
Esa frase detuvo a Ruldis
indeciso.
—Sí, y ya es un hombre como
puedes ver.
Orlando y Merly se miraron; era
algo que ya sabían, para lo que se intentaba encontrar una solución desde hacía
bastante tiempo y no aparecía: «la paradoja de los gemelos», aclarada
científicamente por Albert Einstein con la teoría de la relatividad general,
después de varios años de estudio.
Todos en la nave le temían a esto
que Merly estaba comenzando a vivir, o a sufrir quizás. Ella, en su interior no
se atrevía a preguntar por sus otros hermanos, pero tuvo que hacerlo.
Ruldis se encargó de sacar a los
niños para él responder, porque estaba seguro de que su tía no sería capaz de
hablar. Entonces hizo un rápido bosquejo informativo de la familia, con
noticias buenas y malas.
Después de la concisa respuesta
los cuatro se sentaron y mantuvieron silencio por un rato… El trágico ambiente fue quebrado por la alegría de Milena, la hermana menor y
madre de Ruldis, que entró impulsivamente en la sala.
—¿Dónde está mi hermana regañona?
—con esa interrogante entró a la casa y se sumó de inmediato a la sorpresa de
todos al ver la belleza que todavía se imponía en su hermana mayor.
—¿Merly?
—Sí, soy yo.
—Pero… —el desencanto se personificó
en la mujer y Orlando fue quien intentó ayudarla.
—Es un fenómeno físico que…
—prefirió hacer silencio pues no estaba seguro de cómo sería interpretada su
intromisión.
—¿No estábamos preparando las
fiestas de Navidad? —dijo Ruldis—. Pues continuemos, ahora tenemos dos
invitados más; ¿por qué ustedes se quedan verdad?
—Por supuesto, por supuesto
—respondieron los dos al mismo tiempo—. Solo necesitamos dormir un poco
—concluyó Orlando.
Él, después de lo visto, no se atrevía ir hasta su casa.
El propio Ruldis le preparó una
habitación a cada uno para el descanso y con el compromiso de avisarles en tres
o cuatro horas.
La preparación de la casa y el
jardín continuó, aunque todos internamente y con mucho temor a expresarlo, no
cesaban de pensar en los «nuevos familiares» que se habían incorporado.
Invitados, o auto invitados o…;
nadie sabía cómo llamarlos. Siempre eran
necesarios en esta celebración pero en realidad estos tenían unas
características bien peculiares
—En realidad es un reencuentro
familiar —aseguraba Milena—, también válido para estas fiestas—; pero no puedo
todavía creer que la que duerme allá adentro es mi hermana —este fue un
comentario un tanto más discreto hecho muy bajo con la mayor de todas.
El árbol de Navidad ya estaba
listo a la entrada de la casa, todos los años debía estarlo para cuando
llegaran los abuelos, era una costumbre de familia que se cumplió siempre
generación tras generación.
Pero entonces otro problema; cómo
le podría explicar Lerania a sus abuelos algo que ella misma no entendía. Debía
colocarse junto a Milena y Merly. Una bella joven junto a dos mujeres ya
maduras frente a ellos y decirles: «estas somos tus nietas»
Las generaciones más jóvenes se
encargarían de adornar el jardín, ellos se habían comprometido en hacerlo de
tal forma que en el rostro de todos se notara un hálito de asombro, y poco a
poco lo fueron consiguiendo.
De la comida el encargado era
Ruldis, un chef de cocina muy destacado en su centro, este en realidad delegó
en una amiga que comería con ellos, dándole todas las indicaciones necesarias.
Él mantenía la mente fija en su tía, la que había acabado de conocer y cuya
belleza lo había atrapado. ¿Se estaría enamorando de ella?
Cuando Ruldis fue a tocar en
las puertas de las habitaciones encontró
entre abierta la de Merly, y atrevidamente la empujó muy suave. La vio dormir
tan serena que prefirió no interrumpir el descanso; admiró por unos minutos más
la belleza de su tía y se marchó.
Merly y Orlando no despertaron
hasta la mañana siguiente, ya era veinticinco de diciembre.
Todo estaba dispuesto en la casa.
La fiesta estaba a punto. Ambos se asearon muy callados y se vistieron con
ropas de Milena y Ruldis antes de salir al portal.
—¿Quiénes son ellos? —la abuela
fue la primera en percatarse de que estaban parados en la puerta.
—Es tu nieta mayor con su
compañero —respondió secamente Lerania.
Entonces la anciana se puso de
pie y caminó directo a la pareja. Se detuvo un rato mirándolos a ambos y
después movió lentamente al joven para concentrarse en la muchacha, caminando
muy despacio a su alrededor sin dejar de mirarla.
Todos en el jardín en ascuas,
esperando la reacción de la anciana que demoró varios minutos:
—¿Por qué no me habían dicho que
Merly había regresado? —preguntó a todos en tono correctivo.
Y al mismo tiempo abrazó muy
fuerte a la nieta:
—A ti debía castigarte por la
demora; ni siquiera un aviso para tranquilidad nuestra —le dijo a Merly
llevándola de la mano para la mesa—, de todas formas es ella mi invitada
especial…, y usted también, no se quede ahí parado —le dijo a Orlando.
El sobresalto que todos tenían
por la reacción de la abuela había pasado. Al parecer podían comenzar a
destaparse las primeras botellas y repartir los dulces para los más pequeños,
entre los cuales, los de más edad casi exigían el turrón de Alicante.
Otra costumbre muy propia de la
familia, aunque mayoritariamente no había invitados fuera de esta, era el
intercambio de regalos y durante el tiempo que Orlando y Merly estuvieron
dormidos Ruldis se encargó de comprarles un presente a cada uno e insertarlos
en la lista. Y «casualmente» él intercambió con su tía.
