Dibujó un pequeño ataúd y se metió dentro. Aquello había
sido un encargo curioso; el cliente le había dado unas pautas y, en
cuanto lo dibujó, aquel pequeño ataúd se materializó con bolutas y
grabados. La curiosidad de ese diablillo engañador lo azuzó. Una vez
dentro, la tapa se cerró, sumiéndolo en una asfixiante oscuridad.
—¿Estás cómodo? —oyó una voz quebradiza.
Él, pálido, gritó y gritó, pero la voz dijo: —"Es tu hora, ahora no te quejes".
Comenzó
a oír rasguños, quejidos y, de pronto, nada; ni un susurro. La tapa se
abrió con un chirrido; se encontraba entre la tierra y el cielo, estaba
en el purgatorio.
M. D. Álvarez
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