Sentado
en su silla de anea, que apoyaba en los
adobes calientes del horno, por donde manaba el aroma dulzón, blando, suave y
sedoso de los dulces navideños cociéndose con la leña de olivo seca, Ramón —El Nene
el Pañero, que así se apodaba— sintió como se desplomaba lentamente. Sus
brazos, como marionetas dependiendo de un sutil hilo, se desmoronaron; su
cuerpo se desvaneció moviendo las patas de la silla hacia ambos lados, para
después caer la silla al lado del cuerpo sin vida de Ramón, el cual, en sus
últimos momentos llegaban a sus oídos como cantos celestiales, las panderetas y
zambombas, cantando villancicos por las sendas de la huerta.
─No son fechas muy apropias para morirse —se dijo cuando estaba llamando a las puertas
del Cielo.
Ramón
tenía cincuenta años, había vivido en un mundo sencillo: sin preocupaciones,
sin riquezas, sin familia, pero..., tampoco echó nunca nada en falta. El
trabajo y su burro abisinio le bastaron para sentirse feliz. Su padre le enseñó
el oficio de pañero y este le bastó para no aprender ningún otro. Nómada por
vocación, recorría Murcia y provincia desde su infancia. En verano, dos piezas
de percal encima del pobre abisinio eran más que suficientes para venderlas en
los pueblos y caseríos más inhóspitos y lejanos de la provincia. En invierno,
otras dos piezas de paño negro hacían toda su mercancía. Cuando se le acababan
o, en fiestas muy señaladas como Navidades, retornaba a su barraca — una
barraca herencia de sus abuelos y reliquia para el bonachón Ramón. Él, se
henchía con dignidad y modestia del
patrimonio transmitido. Unas veces
encalando el horno, otras cubriendo de sisca nueva el sombrerillo de su
barraca. En su habita guardaba sus solemnes enseres: las piezas de género,
alguna olla, plato, cuchara y el burro abisinio trasportador de su
subsistencia. El horno moruno creado con atobas –adobes— era su jactancia, su
calidez de invierno, de él y de todo el vecindario amasando y horneando el pan
que guardaba en el arca y duraba meses y
meses. Los vecinos tenían el horno por suyo diciendo que era el mejor que había
por aquellos contornos. Tan orgulloso estaba Ramón de su obra, que a todos hacía partícipes de cómo él solo
hacía la masa del barro y la paja para revocar aquellos fragmentos que
guardaban tanto calor. Así que no era raro verle, siempre que estaba en su
barraca, apoyado a la pared de aquel cóncavo castillo en donde había puesto
toda su sapiencia.
Llamó
repetidas veces a la puerta que tenía delante de él sin ningún resultado. — No estarán —pensó— sin más, se sentó en una nube que pasaba por allí y que parecía tan cómoda como
su silla de anea. Así estuvo no sabía
cuánto rato hasta que oyó unos pasos lentos, cansados y lánguidos al otro lado
de la solemne puerta. Se levantó de la nube, se arregló la chaqueta de pana,
con los dedos se atusó el pelo esperando que franqueasen la entrada.
─Buenos días. Dijo San Pedro, sin poder darle
la mano por el gran paquete de llaves que llevaba.
─Güenos los tenga —respondió Ramón perplejo
ante tanta majencia.
─¿Quién eres tú? No tenía noticias que subiera
nadie para el Cielo.
─Oiga..., ¿esto es el Cielo? Despense
pero... yo no sabía onde venia.
─Déjale entrar a la antesala. Dijo una voz
suave y fraternal que se oía desde adentro.
─Señor, no lo tengo apuntado, posiblemente
será un error.
─Po..., si es un derror u denquivoco yo me
guervo pa mi güerta ¡eh!
─Venga, que haya paz, trataremos de darle la
mejor solución posible al descuido —contestó Dios acercándose donde estaban San
Pedro y Ramón.