También se las ingenió para que
Orlando ayudara constantemente a su amiga en los menesteres culinarios y de esa
forma llevar a a Merly de un lado al otro de la casa y el jardín, mostrándole
todos los cambios que se habían hecho desde su partida. Le hablaba muy suave,
tomaba sus manos, la ayudaba con apego a saltar cualquier obstáculo. Incluso la
invitó a salir y caminar hasta el centro del reparto donde vivían.
Hacía tiempo que la astronauta no
sentía tanta ternura y en realidad comenzó a notar una atracción hacia el
sobrino que la hizo cavilar: ¿aceptaba o no la clara declaración, sin decirlo,
de Ruldis? Era el hijo de su hermana, pero también era un hombre y no dejaba de
ser atractivo.
—¿Vamos? —insistió Ruldis en su
invitación.
—No Ruldis, prefiero estar aquí,
cerca de mis hermanas y de todos —decidió Merly, segura de que era lo mejor.
Ya sentados a comer se iniciaron
las preguntas que los dos astronautas trataron tanto de evitar.
La anciana a la que todos
llamaban abuela fue quien comenzó: ¿cómo se veía el planeta desde allá arriba?
¿cómo lograron ellos salvarse? ¿encontraron algún lugar donde pudieran vivir?,
desde la punta de la mesa que ocupaba no cesaba con las interrogantes, solo
pudo contenerla el abuelo, que muy pausadamente le dijo:
—Quizás ellos no quieran hablar
de eso querida.
—Podemos hacerlo —dijo Orlando—,
pero pienso que no es este el momento.
—Entonces bailemos —dijo Ruldis—,
¿mi tía me hace el honor de la primera pieza?
Las piernas de Merly y Orlando se
tocaron muy suaves por debajo de la mesa; incluso Lerania bajó la cabeza; ya
era demasiado manifiesto el interés del hijo por su hermana y no se le ocurría
cómo detenerlo…
—La primera pieza es mía por
supuesto —dijo el abuelo poniéndose de pie con algún trabajo.
—¿Cómo lograrás bailar? —preguntó
Ruldis intentando hacer alguna fuerza.
—Ese problema es mío y de tu tía.
Baila con tu mamá; como debe ser.
—¡Y yo lo hago con Orlando! El
otro «invitado» de honor de este «nacimiento» —dijo la abuela dirigiéndose con
la mano ya estirada hacia el piloto—. ¡Música!
De esa manera la edad y
experiencia se impuso para lograr que la fiesta continuara y concluyera de una
manera agradable para todos.
Ya cuando amaneció y fue
necesario retornar a los abuelos a su hogar Merly y Orlando se brindaron.
—Pero no conocen el camino
—Ruldis en un último esfuerzo.
—Nosotros los guiamos —refutó la
abuela—, y así estoy más tiempo con mi nieta, a la que no pensaba volver a ver
ni abrazar.
El auto se fue alejando y los
niños corrieron a su lado hasta que el resuello de cada uno y la velocidad del
coche se los permitió.
El regreso a la casa fue un tanto
embarazoso para la pareja. Orlando no había visto a nadie de su familia, aunque
todavía no se decidía a hacerlo, sin embargo Merly estaba dispuesta a compartir
con ellos todo el tiempo e intentar recuperar lo que fuera posible de lo
perdido en la relación con su gente.
Pero inesperadamente desde la
nave recibieron una comunicación directa: solo quedaban energías para dos horas
en las baterías implantadas a cada uno. Y todos debían dirigirse al punto desde
donde emitirían sus conclusiones para después ser destruidos.
De manera automática y sin ningún
tipo de reacción Orlando giró el auto ciento ochenta grados en la estrecha
carretera; ya no eran dueños de sus virtuales cuerpos, y sus mentes robóticas
estaban programadas para solo obedecer en esas dos horas finales.
El punto de reunión había sido
muy bien calculado para que todos en ese período contaran con el tiempo
suficiente para llegar y emitir, uno a uno, toda la información recopilada
sobre cómo se vivía en el planeta pasadas más de cuatro décadas desde su
partida.
En la nave se vivía como en un
hormiguero, todos corrían de un lado al otro, bajaban y subían escaleras,
entraban y salían de elevadores y compartimentos, pero cada uno tenía muy clara
la función que le tocaba: recopilar y analizar la información que enviaba sin
parar su imagen robótica durante las
casi cuarenta y ocho horas «vividas» en la Tierra.
Muchos sentían correr las
lágrimas al enterarse de la muerte de familiares y amigos, pero todos estaban
conscientes de que sería así. Otros disfrutaban las imágenes de la familia
reunida y alegre celebrando las navidades.
Ruldis no podía esperar más, su
tía se demoraba mucho y podían haberse
perdido.
—Sí voy a ir mamá, porque pueden
necesitar ayuda —eso lo dijo mientras giraba la llave para encender el motor
del auto, que se alejó bien rápido.
El localizador térmico instalado
en el carro de su mamá le permitió encontrarlo bastante rápido. Al bajar y
caminar despacio por el lugar se percató que la tierra se notaba más caliente
de lo normal, incluso algunas partes del césped estaba como quemado; el auto de
la madre tenía las dos puertas abiertas.
El joven gritó con fuerza el
nombre de su tía, pero en la nave Merly, la verdadera, no podía escucharlo.
La disposición quizás fuera muy
radical, pero todos habían tenido derecho a opinar y a votar libremente: la
sexta expedición había cumplido con su objetivo de informar a los científicos
en la Tierra sobre las investigaciones cósmicas y de que la búsqueda de un
lugar para salvar al hombre tenía que prolongarse.
Ellos lo continuarían haciendo.
Pero para todos, misteriosa e inesperadamente, habían desaparecido.
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