A estas alturas de mi vida he
olvidado muchas cosas, tantas, que parecen ser más de las que he aprendido. Los
recuerdos pasan fugaces por mi mente, como efímeras mariposas de primavera.
Algunas de ellas, nacen, se reproducen y mueren en un solo día, un solo día
nuestro que para ellas es toda una vida.
A veces creo que algunos
recuerdos son recreaciones de mi mente, algo que quise que pasara pero que
quizás nunca llegó a pasar, en cambio otros sí que sucedieron, a pesar de que
hubiera dado una parte de mi vida porque nunca hubiesen sido realidad.
Hay uno de ellos que flota en mi
cabeza como la bruma que envuelve a un barco en alta mar, y lo hace aparecer y
desaparecer según se desliza por el agua. Unas veces lo deja ver con toda su
majestuosidad, otras, nos lo hace ver como un fantasma ante nuestros asombrados
ojos, y algunas ni tan siquiera podemos adivinarlo, pero sabes que está ahí porque
escuchas el ronco rumor de sus motores, o porque ves desde la costa a los
albatros que siguen su rastro blanco en el agua salada, le acompañan unos
cientos de metros despidiéndole de tierra, y después..., se vuelven dejándole
solo con su rumbo y su estela. Los recuerdos…
Fue en Navidad, una fría y húmeda
Navidad. Tenía 11 años, 75 menos que tengo ahora. Recuerdo que eran 11 porque
fueron los mismos puntos que me dieron en la cabeza al saltar con la bicicleta
desde el puente al río sobre el que pasaba el viejo y añorado tren de carbón,
hó el olor del carbón quemado con su humo blanco, que entrañable sensación. El
río en aquella ocasión, me mostraba burlón las piedras de su fondo sin agua,
pensé que caería de pié y que seguiría dándole a los pedales.
Allí despedí irrevocablemente a
mi Ángel, el que decía mi abuela que iba siempre conmigo para protegerme. Un
Ángel no puede tener estos fallos, no puede descuidarse, para eso es un Ángel y
por eso decidí seguir yo solo, conmigo mismo mi camino, aunque no sé si éste
haría caso omiso de mi decisión y siguió conmigo en la sombra, después de todo
era su misión. Creo que debió de hacerlo, de lo contrario no estaría contando
esto hoy, si me guardáis el secreto os diré que creo haberle visto algunas
veces, de reojo, cuando se descuida.
Cuando eres niño, los mayores te
dicen cosas que no entiendes; después, con el paso de los años, sí. Cuando
tenía cuatro años y preguntaba por mi abuelo, me decían que no podía verlo
porque aún no había vuelto de la guerra, pero… ¿Qué era la guerra?
A mis ocho años aún no había
regresado, pero… ¿Cuánto tiempo dura una guerra?
Debían
de gustarle mucho esas cosas, casi más que su familia. Pero yo le esperaba,
cada mañana al abrir los ojos, iba corriendo a la chimenea donde se sentaba mi
abuela, a ver si estaba allí. Estaba seguro de que un día iba a volver, cuando
se cansara de esas batallas que no terminaban nunca, entonces me sentaría en
sus rodillas y me contaría cosas que otros niños no sabían ni iban a saber
jamás, solo yo.
Sabéis, los abuelos nos quieren
muchos, casi más que a sus propios hijos, o como poco de diferente manera.
Según me hacía mayor le esperaba con más impaciencia.
Hacía mucho frío esa mañana de
finales de Diciembre, en Murcia casi nunca nieva en invierno, yo me imaginaba
una rosa roja surgiendo de la blanca nieve, tiempo después, en otros países
llegué a comprender que algunas veces
los sueños se hacen realidad, vi esa rosa surgir de la nieve. Los cristales enmarcados en la vieja madera de le ventana
que los dividía en 4 rectángulos iguales, me dejaban ver un día gris, frío y
gris. Me abrigue los pies con unos gruesos calcetines de lana hechos por mi
abuela, ella sabía hacer esas cosas, y botas, tenía la ilusión de que nevara,
en los cuentos siempre lo hacía.
Terminé de abrocharme el abrigo
de paño y bajé los escalones de yeso que conducían a la planta baja, le dije a
mi abuela que volvería antes de que regresaran mis padres, habían salido a
hacer las últimas compras de Navidad para la cena de noche buena.
