Dibujó un pequeño ataúd y se metió dentro. Sus trazos
finos y austeros habían diseñado un ataúd de líneas barrocas con
grabados, cruces y demás parafernalia ocultista. El interior era de un
color rojo sangre; lo incomodó un poco, él lo hubiera preferido de satén
blanco, pero el color daba lo mismo.
Lo
que no le dio igual fue que, al cabo de media hora, una preciosa y
pálida jovencita vino a despertarlo, dándole un susto de muerte al
mostrar sus colmillos, de los que colgaban sendas gotas de sangre.
"Tranquilo, a ti aún no te he mordido", dijo, ladeando delicadamente su cabeza.
M. D. Álvarez