Ramón,
si ya estaba perplejo ante San Pedro y todo aquel poderío, se quedó sin
racionamiento al ver la luz que emanaba de aquel Ser vestido de blanco y de
modales tan suaves. Sus ojos suministraban la paz, su boca anunciaba una
sonrisa tranquilizadora para el atolondrado Ramón, el cual ya no temía ni le
asustaba nada.
─Primero tienes que presentarte —dijo Dios,
dirigiéndose a Ramón.
─Güeno..., güeno si, despensen ostés ha sio tó
tan precepitao que...,
─No te preocupes, lo comprendemos ¿verdad
Pedro? Dijo Dios guiñándole un ojo a San Pedro.
─Si, si claro, —dijo este encogiéndose de
hombros como no discerniendo nada de lo que allí estaba pasando.
─Me
llamo Ramón —er Nene er Pañero m´apodan— soy e la güerta murciana onde nací y
por lo que veo tamién m´he muerto y…, por lo que paice he venio par Cielo.
─Bueno de eso hablaremos después, ahora tengo
que explicarte cómo y dónde vas a estar.
─Oste dirá, —contestó Ramón serenamente.
─Mira hijo, San Pedro no sabía que venias,
porque tú tenías que haber subido para el purgatorio, alguna distracción debe
de haber que enseguida aclararemos.
─Señor
desculpe, yo siempre juy gueno,
no hice daño a naide en toa mi vida. No juy..., muncho a misa, eso sí. Sólo cuando allegaba arbun puel—lo
y´arepicaban las campanas y, eso no era mu a menuo.
─No te preocupes no tienes faltas graves pero,
algunos retales sí que tienes.
─¡Retales! ¿Es que Osté conoce mi oficio?
─Claro hombre, yo lo sé todo. Sé que cuando te
pedían una vara de tela siempre sisabas algún palmo, y eso no está bien.
─
Pero..., yo no tengo la curpa de que las mujeres alleven las fardas más cortas,
ni que los zagales alleven los pantalones más ajustaos, —dijo Ramón a modo de
disculpa.
─No, tú no tienes la culpa, aunque, pensándolo
bien algo habéis contribuido todos los comerciantes ¿no crees?
─Señor con dos piezas e tela yo no pueo hacer milagros, —contestó ya con los nervios un poco desconcertados.
─No se trata de hacer milagros, se trata de no
hacer esos pequeños descuidos. Tú sabes, que de retales sale una pieza. Bueno,
ahora cálmate, ya verás cómo un tiempo en el purgatorio te hace purgar y reflexionar
tus faltas. Y levantando la mano, apareció un ángel con cara de cansancio, las
alas caídas y casi desplumadas.
─¿Qué quieres, Dios? ─Le dijo el querubín sin
ganas ni de verse él mismo.
─Quiero que acompañes a Ramón al purgatorio, y
yo te diré el tiempo que tiene que estar
allí.
Ramón miraba,
pero ni se atrevía a respirar del miedo
que le estaba entrando.
─Pero Señor, ─dijo el Ángel─ como no lo
mandéis al infierno, no sé otra cosa, en el purgatorio no cabe un alma más.
Los dedos de Dios, se meneaban nerviosos como
manojos de mariposas revoloteando sobre una nube muy larga que llegaba hasta un
recodo que hacía el Cielo, y exclamó.
─¡Pues nada hijo! Que te vuelves para tu
huerta. Tampoco es cosa de meterte al infierno. Así que aprovecha el tiempo que
estés en la tierra y cuando subas otra vez, a ver si hay algún lugar en donde
puedas encajar en consecuencia con tus hechos.
Ramón daba
saltos de alegría ante aquel acontecimiento tan inesperado. Y en una exhalación
volvió a sentir las panderetas y los villancicos que iban cantando por la
huerta.
Sentía
dolor de cuerpo y de cabeza mientras se
levantaba del suelo, los ojos los tenía húmedos, dos riachuelos de suspiros y
lágrimas surcaban como nubes mareadas por sus flácidas mejillas. Cogió la silla
a la que al caer, se le había roto una
pata y Ramón se metió dentro de su barraca pensando, ¿Qué le había ocurrido?