Recuerdo su mueca de
inconformismo cuando le dije que iba a subir hasta lo más alto de la montaña
para esperar al abuelo, sentí ensombrecerse su mirada y perderse en un frondoso
bosque de recuerdos.
Según fui haciéndome mayor, esa
alta montaña fue decreciendo hasta convertirse en una colina.
Sentado sobre el caído tronco de
un viejo y carcomido pino, que hacía las veces de refugio del viento unas, y de
trinchera para resistir los ataques del enemigo de los barrios colindantes
otra, esperé a que apareciera mi abuelo. Hacía nubes con el vaho que producía el aire caliente de mi aliento
al invadir de una forma provocada, el aire frio del exterior.
Rememoré las batallas ganadas al
enemigo con mi espada de madera, “Excalibur” le llamaba. Cuantas bajas causé al
invasor, o mejor, cuantos chichones mezclados con alaridos de guerra para
ahuyentarlos montaña abajo.
Ensimismado en mis batallas y
acurrucado al abrigo del frío en mi improvisado refugio, no le oí llegar. Era
él, estaba igual que la foto de la mesilla de mi abuela. Se quedó mirándome con
su sonrisa disimulada detrás de su blanca barba, me tendió sus brazos. Yo solo
acerté a decir, ¿abuelo por qué has tardado tanto? Y corrí hacia él con los
brazos también abiertos.
Ahora no soy capaz de recordar el
tiempo que estuvimos abrazados, pero si sé que sentía su calor, su cariño, su
fuerza.
Le pregunté si ya había terminado
la guerra, tardó en contestar y cuando lo hizo, su voz me llenó de seguridad y
confianza.
Las guerras no terminan nunca,
solo se paran, se quedan dormidas, esperan en el tiempo a que alguien las
despierte, yo espero que esta se duerma para siempre. Pero para que siga
durmiendo, es necesario no hacer demasiado ruido.
Yo le escuchaba absorto, hablaba
despacio, una densa neblina fue cayendo lentamente sobre la cima de mi montaña.
Quise saber cómo era la guerra,
que poder tenía sobre las personas para retenerlos tanto tiempo lejos de sus
familias, y que estos lo permitieran, me pasó el brazo por encima del hombro y
me acurruqué junto a él.
Ya no sentía el frio de la
mañana, ni me importaba no ver a través de la húmeda neblina, no temía perderme
de vuelta a casa, mi abuelo conocía el camino.
Empezó a hablar en un tono
triste, dijo que en la guerra que él estaba hacía frío, incluso en verano,
todos los soldados tienen frío, frío en el alma y rabia en el corazón, pocos
conocen la paz en las oscuras noches de los campos de batalla.
Cuando las balas y la metralla
atraviesan tu cuerpo ya no sientes dolor, porque ese dolor de la carne solo
dura un instante, que se hace eterno, pero son solo unos segundos de la vida
que viene después, a continuación llega el dolor del alma, y ese ya no te
abandona nunca hasta que lo asumes y pasas a formar parte del sueño eterno,
pero hay una cosa que nunca olvidas, el amor de los que te quieren, eso siempre
lo llevas como una bandera, es lo que te hace crecer, entonces deseas volver un
momento para verlos, aunque sabes que un día los tendrás a tu lado para
siempre.
Hizo una pausa, yo no entendía
algunas de las cosas que decía mi abuelo, pero aproveché para preguntarle si
era por eso por lo que había tardado tanto, contestó que sí, que era por eso.
Me
dijo que todavía no podía volver a casa, que aún era pronto para que nos
reuniéramos con la abuela y con mis padres. Siguió hablándome de la guerra a
pesar de mi insistencia porque bajáramos a casa.
Algunas veces, continuó, cuando
la añoranza y el dolor se hacen insoportables, cuando ya no aguantas más sin
ver a la gente que has querido o que aún no has conocido, en ese sitio te dan
un permiso para que les hagas una visita breve, yo pedí ese permiso para verte
a ti, para que me conocieras, y aquí estoy.
Cuéntame algo más de esa guerra
abuelo, le dije casi en un susurro, me miro y siguió hablando con su voz
tranquila, pausada, como si el tiempo no existiera para él.
