La semilla del Futuro.
Un acercamiento a
“Las Flores del Mal”, de Charles
Baudelaire.
“Léeme para comprender cómo amarme.”
Algunos libros proyectan
tal influencia por su contundencia y repercusión que adquieren un carácter casi
mítico. Acercarse a ellos puede imponer un respeto tal que frene a los lectores,
en especial si se trata de poemas, considerados más complejos que la narrativa.
Las flores del Mal ejemplifica este suceso.
Nos encontramos ante un
poemario que integra la práctica totalidad de la producción lírica de Charles Baudelaire (1821-1868). Recibe
la fuerza de su alma dispar y torturada, ligada siempre a su arte. De
trayectoria vital tortuosa, repleta de rebeldes tropiezos y adicciones
desconsoladas, de dandismo y bohemia,
su figura nada entre las aguas de una época de fuertes imposiciones morales y
sociales, no obstante, también lo fue de intensas ambivalencias y contrastes.
No se le puede etiquetar a este poeta en una corriente de forma precisa
(romanticismo, simbolismo, etc.) al igual que con otros autores que originaron una
revolución estética y espiritual.
El volumen no está
concebido como una mera recopilación de versos, sino como algo orgánico, vivo. Hasta
alcanzar su versión definitiva recibió correcciones y añadidos, a veces recuperando
textos prohibidos por la censura del momento. Se abre con una declaración de
intenciones —el famoso Poema al Lector
como burla retorcida de la clásica captatio
benevolentiae—, para dar paso a un viaje iniciático que propone una
estética rebelde, contundente y densa, dividida en siete apartados (cada uno
bien podría suponer un libro en sí mismo). Representan etapas en las que el ego
insumiso de la voz narrativa evoluciona en dirección a la Muerte.
“Adormecer el sufrimiento en un lecho al azar”.
Ciertas constantes
aparecen en todas las composiciones: un reflejo del alma del escritor,
desubicado en una época en su ocaso. Siempre le encontraremos sometido a un
hastío (el spleen; melancolía
profunda), en su deseo de una Paz inalcanzable dentro de una sociedad falsa y
mentirosa, en la que la Virtud no es tal sino una moral anquilosada e
impositiva. Tales sentimientos le conducen a una búsqueda de nuevas
experiencias, relacionadas con lo prohibido y lo amoral (también con el sufrimiento
del que se entrega a un camino de perdición), y que chocan con esa ética
inmovilista de convencionalismos e imposiciones apolilladas. Todo aumenta la
sensación tanto del desarraigo como de desgarro emocional, consecuencia de la
insatisfacción de sus deseos. No encuentra sosiego tampoco en los recursos
heredados del romanticismo (ya gastados o normalizados, salvo la necesaria
rebeldía). Sus propias ansias de ir más allá (una voracidad insatisfecha), le
impiden serenarse y disfrutar de los placeres salvo por escasos momentos,
destellos muy breves.
Se debe aclarar que el
Mal, en este libro, es un concepto que supera lo evidente (esa clásica senda
del demonio) en dirección a un canto a la libertad. Conlleva tanto la
introducción de nuevas ideas y conceptos revolucionarios (éticos, sociales) como
la ruptura de los convencionalismos. El hombre del Bien suele estar equiparado
a una persona sometida e ingenua, un cordero incapaz de apreciar el mundo en su
pluralidad y totalidad, en toda su contradicción. Esa ambivalencia será otra de
las recurrencias: el autor admite que se entrega al Mal porque sufre, y eso
aumenta a su vez el dolor y el ímpetu tanto de su insatisfacción como de verse
redimido y castigado.
“La adorada primavera despojada de su aroma.”
Descubriremos asimismo
la dicotomía en imágenes y símbolos, en el propio lenguaje. Se emplean unos versos
limpios, cuidados, de marcado carácter clásico, si bien introduciendo de forma
rebelde y muy hábil conceptos y palabras (incluso de otros idiomas) no aceptados
por la rígida tradición poética de la época. Cabe destacar su profundo valor
simbólico y dual. La mujer, por ejemplo, es retratada como tentación
voluptuosa, un fruto del infierno que impulsa al disfrute y despoja al hombre
de voluntad. Sin embargo, a la mañana siguiente, se eleva sobre las brasas frías
del placer como esa Venus etérea y clásica; una imagen indisociable tanto del pecado
como de la pureza. La descripción de los olores es otra de las recurrencias más
llamativas, no sólo como mero recurso estilístico, sino como elemento
trascendente, conectado con el mundo invisible y el alma de las cosas: todo
posee un aroma característico.
Se combina, por tanto,
una poesía accesible, en que la inspiración y el éxtasis (en ocasiones de
carácter casi místico) nacen de lo cotidiano, de lo miserable y lo subversivo
(de lo más humano). Reflejan una trascendencia, una epifanía de la Verdad que
no es sino el destino último del acto poético (también de la Muerte): poner fin
al sufrimiento. En estos poemas, aquello descastado y relegado a vivir
escondido del ojo del convencionalismo representa lo único con poder suficiente
para conmover al creador, equiparándose con la Belleza: la flor;
personificación tanto de la esencia más selecta de los elementos como alegoría
de que el Mal, aunque condenable y producto del sufrimiento, también puede ser
cantado.
“¡La muerte nos consuela, ay, y nos hace vivir!”
En definitiva, se trata
de un texto muy moral, pero de una ética renovadora. Propone, desde el dolor,
una necesaria transformación en los preceptos tanto de la sociedad como de los
convencionalismos y la vanidad que la acompañan (y perviven hasta nuestros días
de crisis profunda). Una obra revolucionaria, cercana, de plena actualidad. Ha
plantado semillas que siguen floreciendo (el realismo sucio, Bukowski, el
malditismo) después de dos siglos, alimentadas por el abono del alma humana
cuando toca fondo.
La
voz de Charles Baudelaire habla no a los sentimientos, sino a algo profundo y
telúrico que subyace en nuestro interior. Su lírica te envuelve, produce un
deseo de continuar con el texto para volver a sus páginas una vez terminado, inspirando
diferentes lecturas en cada etapa de la vida. Ningún lector debería privarse de
esta obra, ¡aunque jamás haya leído poesía!
Fernando López Guisado
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