El aullido del licántropo no solo rompió el silencio del bosque, sino que pareció desgarrar la misma tela de la realidad. Era un grito primigenio, la voz de un depredador que acababa de nacer y que, al mismo tiempo, había existido desde el inicio de los tiempos.
La criatura, la «mala bestia» que había estado destrozando el bosque, se detuvo en seco. Sus ojos pequeños e inyectados en sangre, que hasta hacía poco solo reflejaban una estúpida y ciega superioridad, ahora mostraban un atisbo de confusión, un error de cálculo que le costaría caro. Había olido debilidad, no la monstruosa potencia que irradiaba el ser que tenía delante.
El joven, ahora transformado, ya no era el muchacho golpeado e inofensivo que ella había encontrado. Medía más de dos metros, y cada centímetro de su musculatura era tensión pura, poder desatado. Su pelaje, oscuro como la noche y salpicado de sangre —parte suya, parte de los restos de su dolorosa transformación—, se erizaba como púas. Sus manos habían mutado en zarpas con garras que parecían hojas de obsidiana, y sus ojos, dos ascuas doradas, miraban a la mole con un desprecio aún más intenso.
El mastodonte rugió, intentando recuperar la iniciativa, esa sensación de ser el ser más fuerte en el campo de batalla. Cargó con la misma fuerza bruta que había utilizado para lanzar al joven a la secuoya, pero esta vez, el resultado fue catastrófico para él.
El licántropo no se movió; simplemente esperó. Cuando el puño del gigante estaba a centímetros de impactar, el licántropo inclinó ligeramente el cuerpo, dejando que el golpe pasara raspando su hombro. El viento que generó el puñetazo desordenó su pelaje, pero no lo hizo retroceder ni un ápice.
En ese ínfimo espacio de tiempo, el licántropo desató una ráfaga de ataques que desafió la velocidad y la física. No era una pelea; era una ejecución.
Primer ataque: Las garras derechas dibujaron un tajo profundo y diagonal a través del pecho blindado del monstruo. La sangre oscura brotó como una fuente.
Con un movimiento de látigo, el licántropo giró y su garra izquierda cortó los tendones de la corva de la pierna de apoyo del monstruo. La mole, que nunca había sentido el dolor de ese modo, gritó y se desplomó sobre una rodilla.
El licántropo saltó sobre el hombro del gigante y, antes de que este pudiera reaccionar, hundió ambas zarpas en la base del cuello de la bestia, buscando la yugular con precisión despiadada.
El coloso convulsionó, intentando agarrar al ser que lo estaba desmembrando, pero sus movimientos eran lentos y torpes en comparación. El joven licántropo se impulsó con un potente salto hacia atrás, aterrizando en el claro donde había estado la batalla inicial.
El mastodonte se quedó allí, arrodillado. Intentó ponerse de pie, pero la vida ya se escurría de su cuerpo por las heridas letales. Finalmente, se desplomó hacia adelante, su inmenso cuerpo golpeando el suelo y levantando una nube de polvo y hojas. Había terminado. Vencido, no de forma innominosa, sino de forma brutal y final.
La chica, justo en el límite del bosque, se cubrió la boca con ambas manos, no por miedo al monstruo caído, sino por la figura imponente de su amigo. Él se giró hacia donde ella estaba, su mirada dorada aún ardiendo.
El licántropo levantó la cabeza y lanzó un último aullido, esta vez no de rabia, sino de victoria, una afirmación de su existencia recién liberada.
El resto del grupo, que había permanecido paralizado por la incredulidad y la indiferencia, finalmente se acercó, pero se detuvieron en seco al ver la escena: el monstruo masacrado y el licántropo cubierto de sangre, temblando por la adrenalina del combate.
El licántropo comenzó a encogerse, el proceso de reversión era tan doloroso y violento como la transformación. Su piel se curó, el pelaje desapareció y la musculatura disminuyó, volviendo al joven maltrecho, aunque ahora con una nueva cicatriz en la moral.
Ella corrió hacia él mientras el resto del grupo se quedaba atrás, asustados y confusos. Él estaba de nuevo tirado en el suelo, agotado, su ropa hecha jirones. Ella lo abrazó.
—No me has dejado solo. Has cumplido tu promesa —susurró ella, aliviada y aterrada a la vez.
Él levantó la mano y volvió a tocar suavemente la cabeza de ella. Su voz, ahora humana, era un hilo de sonido:
—El licántropo no me dejaría morir… no cuando hay amigos que proteger…
Miró por encima del hombro de la chica hacia sus compañeros, que seguían manteniendo la distancia. Luego miró a su compañera.
—Pero tenemos que hablar de ellos. Y de este… as en la manga
M. D. Álvarez