Conocí a un soldado que fue
herido en el frente, yo sabía que iba a morir y el también, se lamentaba de que
no quería irse sin ver a su madre, pero de pronto sonrió y me dijo: ya no tengo
miedo, me han dicho que me darán permiso para ir a verla, apretó fuerte mi mano
y murió con una sonrisa que ni la misma muerte pudo borrar de su rostro.
Hasta que yo no visité ese lugar,
no pude saber quién tenía que darle ese permiso, era el mismo que me lo ha dado
a mí ahora.
Le pregunté si estaba muy lejos
ese lugar al que tenía que volver, tardó en contestar y cuando lo hizo fue con
una voz dulce y pausada. Ese lugar está muy lejos y muy cerca, tan lejos que se
necesita toda una vida para llegar , y tan cerca que puedes sentirlo dentro de
tu corazón, el tiempo no cuenta cuando nos llevan allí, basta con un breve
parpadeo de nuestros ojos y ya habremos
llegado, ¿Qué te parece si damos un corto paseo por el campo? Propuso
poniéndose en pié con una agilidad inusual para su edad.
Se había levantado la neblina, o
al menos eso pensé yo, andábamos sin apenas sentir el camino bajo nuestros
pies. Iba de la mano de mi abuelo, sus grandes dedos acostumbrados como
estarían a disparar, no presentaban durezas, cubrían toda mi mano y lo hacían
con suma delicadeza.
El tiempo se deslizaba como el
silencioso reptar de una serpiente, sin dejarse sentir, caminábamos despacio,
como dos viejos amigos caminan en complicidad con las sombras del camino, y esa
misma penumbra de la fría tarde dejaba adivinar la parpadeante luz de las
primeras estrellas.
El abuelo se detuvo a mirarlas,
yo, siguiendo el camino de sus ojos, llegue hasta Sirio, en la constelación del
Canis Major (Perro Mayor) a solo 8 años luz de mi abuelo y de mi, algunas
noches las estrellas se agrupan y nos hacen llegar su luz como miles de
luciérnagas entonando su melodía de amor, como nubes de mariposas puestas ahí
por el Gran Padre Azul para alumbrar al caminante durante la sibilina noche.
Están muy lejos, demasiado lejos
para alcanzarlas desde aquí, decía señalándolas con el dedo, no podemos llegar
a ellas con nuestras manos, pero si con nuestra alma, si lo deseamos con todas
las fuerzas de nuestro corazón, con el mayor deseo de nuestra voluntad, todo el
universo se pondrá en movimiento para hacer que sean nuestras, solo entonces
podremos cogerlas con nuestras manos.
La luna empezaba a dibujarse en
el agua de una pequeña charca producida por un cercano canal de riego. Nos
quedamos colgados de su mágica silueta, mirándola temblar ante cualquier pequeño
movimiento del líquido, tan frágil, tan voluble, tan misteriosa, tan cerca y
tan lejos a la vez, parecía un fantasma presto a desaparecer ante el más fugaz
parpadeo. Aunque parezca real, dijo mi abuelo rompiendo el silencio de unos
momentos atrás, es una ilusión, su reflejo es como el de las personas que pasan
por la vida como una vana ilusión, cuando se van, ya no queda nada, solo su
recuerdo.
Tiró una piedrecita al agua, y la
luna se escondió tímida y misteriosa en una orilla de la charca.
Debemos volver, dijo, ya es tarde
y la abuela te espera, dimos la vuelta y nos encaminamos por el sendero que
llevaba a casa, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, y sacó un viejo
reloj con una cadena de eslabones plateados que brillaban al ser heridos por
los fríos rayos de luz de la luna. Toma dáselo a la abuela, continuó
diciéndome, dile que no pude llevárselo yo, pero que lo he guardado como un
tesoro.
Dile que pronto nos veremos, hizo
una pausa en sus recomendaciones y deteniendo su paso me miró poniendo su mano
sobre mi hombro; ahora tengo que irme, cuéntales que has estado conmigo, me dio
un fuerte abrazo y me besó en la frente como una caricia que regala el
invierno, después, se fue alejando poco a poco, con paso lento hacia una
colina, yo le miraba con el viejo reloj en la mano mientras su figura se iba
perdiendo en la niebla.
Recuerdo que no me sentí triste,
ni tan siquiera lloré por su prematura marcha, tenía la seguridad de que lo
volvería a ver.
