Su sombra sobrevolaba el campo de tréboles. Su velocidad
felina lo impulsaba a una velocidad de vértigo, pero en aquella ocasión
tenía que sobrepasar sus límites, ya que si llegaba tarde, estarían
todos muertos y no podía permitir que ninguno de ellos muriera por
llegar tarde. Entre los allí reunidos se encontraba la bella Angie, por
la que sentía verdadera devoción.
Vislumbró al grupo rodeado de fieras aterradoras que lanzaban dentelladas al aire.
Con
un portentoso salto, se introdujo en el cerco, dejando a las bestias
sorprendidas momentáneamente. Sacó la bolsa con el kit de insulina y se
lo inyectó a Angie, que abrió los ojos y lo vio sonreír.
—Ahora, vosotros —rugió furioso al grupo de fieras que no parecieron reconocer a un alfa cabreado.
Con
un portentoso aullido, sintió cómo el animal que llevaba en su interior
comenzaba a manifestarse. Sus huesos crujieron y su piel se tensó hasta
resquebrajarse, saliendo un licántropo regius de color dorado. Las
fieras se dieron cuenta tarde de que no tenían nada que hacer contra
Marcus, que se lanzó en tromba contra las fieras.
Su
equipo asistió anonadado ante el salvajismo con el que se defendía
contra las ondas de fieras. Entre gruñidos y alaridos, Marcus fue
despedazando a todas las fieras que le hacían frente.
Cuando
tan solo quedaban un centenar, retrocedieron por puro terror. Marcus
estaba rugiendo de forma brutal y miraba desafiante cuando, de pronto,
sintió el cálido tacto de la nívea mano de Angie, que susurró:
—Ya está, mi vida, les ha quedado claro que aquí mandas tú.
Él se volvió y la miró con aquellos intensos ojos azules. Dijo con una voz profunda y gutural: —Siento haber tardado tanto.
M. D. Álvarez
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