¿Confundía los sueños con la realidad…, o solamente fue un sueño? Ya dentro de su barraca, se miró en
un trozo de espejo que había pegado en
la pared y se asustó. Su cara tenía la semejanza de un sepulturero sombrío y
desencajado; se sintió tan trastornado
que se tumbó en un catre pequeño al fondo de la barraca, el cual le hacía de
dormitorio.
Los
años pasaban rápidos para Ramón, que desde aquella Navidad parecía
ser otra persona; hablaba mucho del Cielo, de los Ángeles y hasta de San
Pedro, aunque este no le había resultado muy simpático; le pareció más bien, un
poco despistado en su oficio, la verdad.
Ramón,
hombre de pocas palabras, reservado y meditabundo toda su vida, sólo se había
limitado a cortar retazos de tela, ahora daba agrado oírle hablar, principalmente
comprarle algún palmo de su mercancía.
Quien compraba una vara de género, él le ponía un palmo de regalo, esto le hizo
popular hasta en los más recónditos y lejanos pueblos de la provincia de
Murcia.
Aunque
viejo y cansado, con su burro abisinio por compañero, ajetreado y también viejo como él, comenzó la
temporada de invierno un año que aventuraba iba a ser frío. Hacía rutas
cercanas a su huerta como cada año por estas fechas, con la esperanza de
despachar tan pronto como pudiese, las dos piezas de paño como cada temporada.
Viendo que se acercaban las Navidades y le quedaba una pieza de género, pensó
salir ruta a Bullas y todos aquellos pequeños pueblos donde poder vender la
mercancía. Sin pensárselo dos veces cogió sus aperos y se puso en marcha como
lo había hecho otras veces.
Iba
vendiendo bien el género, saltaba de contento pensando en venderlo pronto para
regresar a su huerta y descansar. A mitad del camino comenzaron a caer unos
copos de nieve poniéndose blancos todos los senderos del campo por donde circulaba. Esto le impidió
llegar tan pronto como soñaba. Lo pensó mejor y se resguardo en una casa en
ruinas que se encontraba próxima. Acurrucado sobre su manta mulera, y junto a
su burro abisinio, decidió volverse a su barraca en cuanto dejase de nevar.
Pero el sueño le venció y pasó allí la noche. A la mañana siguiente, cuando se
despertó, vio que había dejado de nevar. Hacía un frío que helaba hasta el
pensamiento, decidió recogerlo todo y llegar antes que se hiciese de noche.
Tampoco le importó no haber vendido todo el paño.
Ya
tenía su burro cargado y casi en marcha cuando cerca de la ruinosa casa vio venir
un niño, de unos siete u ocho años; se quedó parado y perplejo pensando el frío
que estaba pasando la criatura.
─Zagal
¿onde vas con este frío? ─Le preguntó Ramón.
─Voy
hacia mi casa. —Le contestó el niño haciendo ademanes de tener mucho frío.
─¿Y vives mu lenjos? —Le dijo Ramón cogiéndole
las manos para calentárselas
─No, no vivo lejos. Mi casa está cerca,
pero..., tengo que llegar.
─Probe crío, ven pacá onde está el burro ¡y no t´asustes qu´er
burro no hace ná! Y cogiendo al niño lo metió al trozo de casa donde ellos, el
burro y él, habían pasado la noche. Lo
tapó con la manta que le había servido
de abrigo e intentaba que entrase en calor.
El niño tenía la piel morena como si se hubiese tostado por un sol
sedoso y brillante, unos ojos oscuros y
profundos le miraba sin decir palabra.
Ramón sacó la pieza de paño comenzó a
tirar de ella. Cuando hubo terminado levantó a la criatura y comenzando a
cubrir su cuerpecito con tanta habilidad como lo hubiese hecho un sastre; le
tapó hasta las piernas sin dejar ni una pequeña abertura por donde le pudiese
pasar el frío.