Cuando desperté de mi improvisado
refugio, estaba tiritando de frío, las estrellas empezaban a poblar el cielo de
la tarde, miré en derredor por si había vuelto el abuelo pero fue en vano, no
conseguí ver ni el más mínimo atisbo de su presencia, la neblina había remitido
casi por completo, debí de quedarme dormido cuando se fue. Corrí monte abajo,
seguro que me estarían buscando desde el mediodía, empecé a preocuparme por la
angustia que sentiría mi abuela al sentirse responsable por dejarme marchar, y
con estos pensamientos, aceleré mi descenso tropezando con matujos y piedras.
Al llegar a casa, las últimas
luces del día, se despedían del pueblo tendiendo sobre sus tejados el manto
dorado del ocaso, haciendo con su sombra bajar la temperatura.
La puerta estaba cerrada, me
senté en el portal bajo los retorcidos sarmientos de la vieja y correosa parra,
pensaba como podía haber pasado el tiempo tan rápido, sin apenas sentirlo.
Después de unos minutos de tensa espera, les vi llegar; al verme sentado en el
dosel, corrieron hacia mí gritando mi nombre y con los brazos abiertos.
Me van a matar, pensé, he estado
todo el día fuera.
Me abrazaron llorando, no acababa
de entenderlo, si iban a matarme ¿Por qué me abrazaban? Me matarían después, y
si me abrazaban porque me querían ¿por qué lloraban? Ahora recuerdo un
proverbio oriental “si tiene remedio, ¿por qué lloras? Y si no lo tiene, ¿por qué lloras?”. Mis
padres y mi abuela quizás lo hacían porque su corazón no entendía de
proverbios.
Después vinieron las preguntas, y
todas a la vez, ¿qué te ha pasado, donde has estado, qué has estado haciendo
todo este tiempo, has comido algo, has tenido hambre, has pasado frio, te has
perdido? Yo no podía contestarles a los
tres a la vez, por lo que decidí callar hasta que se calmaran, al menos estaba
más seguro de que sus intenciones no eran agresivas hacia mi asustada persona.
Entramos en casa, en la chimenea
luchaban por no apagarse los restos de las últimas brasas, una compuesta mesa
adornada de navidad y a la espera de que alguien se dignara hacerle los honores,
me recordó que era la noche más mágica del año, noche buena, la luz del quinqué
que recientemente había sustituido a la del candil, dibujaba difusas y
ondulantes formas en la cortina que separaba el salón de la cocina.
Sultán, mi viejo perro, se abalanzó
hacia mí con la pesadez de sus torpes movimientos haciéndome caer al suelo y
lavándome la cara con su lengua, me estaba diciendo: ¿por qué no me has llevado
contigo, qué me he perdido?
En un tropel de palabras, de
frases que llegaban hasta mis oídos, y que yo escuchaba como a través de un
túnel, conseguí entender que estaban muy preocupados, que había tenido a medio
pueblo buscándome desde la hora de comer, y que todos estaban muy asustados por
si me había pasado algo malo. Estuvieron en el monte, cerca del viejo tronco de
pino donde con toda probabilidad me quede dormido a su abrigo, supuse que me
llamarían, pero yo no podía oírles, como iba a oírles si estaba con mi abuelo.
Afortunadamente ya estás aquí y
sin que te haya pasado nada, dijo la abuela, mi padre fue más escueto y severo
cuando preguntó, ¿Dónde has estado?, Guardé unos segundos de silencio con la
cabeza baja mirando al suelo de yeso que tenía por piso la casa, mi madre hacia
esfuerzos por disimular la impaciencia que le producía mi respuesta, y me
miraba en silencio, yo no sabía cómo decírselo, estaba indeciso, me
preguntarían que por qué no vino conmigo hasta casa ya que había vuelto, que
porque volvió a marcharse.
Creo, me atreví a decir ante las
inquisitivas miradas de todos, incluso la de Sultán, que me miraba fijamente
con las orejas tiesas y haciendo oscilar el rabo lentamente, como animándome a
hablar, creo repetí, que me quedé
dormido en el viejo tronco de pino que hay en la cima del monte, hasta…, ¿hasta
qué?, apremió mi padre ante mi titubeo, hasta que me despertó el abuelo; vi
cambiar sus caras con una mezcla de sorpresa y extrañeza que fue cambiando a
preocupación por la inesperada respuesta, le dieron permiso para venir a verme.
Todos me miraban en silencio, pensé que había dicho algo prohibido, algo que
podía desencadenar un terremoto, la fórmula mágica del maligno que traería
funestas consecuencias sobre la tierra.
Mi abuela, se acercó hasta mí
despacio, y cogiendo mi cabeza por ambos lados con las dos manos dijo en voz
muy baja, casi en un susurro, como si sus palabras hubiesen estado largo tiempo
guardadas en el más oscuro de los rincones de su alma: El abuelo no volvió de
la guerra, cariño, nunca lo verás, lo mataron. La miré a los ojos y por fin
pude ver esas lágrimas que durante tanto tiempo me había estado ocultando,
debían de ser las lágrimas más largas que yo había visto en mi vida, pues
formaban una sola, se sucedían sobre su cara formando un pequeño río
descendente que brillaba a la luz del quinqué como los zafiros de la corona de
una diosa pagana, como un vuelo de estrellas en una oscura noche de estío, me
pareció que al estar tanto tiempo contenidas quisieron salir todas a la vez.
Entonces comprendí, fue como si
de pronto se hubiesen abierto las puertas y ventanas de un sótano oscuro,
dejando entrar la luz de medio día toda a la vez. Me habían estado diciendo
todos estos años, que el abuelo estaba en la guerra y que un día volvería, ¿por
qué los abuelos de los demás niños volvieron y el mío no? Quizás pensaban
decírmelo después, cuando fuese mayor para que no sufriera, pero ya me daba
igual, yo sabía que no estaba muerto, por eso les creí.
No abuela, te equivocas, yo le he
visto, he estado hablando con él. Me miraban en silencio, como el que oculta su
culpa y acusa a la vez, negué con la cabeza, intenté convencerles de que era
real, de que habíamos paseado de la mano, de que habíamos hablado, de que mi
abuelo…, estaba vivo. Fue inútil, dijeron que no podía ser, que lo habría
soñado cuando me quedé dormido, solo, me levante y me dirigí a la habitación de
la abuela, todos me siguieron con la mirada, en unos segundos reaparecí con la
foto que ella tenía sobre la mesita junto a la cama, el pequeño marco de madera
dejaba ver una ajada fotografía en sepia con los bordes picados, del bolsillo
superior del chaleco del señor de la foto, pendía una cadena de plata, en cuyo
extremo, y mostrándolo con orgullo entre su mano, había un reloj, en cuya tapa
se podía adivinar la joven cara de mi abuela con el pelo a lo “belle époque”.
Dime qué es esto abuela, le pregunte señalándole con el dedo el reloj de la
foto; es el reloj que le regalé a tu abuelo cuando nos casamos, contestó, dijo
que solo la muerte lo separaría de él y que si alguna vez le pasara algo lejos
de casa, me lo enviaría con alguien, pero los dos se perdieron en ese extraño
mundo que crearon los hombres, la guerra.
Dejé
el marco con la fotografía sobre las faldas de mi abuela, saqué el reloj del
bolsillo de mi pantalón y lo puse sobre su mano. Toma, el abuelo me dijo que te
lo entregara, no podía venir a traértelo él, pero tenía que cumplir su promesa,
también dijo que pronto estarías con él.
Mi abuela murió al año siguiente,
yo tenía 12 años.
Ahora sé que están los dos juntos
para siempre. Aquella noche por primera vez fuimos 6 a la mesa en la cena de
Navidad, mis padres, mis dos abuelos, Sultán y yo.
Las guerras, probablemente maten
nuestros cuerpos, pero nunca podrán hacerlo con nuestras almas, ni nuestros
recuerdos, ellos viven en otro plano, en otro mundo, adimensional.
Ahora, en este momento, ellos
para mí solo son un recuerdo, como pronto lo seré yo para los que me siguen.
Los años no pasan de forma gratuita, pero tengo la completa seguridad de que
todos nosotros, aunque solo sea un momento en el tiempo, lo que dura un parpadeo
o lo que tarda en desaparecer un barco tragado por las azules aguas del mar,
que nos veremos unidos por el amor todos los que de alguna manera, nos hemos
querido en esta fugaz vida. Feliz Navidad.
Joaquín Marías Corbalán Corbalán.
Relato publicado en el libro sobre el I Certamen Ángeles Palazón de Cuentos de Navidad, 2014
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