─¿Estas
calentico? —Preguntó Ramón orgulloso de su obra.
─Sí,
estoy muy caliente, Dios se lo pague, —dijo el niño con una sonrisa que le
iluminó el semblante.
─Anda, allega prontico a tu casa que yo me
güervo tamién pa la mía. Y cogiendo a su burro comenzó a andar. Dándole un sobresalto, se paró y miró al niño
que también había seguido su camino. Oye
zagal ¿cómo te llamas?
─Me
llamo Jesús, y tú te llamas Ramón ¿verdad?, —el niño siguió andando vereda
adelante.
─Jodios
críos, lo despabilaos que son, que to lu saben abora —se quedó pensando durante
todo el camino Ramón.
Al
llegar a su barraca vio que de su horno salía humo, y por la huerta sonaban las panderetas y los villancicos.
Pensó que era Navidad, y que él estaba otra vez en su huerta. No había pensado
que el camino se le hiciese tan corto. Sin embargo allí estaba de vuelta sin
saber ni cómo había llegado. Ató el burro y deshizo el escueto equipaje que
traía. Se sintió satisfecho pensando que el paño le había venido justo. Cogió
la manta mulera de la noche anterior, la dobló, la puso al lado del horno y se
sentó en ella. Entre el calor que despedían los adobes y los últimos rayos de
sol dándole de pleno, se quedó dormido.
En este
momento sintió que una mano pequeña y cálida se apoyaba en la suya; quiso abrir
los ojos, pero no pudo, los rayos de un
sol cegador se lo impedían. Sintió que dos finas hebras doradas acariciaban su
cuerpo y abrió los ojos. En ese momento vio al niño que esa misma mañana había vestido con el paño que le quedaba. El
Niño lo cogió de la mano y le hizo mover sus piernas hacia los dorados hilos
que bajaban del Cielo. Él se dejó llevar al sentir que su cansancio había
desaparecido, sentía paz y alivio, descubría que cada vez podía abrir mejor los
ojos. Ya no le cegaba nada. Su cuerpo se mecía como en un lecho mullido, se
dejó transportar guiado por la ensoñación.
De
nuevo se dio cuenta que estaba delante
de aquella puerta que, hacía años también había estado: llamó y miró para ver
si pasaba alguna nube cerca para poder sentarse como la otra vez, pero no le
hizo falta, la puerta se abrió enseguida y San Pedro, como siempre cargado sus
pesados llavines, le recibió.
─¡Hola
Ramón! —Le dijo muy amable San Pedro.
─Güenas
San Pedro, —contestó éste casi en voz baja y atolondrada.
─¿Con
quién hablas, Pedro? —Se oyó una voz desde dentro del Cielo.
─Con
Ramón, ese hombre que vino hace años…,
que hablaba, según me dijo Usted, en panocho y que era de la huerta de
Murcia ¿no se acuerda de él Señor? —Dijo no queriendo dar más explicaciones San Pedro.
Entonces el Señor apareció en la puerta y le tendió
la mano para que pasase dentro.
─Güeno
po..., abora sí que me paice que s´acaba aquí er cuento, porque a mí no me quea
mas tela, —dijo Ramón, sin saber ni para dónde dirigirse.
─No te preocupes, contestó Dios con una risa
que San Pedro tuvo que reír también.
─Y..., ¿onde me allevaran abora? ¿Ar
purgatorio u ar infierno? Dijo Ramón casi temblado.
─No Ramón, ahora te quedas aquí conmigo en el
Cielo. Te dije en una ocasión que el Cielo no quiere retales, y tú has sabido
hacer piezas enteras. Cuando te quedó un retal lo empleaste en vestir a Jesús,
ese Jesús que nace desnudo cada
Navidad, para que personas como tú lo
vistan. Así que pasa y te enseñaré lo que es Navidad todos los días del año.
Ramón
ufano y contento, vio como San Pedro cerraba tras ellos las puertas del
Cielo.
Teresa Hernández Martínez
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